viernes, 3 de agosto de 2007

Michelangelo Antonioni (1912-2007)


Si estuviera aquí Rorschach, el justiciero enmascarado del imprescindible “Watchmen” de Moore y Gibbons, su veredicto sería inequívoco: alguien se está dedicando a eliminar uno por uno a los grandes nombres del cine de autor de los años 60. Ayer, Bergman; hoy, Antonioni; mañana, ¿Godard? ¿Resnais?

Algún que otro colega, presa de ese pesimismo automático y esa nostalgia de tiempos que no se han conocido, tan típicos de cierta especie cinéfila, me decía que con Bergman y Antonioni muere el cine europeo. Es verdad que resulta difícil evocar nombres actuales del celuloide con un comparable “glamour” cultural, pero también es cierto que los tiempos han cambiado, y el séptimo arte, mal que nos pese, no ocupa la misma posición central en el debate sobre la cultura que en aquellos turbulentos 60.

Porque Antonioni, aunque haya sufrido años de descrédito, hizo correr ríos de tinta en su momento. “Blow up”, que tanto aburre hoy a los no predispuestos, fue en el año 68 un pedazo de escándalo, clasificada X en los EEUU, entre otras razones, por mostrar vello púbico femenino por primera vez en pantallas comerciales (es en la escena entre David Hemmings y las dos aspirantes a modelos, y creo que el felpudín en cuestión corresponde a Jane Birkin, pero el hecho pasaría desapercibido a cualquier espectador de ahora que no estuviese puesto sobre aviso).

También se habló mucho de la “trilogía de la incomunicación”, de esa narrativa hecha de tiempos muertos que, supuestamente, aburrían para reflejar el aburrimiento y el vacío contemporáneos.

Cuánto se ha odiado a Antonioni. No dudo que, al igual que con Bergman, algún listo que otro habrá emulado el tristemente célebre “Ha muerto Kubrick, ¿y qué?” de mi querido Carlos Boyero. Aunque he observado que Bergman caía mejor entre nosotros, será por enseñarnos a la vez metafísica y erotismo nórdico, mientras que Antonioni sigue en el infierno de los pedantes, pretenciosos y fríos intelectuales.

Pero el caso es que Michelangelo se ha ido cobrando su venganza. Mucho del cine de autor que tanto se aprecia ahora, desde Gus van Sant a Tsai Ming-Liang, bebe de la narrativa invisible del italiano, de sus silencios, de sus composiciones de plano casi arquitectónicas que expresan conceptos de alienación o aprisionamiento.

Antonioni ha logrado incluso colar una de sus pelis entre los clásicos imprescindibles de siempre. La tan amada y detestada “Blow up”, excepción en muchos aspectos dentro de su filmografía, ha terminado emanando algo misterioso que ha hecho de ella objeto de culto entre la gente más dispar, entre ella el movimiento “mod”.

Hay un tópico muy frecuente sobre “Blow up”: que se trata de una peli muy de su tiempo y muy envejecida. Para mí, esto es confundir el papel en que se escribe un documento con el contenido del mismo: precisamente lo que me sorprende cada vez que veo esa película es lo vigente que está todo lo que cuenta, lo visionario de sus advertencias.

Es lógico que los catálogos de moda que fotografía Hemmings, o ciertas de las actitudes presentadas, son muy característicos de un momento y lugar, pero se trata de algo necesario en la crónica de un nacimiento: el de la cultura de la imagen, la imagen erotizada, la imagen que despersonaliza, la imagen trivial encumbrada a los altares de la moda mientras se desdeñan las fotografías que denuncian la pobreza londinense; la imagen que capta por casualidad un enigma, un crimen, pero es incapaz de resolverlo por mucho que la ampliemos (el “blow up” del título), devolviéndonos algo más parecido a la pintura abstracta que a la verdad. La imagen tiene límites, pero en nuestra sociedad no se los vemos.

Si añadimos a esto el erotismo frío y despersonalizado como moneda de cambio habitual (Redgrave ofreciéndose sin pegas a cambio de la foto comprometedora, las dos “groupies” revolcándose sin rebozo con Hemmings), el tráfico impúdico con la propia imagen (la sesión fotográfica con Verushka es claramente un acto sexual) o el desinterés por la justicia y la verdad de una población enfrascada en su hedonismo (la llegada de Hemmings a la fiesta, denunciando que ha habido un asesinato, es recibida con indiferencia e invitaciones a que se quede allí a drogarse, hacer el amor y olvidarlo todo), sumándolo todo tenemos un análisis bastante certero de aquello en lo que hemos desembocado, convertido en algo más válido aún por su mirada severa y moralista sobre un universo “pop”, que en otras manos se habría tornado en un documental publicitario, psicodélico, guay y hoy caduco. Incluso el público que asiste a la actuación de los Yardbirds parece compuesto de zombis, y la ruptura de la guitarra por Jeff Beck (a falta de Pete Townshend) es vista más bien como un ritual absurdo y derrochador, una autoinmolación que sacrifica el alma de la música, la guitarra, que Hemmings intenta en vano salvar.

El misterio sin resolver que late al fondo de “Blow up” (y que intentaría reproducir, con menor fortuna, “El reportero”) es lo que le da mucha de su magia, tanto es así que encuentro absurda la actitud de quienes reprochan a la película que no dé respuestas (son los mismos que ven críptico a Bergman, que sin embargo no oculta nada de cuanto pretende decir). Lo más importante no es tener respuestas, sino que no se agoten las preguntas. Es la curiosidad la que mantiene vivo el espíritu, mientras se van esclareciendo poco a poco los interrogantes.

Y en el caso de “Blow up”, 39 años después ya tenemos todas las respuestas. Si no nos gustan, debimos habernos conformado con la incógnita.

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