domingo, 18 de noviembre de 2007

Flashback: Ana Isabel II


(Otro ejemplo de que un servidor, allá por los lejanos 90, ya le daba al tipo de seudoliteratura tan característico de la blogosfera)

Ana Isabel II, como Isabel II, la del célebre canal, la del apetito sexual insaciable y a duras penas saciado mediante la copiosa reserva de hombres que supone el cuerpo de caballería de un palacio, todo un mito de promiscuidad evocado por mí en voz alta cuando apunté su teléfono. Supongo que a Ana le divertiría la comparación, no en vano se dedicaba a propagar sin descanso una imagen desmadrada y, por qué no decirlo, viciosa de sí misma, desde su pasión por las drogas de diseño en las discos londinenses hasta su relación sadomasoquista con Ratsú, un ricachón indio cuyo hermano era vecino de Julio Iglesias en Miami y que la ataba de pies y manos durante el coito, proporcionándole una mezcla de placer y dolor que para qué te voy a contar.

La gracia del asunto es que nos lo creíamos todo, sentados allí en la pérgola del Sanatorio San Miguel, todos alrededor de ella, yo, Fernando Martín, Orlando, el novio motorista de Ana que había venido en su Harley, un par de árabes entre los cuales se debía encontrar el novio siguiente, alguna otra persona, y la familia, los que habían internado durante unos días en el sanatorio a la oveja descarriada, después de que volviera a hacer de las suyas por esas noches de Dios y la encontraran vapuleada en plena calle por una mala gente.

Si una mujer desea fascinarme, le aconsejo que me cuente historias, que me interese haciéndome aprender cosas que no sé. Así era Ana, aunque a veces las historias, a mí que en el fondo soy un poco timorato, me asustaran un poco. Pero ya digo, me las creía, se observaba en ellas, y en ella, una vitalidad bastante contagiosa, un entusiasmo más bien insensato por la vida, salvo en las tardes cuando los médicos le administraban un cubo de sedantes y ella se dedicaba apenas a decir sí, no, o cabecear en medio de aquel jardín tan bonito y tan bien cuidado, ni siquiera haciendo caso a las internas viejecitas de las que enseguida se había hecho amiga y que acudían, entonces en vano, buscando consejos.

Quizá los doctores pensaran que aquel era el único modo de atenuar su tendencia natural al escándalo, ese afán constante por causar una impresión revulsiva, como aquella ocasión en la cual, a uno de nosotros, sus pretendientes, puso como condición para vivir con ella el colaborar en la industria ganadera familiar y concretamente en su ambicioso programa de inseminación artificial del ganado porcino, que necesitaba una persona de manos fuertes para calzarse unos guantes especiales y extraer con delicadeza el semen del animalito. Las caras de su familia eran todo un cuadro, como si ellos no hubiesen tenido responsabilidad alguna en cómo salió la chica, los pobres. Claro está que, si la muy tonta vuelve a meterse en algún lío, siempre se la puede internar durante otros pocos días, y, si no deja de hacerlo, pues se tira la llave y ya está. Incluso es posible que Ana esté allí dentro, ahora mismo, y yo sin enterarme.

No obstante, mi última imagen de ella me llegó, por así decirlo, en libertad, si semejante término es aplicable al lugar que solemos llamar cariñosamente “la puta facultad”. La verdad, me fue difícil reconocer su rostro de alegría miope, su pelo castaño rojizo y su figura libre de complejos en medio de aquel ambiente impersonal, sucio y sórdido de la cafetería. A decir verdad, hasta la décima vez o así que veo a una persona, me cuesta trabajo reconocerla. Incluso fue ella quien me reconoció a mí. Nos sentamos a una mesa y de nuevo yo quise probar fortuna en los juegos que juegan los demás. Por una vez, teniendo a mi lado a una chica que no sólo no iba de gazmoña sino que se las daba como de bisnieta de Mesalina, me era posible no fingir, ser moderadamente atrevido, insinuar que me gustaría paladear sus labios mediante mi viejo tema del beso de nicotina, alcohólico o alimenticio. A ella, claro, aquello no le pillaba ni muchísimo menos de nuevas, ya tuvo un novio que se puso muy malito y se lo tuvo que hacer, regurgitarle las cosas en la boca, como a los pajaritos. El fascinante reino animal.

Luego, a la salida, quise pasar del dicho al hecho y aprovechar el típico y casto ósculo en la mejilla, de rigor en estos trances, para efectuar un mínimo y kilométrico desvío hacia esa boca cálida tan amiga de susurrar historietas de vicio y perdición. Pero la buena de Ana poseía mejores reflejos que la Viuda Negra, ex novia de Dan Defensor, y se apartó de mí a tiempo para impedirme morder de la fruta prohibida. Menudo pillín que yo era, me dijo, despidiéndome hasta la próxima. Lo malo es que no hubo próxima. Dos noches seguidas me cité con ella, dos veces aceptó, dos veces no apareció. Mi orgullo es muy frágil, y me olvidé de ella, llegando incluso a sospechar la influencia en el asunto de alguna otra persona, empeñada incansablemente en cerrarme el acceso a su coto, cómo si no se hubiese enterado de mi acceso de cariño frustrado y de lo demás. En fin. Algún día, el Justiciero Rojo hará de las suyas.

A saber cómo me hubiera ido de tener éxito, especialmente si su autocreada leyenda de devorahombres tenía algún viso de realidad. Ignoro si hubiese sentido celos, tanto más cuanto aún no me ha correspondido nadie y soy virgen en esos asuntos. ¿Acaso podría ser tan cachito de pan como Orlando, el motero, a quien le daba igual lo que ella hiciera mientras él no lo viese? Lo dudo, tal vez yo sea un tanto moro, lo cual me trae a la memoria, cómo no, aquella gran paradoja, que el sucesor del suave y comprensivo Orlando fuese uno de estos magrebíes que tanto arrasan entre nuestras féminas, tal vez porque ahora los occidentales queremos ser demasiado cuidadosos y considerados y mariconadas de ese tipo, de ahí que ellas echen de menos los proverbiales paternalismo y mano dura de toda la vida, y no hay remedio que valga. Suerte que no me apeteciera disgustarme, a fin de cuentas de lo que se trataba era de buscar una coleguita con quien me pudiera reír y revolcar sin problemas, sin esperar demasiado del futuro, como hacen los otros, aunque los otros, como seguramente me hubiese pasado a mí, también se terminan comprometiendo contra su voluntad.

Mientras me pregunto si la chica con la que me crucé el otro día en la Fnac, y que llevaba un pendiente en una ceja, era en verdad Ana o no, me reafirmo una vez más: soy muy malo en los juegos que juegan los otros. Yo me guío por reglas diferentes, parece ser que complicadas de entender, como si quisiese jugar a demasiados juegos al mismo tiempo, en lugar de probarlos uno por uno. Es una pena, pues Ana debía de conocerlos todos. Incluso los peligrosos, pero qué más da. Hay quienes caminan sobre brasas y no se queman las plantas de los pies.

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