domingo, 30 de diciembre de 2007

"Oryx y Crake" de Margaret Atwood


Ya voy fatigándome un poco de reiterar mis diatribas contra el fandom del fantástico y la CF, de hurgar en una herida que no pasa de ser otro caso perdido entre tantos, pero, ya que termina el año, me entran ganas de ir cerrando el ciclo. No sirve de nada desplumar un pollo contra el viento, como no sea para llenarse la cara de plumas.

Pero aun así hay casos que me siguen superando. Por ejemplo, el affaire Margaret Atwood, que entre nosotros parece no haber tenido repercusión pero sin embargo aún colea en ámbitos anglosajones. Tanto es así, que, cuando en una convención de autores del género nadie sabe de qué hablar, sale algún honesto artesano de las letras y lanza unas cuantas andanadas contra la escritora canadiense. Y no hablo de don nadies, hablo de figuras consolidadas como Terry Pratchett. O el pope de la CF John Clute, que en una de sus columnas echó un poco de leña a la hoguera general.

¿El delito de Atwood? Escribir una novela sobre un futuro apocalíptico, “El cuento de la doncella”, ganar varios honores literarios por ella, y reincidir en una temática similar hace unos cuatro años con “Oryx y Crake”, todo ello desde fuera del mundillo, desconociendo la versión fandomita de los apretones de manos masónicos obligatoria en toda “auténtica” novela de CF, consiguiendo unos elogios en la prensa, una respetabilidad y una visibilidad con los que los escritores del género no podrían ni soñar, y negar muchas más veces que San Pedro a Cristo que su novela tenga algo que ver con ese infecto subgénero adolescente que a algunos les avergüenza nombrar.

A eso le llamo yo ponerle puertas al campo: a mí me da que temas como la manipulación genética y sus peligros, el derrumbe de la Humanidad tal como la conocemos y las posibles sociedades futuras que puedan surgir de las ruinas están ya en la mente de todos y no pertenecen en exclusiva a ninguna sociedad secreta de iniciados. Tampoco creo que sea imprescindible reproducir los “tics”, no siempre dignos de orgullo, de la CF genérica, y guiñar el ojo continuamente al lector para decirle: “Yo también he sido un incomprendido chaval que dedicó toda su adolescencia a Heinlein, Asimov o Jack Vance. Sin ir más lejos, también las tres primeras novelas de John Crowley, entre ellas la magnífica “El verano del pequeño san John”, están escritas desde una ignorancia deliberada de la CF “de verdad”, y no veo en ello un defecto sino más bien una cualidad por su mayor frescura y alejamiento de los tópicos.

Lo de la repercusión es lo que duele. Los del fandom no pueden comprender que novelitas postapocalípticas de tres al cuarto hayan sido ignoradas por los reseñadores serios, y en cambio se haya hablado de “Oryx y Crake” en el New York Times y se haya propuesto la novela para galardones literarios importantes. ¿Por qué, se pregunta el aficionado, si son lo mismo? Ese es el problema: que para la mentalidad habitual de los lectores de CF, una novela equivale a su idea motriz, de tal manera que, si sobre un mismo concepto, digamos la inteligencia artificial o la colonización de Marte, escriben sendas novelas E.E. “Doc” Smith y Gabriel García Márquez, no sólo Smith y Márquez partirían en pie de igualdad, sino que podría considerarse mejor a Smith si tuvo la fortuna de publicar antes su libro. Ese es la vara de medir que muchos aplican al mérito en la CF: llegar antes que los demás a la oficina de patentes.

Si yo hubiera hecho bien mis deberes (es decir, si no tuviera trabajo y responsabilidades familiares y pudiera dedicar a esto horas y horas de mi tiempo) habría leído alguna novela post-apocalíptica “de pata negra” y a continuación la de Atwood, pero me conformé con cotejar las habilidades literarias de esta última con las de mi anterior lectura, también reseñada aquí, que fue “Cronopaisaje”. La idea era ¿realmente Atwood maneja de una forma tan horrible los temas del subgénero? Y además ¿es su novela más indefendible que la de Benford en el plano literario?

El comienzo, con Hombre de las Nieves, el último de los antiguos hombres, despertándose en una playa entre la nueva humanidad creada mediante ingeniería genética, e impartiéndoles una mitología espuria sobre su origen, no dejaba lugar a dudas: no sólo estábamos ante un estilo profesional, pulido y experto, hábil en sus ritmos y a menudo inspirado en sus imágenes, sino que se creaban unas expectativas no resueltas verdaderamente hasta casi el final del libro, como debe ser.

Ya podrá Clute, para dar coba al fandom que le da de comer, ironizar sobre lo inverosímil y lo poco inspirado de términos inventados como por ejemplo “loberros” o “cerdones”, las especies creadas por ingeniería genética que escapan de sus captores y ayudan, junto con un virus letal, a exterminar casi todo el género humano. Es una queja muy friki: señalar con el dedo un aspecto marginal y poco importante que “canta”, soslayando virtudes mucho mayores que parecen insignificantes al lado de tales fallos.

Por ejemplo, el amplio abanico temático del libro, donde caben una infinidad de motivos superpuestos organizados de tal manera que un libro de 443 páginas da una impresión de pasar ligeramente por encima de lo que cuenta; la importancia otorgada a las relaciones personales, la familia, el juego de la seducción, los celos, en definitiva, todo aquello que el abuelo Kingsley Amis declaraba “fuera de la esfera de influencia de la CF”, tal vez porque sus autores, y sobre todo sus lectores, también solían estarlo; el atrevimiento de los segmentos sobre tráfico de niños y pornografía infantil, caja de los truenos vedada en particular a la industria audiovisual, y que Atwood puede transitar aquí gracias a su fama de escritora “feminista”; la hábil construcción de la trama, ya mencionada, que dosifica a lo largo de todo el libro información que el autor medio del género habría expuesto toda en el primer tercio, dejando sólo sitio para el aburrimiento en el último.

Otras virtudes serán defectos para otros. Frente a la tecnofilia de casi toda la CF “de verdad”, “Oryx y Crake” adopta una postura anti-ciencia casi demagógica, culpando a la experimentación sin moral, aliada a las maquiavélicas estrategias de mercado capitalistas, del derrumbe global de la civilización, mientras la retórica y las humanidades sirven sólo para lavar el cerebro al consumidor con imágenes atrayentes y eslóganes pegadizos.

Tampoco sale muy bien parada Internet, vista como un sumidero de “snuff” en directo, pornografía infantil y satisfacción sin límites de los bajos instintos, donde el protagonista y su amigo Crake, futuro desencadenante del apocalipsis, pasan los ratos de ocio de su tierna infancia. Supongo que a los miembros del fandom, que pasan gran parte de su vida frente al ordenador, les sentará un poco mal verse señalados con el dedo y considerados parte de la corrupción espiritual de nuestra sociedad. Ni tanto ni tan calvo, pero Atwood hace sátira, quizá un tanto gruesa en ocasiones pero pertinente a la luz de mucho que aprendemos todos los días. La función de la sátira es exagerar, deformar la realidad, no representarla. Pero los puristas del subgénero son en el fondo adalides del realismo: para ellos lo que se dice es siempre lo que se quiere decir, sin lugar para la ironía o las manipulaciones retóricas.

Amén de que la CF, como le oí un día a Servando Carballar, debe ser optimista y creer en el progreso. Debe fastidiar que esta tipa canadiense haga CF, la respeten por ello, y encima propine un rapapolvo sermoneador al homo sapiens. Eso lo hacían los escritores de los 60 y 70, considerados por los verdaderos creyentes de hoy como una caterva de hippies amargados en pleno mal viaje de tripi. No, si todo nos va muy bien. Id al Tercer Mundo, que es mucho más grande que los otros dos juntos, y decidme si vamos tan bien. Fijaos bien en el Primero. A lo mejor no veis motivos para ser tan agoreros como Atwood, pero la verdad es que su libro es entretenido y está lleno de buenos momentos. Lo cual es más de lo que puede decirse de colecciones enteras de CF “hard” que empiezan por la letra N.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Vuelve a Arkham por Navidad


Una de mis particulares costumbres lectoras en estas fechas de fin de año suele ser volver a alguna parte de los escritos del bueno de Howard Phillips Lovecraft, el angustiado caballero de Providence. Llevo haciéndolo más o menos desde el 2003, y, dependiendo de mi estado de ánimo, o de los relatos que toca leer de la famosa edición británica en tres tomos, mis impresiones varían bastante.

A veces me regocija el contraste entre la felicidad indiscriminada que se nos vende por doquier, sin escapatoria, y el gamberrismo juvenil de aquellos primeros relatos macabros, torpes y divertidos. Es un poco el principio homeopático: es evidente que no reivindico la muerte, la sangre o la putrefacción como alternativas a las delicias de festejar en familia, pero está bien recordar durante estas fechas que ciertos aspectos más feos de la existencia siguen estando ahí, y que el estrépito de las zambombas no alcanza a camuflarlos.

Otras veces, me apena y casi enternece esa solitaria figura que dedica considerables andanadas de dudosa retórica a demostrarnos lo inherentemente hostil que es el universo, y sin embargo es capaz de emocionarse casi hasta las lágrimas por una experiencia fuera de casa tan vulgar como un trayecto en los ferrocarriles Boston & Maine (“El que susurra en la oscuridad”), o comienza a cuestionarse, como en ese ambiguo final de “La sombra sobre Innsmouth” si realmente él no será en el fondo igual a esas criaturas vulgares, cuyo aroma a pescado no es difícil de asociar al sexo, y si no merecerá la pena dejar de preocuparse y aprender a amar el horror.

Las dramáticas tesis de Houellebecq se resquebrajan. Incluso la emblemática “En las montañas de la locura” deja traslucir que los abominables seres con cabeza de estrella eran una raza meritoria y digna de admiración, y el exilio estelar, transportado a través del éter por seres de alas membranosas, del descabezado protagonista de “El que susurra...” no sugiere sino un hambre de vivencias, de conocer lugares diferentes, de probar nuevas delicias al margen de las polvorientas estanterías de libros.

Esa retórica monocorde que expresa rechazo y repugnancia con adjetivos insistentes y construcciones muy parecidas, esos intentos de evocar maravilla mediante descripciones incomprensibles de antiquísimas moles arquitectónicas, todo ello configura paredes invisibles de palabras contra las que Lovecraft estrellaba su frustración. Los hay que admiran sin reservas a los escritores “pulp” por su estilo excesivo, por su falta de contención imaginativa, pero también hay que saber verlos como seres limitados, prisioneros, que sublimaron mediante grandilocuencia de segunda mano las grandes carencias de sus vidas.

¿Qué piensa de las gregarias navidades un ermitaño autocompasivo que se siente incomprendido por todos, que despotrica contra todo lo que desconoce o no comprende? Por eso encuentro instructivo reivindicar la figura de Lovecraft en estas fechas, como espejo deformante, como plataforma para el debate, como manera de tender una mano al adolescente automarginado y gruñón que sigo teniendo dentro y que, si bien cree todavía que Cthulhu acecha a la vuelta de la esquina, admite la posibilidad de equivocarse y la eventualidad de dejarse convencer por ateos optimistas. Aunque, francamente, lo dude mucho.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Flashback: Alien Kickboxer (Sinopsis de la película)


En uno de esos futuros tan poco plausibles a los cuales la caprichosa imaginación de los guionistas nos tiene acostumbrados, nos encontramos ante una muy extremada división social cuyo origen en ningún momento se explica. La gran masa de la población vive literalmente encadenada a su puesto de trabajo incómodo y servil, aunque conectada a una serie de tubos, conductos y electrodos que les permiten, entre otras cosas, vivir sucedáneos virtuales de existencia, algunos francamente paradisíacos y envidiables si el rendimiento laboral llega a cotas de excelencia imposibles, mantenerse en forma gracias a aparatos mecánicos de ejercicios, reproducirse mediante la extracción y canalización de sus células sexuales a través de una red sanitaria de tuberías que las redistribuye más o menos al azar, etcétera.

Por otro lado, las capas dirigentes, como manda el tópico una oligarquía tecnocrática, consideran su suerte y privilegio habitar un mundo descongestionado, pacífico y limpio, disponible a sus sentidos a través del prisma diáfano de la experiencia directa. Tan sólo es posible para las capas inferiores la promoción al nivel más favorecido si demuestran durante unas pruebas bianuales poseer un Coeficiente de Inteligencia Despiadada idóneo para la vida en el exterior. Muy pocos superan estas pruebas, de manera que los fracasados se ven obligados a sumergirse de nuevo en el bombardeo caótico y embriagador a que la industria de la simulación comunicativa les somete mientras aguardan, o no aguardan, otra oportunidad.

Una nueva y rutilante estrella ha surgido en este complejo y cambiante panorama. Hastiados y nunca acostumbrados a la complicación sin límites de unos parámetros vitales siempre relativos, las motivaciones simplonas y directas de este personaje seducen y encantan al público conectado a él mediante enlaces sinápticos artificiales. En un mundo donde la identidad sexual es como un vestido cortado y elaborado a la medida del usuario, que se quita o pone según los caprichos o tendencias, donde la política, los juegos de alcoba, las tensiones territoriales, el mercadeo de información, los deliciosos horrores genéticos y la red subterránea de conducción de drogas legales son una y la misma cosa, no ha de tomar por sorpresa la pasión con que es seguida la búsqueda interminable de Lee, el hombre pequeño, ágil y fuerte de raza desconocida, búsqueda que sólo conocerá fin cuando éste halle y aniquile al hombre de nariz aguileña y calavera tatuada sobre el corazón que diezmó a toda su familia en un pasado rural, imposible y remoto. Con la única ayuda de sus músculos, sus reflejos y su limitada inteligencia, Lee sortea día a día los mil y un artificios surreales e incomprensibles no sólo para él del universo privado construido por los privilegiados para vivir su vida con la menor interferencia tecnológica posible entre la realidad y sus sentidos. De este modo quienes hacen mover la rueda se asoman por una mínima abertura a los jardines vedados, se evaden, se emocionan y sueñan.

Algunos cínicos, que de éstos los hay en todas las épocas, opinan que la epopeya de Lee es falsa, tan apócrifa como la “Historia del siglo XX” difundida durante el ciclo astronómico anterior con seguimiento entusiástico y masivo. Naturalmente, se equivocan, aunque Leslie X y su equipo, responsables de la emisión, se guardan mucho de revelar el origen real de la historia, la cadena de acontecimientos que condujo al éxito fulminante, a la adicción mundial hacia su producto. Por ejemplo, sin ir más lejos, la misma autenticidad física de Lee, tan a menudo puesta en duda y achacada no ya a trucos de caracterización o a manipulaciones genéticas sino incluso a una construcción ingeniosa de “bits” de información visual, es sin embargo rigurosamente auténtica, hasta el punto en que la peripecia de Lee, lejos de constituir una mascarada escenificada por actores kamikazes adictos al dolor, consiste en cambio en el seguimiento diario y cotidiano del discurrir vital de una persona genuina de carne y hueso cuyo excéntrico comportamiento fue advertido antes que nadie por Leslie, el/la brillante celebridad audiovisual hermafrodita. El problema inicial ante el desconocido fue pronto hábilmente transmutado en excitante coartada de cara a fingir una ficción: los datos anatómicos, vocales y encefalográficos de Lee no encuentran cotejo en base de datos alguna. El luchador es un hombre que no existe.

Llevados por el ímpetu vengativo de la exótica figura con la cual se identifican de cerca por un conducto de identificación virtual, los sirvientes de la sociedad descuidan sus tareas o bien las realizan con un celo insólito. En el seno de sus existencias mediatizadas, muchos adquieren un comportamiento excéntrico difícil de rastrear por las autoridades. No es de extrañar que los matrimonios ficticios por enlace óptico se tambaleen, o que el espacio informático, habitualmente sede de transacciones pacíficas reguladas mediante el bálsamo pacificador de las drogas estatales, bulla con una sucesión interminable de delincuentes tecnológicos que se toman la justicia por su mano, o que muchos, arriesgando incluso su vida, pugnen por romper sus conexiones con los centros de control e incluso a veces consigan un simulacro de vida independiente. No es de extrañar dado el apasionamiento que suscita la figura enigmática de Lee, con sus acciones directas y sin dobles motivos, su existencia vacía de ilusiones superfluas, su extraña melancolía, su ascetismo en mitad de un ambiente donde los placeres más estrafalarios están al alcance de casi cualquier postor. Las fuerzas del orden, habitualmente ociosas y entregadas a orgías uniformadas de veinticuatro horas, culpan a Leslie de la caótica situación, pero éste/ésta logra absolverse con maestría. Cualquier cosa por una persona que proporciona a uno/a el raro placer de sentirse rechazado/a.

Sigue una serie de episodios de un progresivo caracter incomprensible, con puntos culminantes en la ejecución lenta y sin contemplaciones de varios dobles sucesivos del Adversario, los cuales, sin embargo, dada su carencia del tatuaje incriminador, convierten los intentos de venganza en fútiles y dejan a Lee al borde de filosofar, por primera vez, sobre “tanta violencia innecesaria”, aquellas palabras de su maestro semienterradas en el tiempo. Hará falta un milagro para que la búsqueda se reanude y revitalice, para que Lee no se vuelva demasiado humano y la audiencia, siempre en alza, no sea expuesta a cantidades peligrosas de razonamiento moral, torpe pero sincero.

El milagro, cuando llega, reviste, conforme al tópico, una forma que nadie se espera. En una lujosa suite del Hotel Orbital Lagrange Cinco, a donde Leslie ha llevado a Lee con el fin de retransmitir por morbo personal una escena en la que él/ella, caracterizado/a, droga y se aprovecha sexualmente de él, esperando experimentar cuando despierte las delicias sin par de la recriminación y el escándalo, sucede lo imprevisto. Apenas finalizado el encuentro erótico entre ambos, cuyos interesantes detalles apenas nos son mostrados, un intruso de edad avanzada irrumpe por medios desconocidos en la habitación. Ante la fisonomía del extraño, Lee sale con violencia de su estupor. Esos ojos de brillo malévolo sin difuminar, esa nariz curva como la de un pájaro de presa, sobre todo ese pecho desnudo mostrado como en un ofrecimiento, desde el cual las órbitas de un cráneo miran impasibles, su oscuridad casi impermeable a los años. Sus palabras de saludo desconciertan: “Yo te conocí hace tiempo, pero no puedes estar aquí. Estás muerto.”

Ninguna reconstrucción genética, prosigue el visitante, ha logrado un grado semejante de perfección, que se lo digan a él, que intentó crear en múltiples ocasiones el clon perfecto al que trasladar su cerebro envejecido aunque intacto en su inquietud, su afán de sobrevivir. El dormía en sarcófagos criogénicos durante generaciones, mientras su regimiento de biólogos hacía crecer como en invernadero pálidas copias, sin capacidad craneana, sin coordinación muscular, débiles y vulnerables a un sinfín de enfermedades, de la apostura, el cinismo y la arrogancia canallesca que sedujeron a millones de mujeres dentro y fuera de la pantalla allá en la infancia de la Tierra, cuando aún ornaban sus extremos dos casquetes de helada resplandecencia. (No se le puede reprochar que hable de este modo, así eran siempre sus diálogos, y, por supuesto, terminó contagiándosele la retórica). La vida de una vieja estrella a quien todo está permitido, a quien despiertan cada medio siglo para constatar que una porción más de su universo conocido se ha hundido en un pantano caótico de neoculturas incomprensible para todo aquel sin microchips implantados en el cerebro, y a quien por tanto nadie más admirará, carece de suficiente sentido, siendo necesario darle un final espectacular y heroico a la antigua usanza, aunque el azar haya vuelto a otorgarle un papel de villano como en sus comienzos. Sí, chavales, apartad un momento vuestras bolsas de palomitas, que llega el tan esperado momento. Eso es, la pelea final.

Ahora es cuando el decorado futurista, los efectos especiales, el seudocomentario social, la narración deliberadamente confusa, etcétera, revelan su verdadera función, es decir, servir de lujoso envoltorio a un número circense de golpes, giros y piruetas, con los alicientes añadidos del carácter surrealista e ultramoderno del escenario poco a poco destruído, y, cómo no, el atractivo intemporal de una lucha llevada a cabo en condiciones de una gravedad casi nula. Una línea de diálogo viene en ayuda de nuestra credulidad, explicándonos que el antagonista, aunque viejo, ha sufrido durante su letargo una serie de transplantes protésicos óseos y musculares cuyo objetivo, logradísimo a tenor de lo que vemos, era dotarle de una condición física equiparable a la de cualquier joven advenedizo. Inútil tratar de resumir con palabras una acción puramente visual cuyo objetivo es más el estómago que la mente, si bien el periplo de violencia y demolición incluye varias situaciones y motivos a los cuales podría atribuirse, echándole imaginación, una cierta comicidad satírica, piénsese si no en el episodio de la taladradora y las muñecas.

La conclusión, aunque largamente postergada, es la de esperar: Lee, sangrante y exhausto, logra una agónica victoria sobre su rival, si bien nos quedaremos sin conocer cómo continuará su anómala relación con Leslie, ya que, en ese momento, irrumpe en la banda sonora una voz extrañamente distorsionada que anuncia: “La Humanidad cumplió su destino”, y a partir de entonces contemplamos una sucesión de escenas en las cuales se describe la llegada súbita de una legación extraterrestre y aprendemos que fueron estos seres de otra galaxia quienes crearon a Lee a partir del ADN de un astronauta muerto y de una vieja película de artes marciales emitida mediante una señal hertziana extraviada en el espacio. El ser resultante, ignorante de todo el proceso, fue enviado a la Tierra con el incomprensible fin de poner a prueba a la especie humana a través de este anticuado, defectuoso, y, por si fuera poco, artificial representante. Cumplido su fin último, es decir, la venganza, sus creadores se manifiestan, con intenciones desconocidas, otorgándosenos tan sólo un plano de los visitantes alienígenas cuya fugacidad basta, no obstante, para helarnos la sangre. ¿Ganas de trascendentalismo por parte de los calenturientos guionistas, que de repente olvidan todo el trasfondo social construido con anterioridad? ¿Un golpe de efecto barato llevado a cabo a falta de mejor final para la película? ¿Una idea original con desarrollo impropio, como insinúa el hecho de que el título del film descubre a medias la supuesta sorpresa final? ¿O, más cínica y mundanamente, una simple manera de preparar el ambiente para un futuro “Alien kickboxer 2”? La respuesta la conoceremos, como siempre, dentro de un par de años.

lunes, 17 de diciembre de 2007

"Cronopaisaje" de Gregory Benford


Por más que uno quiera negarlo, hay momentos en los que uno ha de rendirse a la evidencia y reconocer que es un aficionado irredento a la ciencia ficción. Por ejemplo, cuando tienes esperando, muertitos de frío en la biblioteca, hitos como “House of leaves” de Mark Danielewski, “A winter’s tale” de Mark Helprin, un tomazo de novelas y relatos de Georges Perec, varias novelas atrasadas de John Irving, David Mitchell o Salman Rushdie, y, sin embargo, los tengo aparcados “sine die” para dedicar dos semanas de mi vida a pelearme con un novelón de Gregory Benford y así poder ponerlo a parir con conocimiento de causa.

Pero uno es así de obstinado. Dado que, para Miquel Barceló, Benford es uno de los bastiones de la CF “verdadera” en oposición a firmas como las de Delany, Lafferty o Shepard, colocadas en el índice inquisitorial de su “Ciencia ficción: Guía de lectura” (cuya edición actualizada está a punto de alcanzar el estatus mítico de “The last dangerous visions” de Harlan Ellison, como libro mil veces anunciado pero jamás editado), estaba claro que se imponía conocer su obra para saber de qué iba, y a ser posible comenzando por su “gran clásico”, “Cronopaisaje”.

La verdad es que yo no quería. Yo tenía lista para reseñar “Luz” de M. John Harrison, toda una obra maestra del gafapastismo llena de relaciones personales torturadas y deprimentes, simbolismos pretenciosos y un final deliberadamente oscuro, pero dado que se me adelantó un colega y no estaba en condiciones de superar la faena, abjuré de mis veleidades intelectualoides para sumergirme en la honradez artesanal del amigo Gregory, cuyas credenciales como profesor universitario de física y miembro “pata negra” del fandom le sitúan automáticamente por encima de advenedizos caraduras como Margaret Atwood o Cormac McCarthy. Estos últimos lo superan ampliamente en planteamiento, oficio, calidad y resultados, pero bueno, esas son consideraciones secundarias dentro del mundillo.

No voy a negar que en cierto modo “Cronopaisaje” fue una novela innovadora, pues, en lugar de situar su elevado concepto científico (aprovechar el hecho de que los taquiones, partículas que viajan a velocidades mayores que la de la luz, son capaces de remontar el curso del tiempo, para alertar a los habitantes del pasado sobre una catástrofe ecológica) en un contexto aséptico y mal imaginado de “space opera”, lo sitúa en un momento concreto de la historia, 1963, reconstruido de una manera aséptica y mal imaginada, y en un amenazador futuro cercano, que desde un punto de vista imaginativo ofrece menos problemas pues basta con exagerar un poco algunas de las tendencias actuales de la sociedad de una manera aséptica y mal imaginada.

Amén de la hipótesis científica, que siempre es la carne, sangre y razón de ser de la CF “hard” (pues las revistas especializadas en física no publican vuelos irresponsables del razonamiento, por tanto hay que disfrazarlos de relatos), Benford quiere ofrecernos una visión realista de la vida de un científico: su lucha por lograr resultados pese a las limitaciones presupuestarias para experimentar, la incomprensión de sus parejas por pasarse toda la noche bombardeando muestras radiactivas con iones, las intrigas palaciegas de las universidades, el estigma social que cae sobre los pensadores heterodoxos, etc. Ahí está ese aspecto novedoso que quería resaltar, el hecho de que “Cronopaisaje” al mismo tiempo es y no es una novela de CF. Por un lado están las especulaciones sobre el viaje en el tiempo, sobre si las paradojas son posibles, si teniendo en cuenta la física cuántica lo que hacemos al hablar con el pasado es generar un universo paralelo sin relación con el nuestro, etc., y por otro tenemos el componente humano y cultural, anclado en la experiencia cotidiana.

Que me perdone Miquel, pero no encuentro muy entusiasmante el libro en ninguno de ambos aspectos. Hay que reconocer que la idea de CF es buena y no carece de posibilidades: esa comunicación entre épocas distintas, esa inquietante amenaza ecológica que pone al mundo en jaque en 1998. El problema es un poco el de siempre: desoyendo a Brian Aldiss en su lapidario pronunciamiento (“La CF no está escrita para científicos en mayor medida que las historias de fantasmas puedan estar escritas para fantasmas”), resulta complicado no perderse en las argumentaciones científicas (dramatizadas, al mejor estilo de Asimov, en una conversación tras otra) sin al menos un diploma elemental de física, queriendo apelar a un sentido de la maravilla del razonamiento que, me temo, no funcionará muy bien entre los lectores de letras. Tiene bastante delito que productos comercialoides cien por cien Hollywood como la película “Frequency”, saquen muchísimo más rédito emocional de una situación parecida que una obra literaria extensa cuyo autor dispone de una libertad artística en teoría mucho mayor.

Pero no se queda ahí el problema: ¿un mundo futuro donde los océanos han sido invadidos por agentes patógenos a punto de ser propagados por el agua de lluvia? ¿Un creciente caos social donde se va perdiendo el sentido de lo que la civilización significaba? ¿Y por qué es todo tan tibio? ¿Por qué el consejo gestor de lo que queda es una gris y aburrida junta de burócratas, sin un solo intento de analizar la malévola y despiadada política que tales circunstancias harían necesaria? ¿Por qué no cambian las costumbres, por qué la locura no va permeando poco a poco todos los aspectos de la vida? Parece que lo único que le importa a Benford es que los científicos puedan seguir jugando en el sótano con su Quimicefa, al igual que Gordon Bernstein, el protagonista de la trama de 1963, lamenta la moratoria atómica de Kennedy por hacer imposible la idea de Freeman Dyson de alcanzar las estrellas propulsando las naves con una explosión nuclear tras otra.

Y si como pura CF Benford no acierta a seguir sus ideas hasta sus últimas implicaciones ni a hacer que resulten absorbentes e intrigantes sobre el papel, tampoco podemos decir que el componente de “literatura general” dé en el clavo. Dejando aparte lo laborioso del lenguaje, sus frecuentes infelicidades estilísticas (por poner sólo un ejemplo, se decribe una botella de vino que no se ha terminado de beber como “incompletamente usada”), la caracterización de los personajes, cuando no se ajusta como un guante al tópico (esa madre judía que desaprueba de la novia gentil de Bernstein), resulta bastante anodina (desafío a cualquiera a que me sepa decir diez diferencias principales entre los caracteres de Renfrew, Bernstein y Cooper), e incluso cuando se intenta entrar en aguas más turbulentas, como en la adopción del donjuanismo como (único) rasgo distintivo del personaje del gestor Peterson, la manera de hacerlo es tan neutra, tan “matter of fact”, que casi nos parece estar leyendo sobre partículas subatómicas en colisión antes que sobre un tipo que consigue que una mujer le sea infiel a su marido a la media hora de conocerlo (y para colmo la esposa en cuestión es japonesa, con lo cual incurre en un estereotipo de la “dama dragón” de lo más políticamente incorrecto).

Cierto es que el tramo final, con su evocación de un universo múltiple, de una realidad en flujo y transformación constante, de un sistema de universos paralelos influyendo sutil y fantasmalmente unos sobre otros, alcanzaría cierta densidad poética de no constituir un mero estrambote para un soneto tirando a insípido. El mito de la ciencia como ideal más alto del ser humano, cuya búsqueda incluso pudo, en otro cosmos alternativo, evitar el asesinato de JFK, no suele ser comunicable a los lectores legos en la materia, los que prefieren disciplinas humanísticas cuyos titulares universitarios, según relata la novela, mantienen siempre cerradas las puertas de sus despachos porque tienen mucho que ocultar, en contraste con los de ciencias, que siempre las abren de par en par durante su estancia, como símbolo de su apertura mental a toda prueba. Tantas otras palmaditas en la espalda a un público entregado, mientras el resto de lectores se imagina el grado de claridad, amenidad y originalidad de una clase de Benford en la universidad californiana de Irvine y se ve invadido por escalofríos.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Fernando Fernán-Gómez (1921-2007)


Fernando Fernán-Gómez fue casi el primer héroe de acción del cine español, o pudo haberlo sido, en “Rififí en la ciudad” (1963) del ínclito Jesús Franco. Al menos, a su duro policía no le faltaba ni mal yogur ni una de esas frases que ya hubiesen querido Bronson, Eastwood o Stallone en sus horas más bajas: “Recuerde que soy un hombre con una pistola”.

Lástima que Franco fuera Franco y ya entonces diese un poco gato por liebre y nos robase la presencia de Fernán-Gómez, en teoría el protagonista, durante la mayoría del metraje. Estuve a punto de preguntarle algo sobre el tema al maestro, que también empleó como actor al “tío Jess” en “El extraño viaje”, durante un coloquio en la Filmoteca, pero el buen señor, en uno de sus alardes de desparpajo, aprovechó un silencio en las preguntas para dar él mismo por terminado el acto, aduciendo cansancio. Tal vez no hablé por temor a que me mandase “a la mierda”...

Pero desde luego era uno de los grandes, todo un heredero de aquella “otra generación del 27” satírica y mordaz, que sería truncada por la Guerra Civil pero pervivió a través de varios quintacolumnistas infiltrados en el mundo del espectáculo. Lo malo de vivir bajo la sombra del otro Franco, el gallego bajito, es la obligación, supongo que por autodefensa, de adoptar una pose ácrata, bronca y epatante, unas ganas de escandalizar al público biempensante, que tal vez fuese higiénica y liberadora para quienes vivieron entonces, pero puede resultar pueril y gratuita a los hijos y nietos de la Transición. Para ver ejemplos de lo que quiero decir, no hace falta más que acercarse a algunos de los peores trabajos de Azcona y García Sánchez, compendios de rémoras y traumas del franquismo profundo que ya no merecerían airearse tanto 30 años después.

No digo que la obra de Fernán-Gómez esté completamente libre de semejantes lastres históricos, pero un servidor lo ha colocado a menudo, incluso en su faceta de director cinematográfico, por delante de mucho nombre sagrado de nuestro séptimo arte. Desde que el gran Jardiel Poncela diese la alternativa a Fernando para encarnar al “Pelirrojo” de “Los ladrones somos gente honrada”, la herencia de un humorismo al límite de lo absurdo latió siempre bajo su cabeza inquieta hasta explotar en obras personales como “La vida por delante” (una de mis comedias españolas preferidas de siempre, por delante de cualquiera de Berlanga), su continuación “La vida alrededor” o la insólita y macabra “El extraño viaje”. Pero los problemas con la censura cortaron un tanto las alas a esta faceta autoral de Fernán-Gómez, que siguió siendo un actor esencial de nuestro cine, con hitos para todo tipo de público, incluso el más friki y festivo, que jalea aún su chupasangres en “Un vampiro para dos” de Pedro Lazaga. Hubo que esperar a la muerte del abuelo para retomar con nuevas fuerzas su carrera como director, aunque en ocasiones los resultados no admitan un término medio entre la admiración y el rechazo, como ocurrió en ese esperpento zarzuelero que se tituló “Bruja, más que bruja”.

En los últimos años, Fernán-Gómez se creó una fama hosca e intratable, poco amiga de hacer migas con el público de a pie, que por otro lado es muy habitual entre el “show business” de nuestro país, que vive encantado de firmar contratos publicitarios millonarios y poder acostarse con bellos jovencitos y jovencitas a las pocas horas de conocerlos, pero aguanta mucho peor ser reconocido en cualquier momento por don nadies empeñados en hacerte saber durante horas lo importante que has sido en sus vidas. Podrá argumentarse que no hay obligación de ser simpático con el público, pero, a fin de cuentas, ¿quién da de comer a un actor?

Suerte que don Fernando ya nos había regalado tantos grandes momentos en cine, teatro y literatura (su anatomía del costroso negocio cinematográfico español en su novela “El vendedor de naranjas” no tiene desperdicio) que no necesitaba, a estas alturas, ser la típica estrella hollywoodense que regala abrazos de oso y sonrisas Profidén por doquier. Otros, en cambio, no tienen esa excusa.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Pentangle: "The time has come 1967-1973"


Ayer en el Saturn, encontré al irrisorio precio de 16 euritos este lujoso estuche de 4 cedés, lanzado este mismo año, de un grupo que siempre he estimado mucho: Pentangle.

Formado por los guitarristas John Renbourn y Bert Jansch, la cantante Jacqui McShee, el contrabajista Danny Thompson y el percusionista Terry Cox, Pentangle unieron durante seis años folk británico, música medieval y renacentista, blues, jazz y sus gotitas pop sesenteras en una mezcla que ha soportado el paso del tiempo como pocas.

La caja recopila algunos de sus mejores momentos en disco (aunque echo de menos algunas de mis canciones favoritas, como “I loved a lass” o esa versión del “All blues” de Miles Davis titulada “I’ve got a feeling”), el famoso concierto de 1968 en el Royal Festival Hall (que ya poseerán en su totalidad los que tengan la última versión en CD del “Sweet child”) y un último disco de inéditos para la televisión y el cine. No falta el típico folleto exhaustivo lleno de fotos, programas de concierto y demás.

Podría lanzarme a un recuerdo personal de mi infancia y primera juventud escuchando a este grupo y a otros artistas de música tradicional europea que editaba el ya mítico sello Guimbarda, a un análisis de las influencias musicales de la banda, de lo bella que era la voz de Jacqui y lo chulísimos que eran los arabescos acústicos de John y Bert, ponerme lírico sobre cómo discos así me hacen evocar un mundo intemporal de inocencia perdida, pero hay un momento en concreto que encapsula lo grandes que fueron, son y siempre serán para mí Pentangle.

Fue hace unos tres años, mientras estudiaba sin esperanzas para una de mis múltiples oposiciones, con un cedé recopilatorio de la banda como fondo musical. Cuando llegó “Lord Franklin”, me detuve un momento para escuchar la letra, en la que jamás me había fijado. La voz normalita pero extrañamente carismática de John Renbourn iba desgranando la historia del explorador enviado por Inglaterra en una misión hacia el Polo. La interpretación y el arreglo del grupo me metieron de tal modo en la canción que me apareció con gran viveza en la mente la imagen del barco velero internándose entre los hielos hacia una muerte segura, y la encontré tan romántica y melancólica, tan llena de una épica triste, que os juro que se me saltaron las lágrimas.

Si esa no es una de las misiones del arte, no sé cuál otra puede ser.