jueves, 31 de enero de 2008

No dudéis de Dudamel


Que Venezuela, país asociado en el imaginario colectivo español con culebrones de orgullo y pasión, vecinos dicharacheros y ruidosos y tiranos populistas, sea capaz de producir orquestas sinfónicas de primer orden, romperá los esquemas de muchos para quienes la música clásica es patrimonio de las élites decadentes de la vieja Europa.

Que encima estas orquestas sean producto del “sistema” de José Antonio Abréu, ambicioso programa social y cultural que buscaba alejar a los jóvenes de las calles para sentarlos frente a un instrumento, pondrá con la mosca detrás de la oreja a todos esos energúmenos ultraliberales opuestos al mecenazgo cultural del Estado y que aquí, entre nosotros, se desgañitan gritando “ni un euro para el cine”.

Que Gustavo Dudamel, un ricitos de 27 años surgido de este caldo de cultivo, se haya consagrado a nivel internacional como uno de los pocos directores de orquesta capaces de levantar entusiasmos entre los instrumentistas y el público durante este verdadero Ragnarok de la música entendida como arte, despertará el recelo de los aguafiestas de siempre, dispuestos a ver tongo, engañifa y mercadeo de las multinacionales por doquier. Esos mismos que ahora le están haciendo pagar a Simon Rattle, con su desdén, sus años de joven prodigio en Birmingham.

Pero en fin, quienes estuvierais el domingo pasado en Madrid escuchando a Dudamel al frente de la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, o en cualquier otro concierto de su gira española, comprobaríais que a veces podemos creer un poco la propaganda. Esa “Consagración de la primavera” del abuelo Igor original fue para caerse de la silla, con varias lecturas “controvertidas” de algunos pasajes demostrando que el joven prodigio tiene ideas y no sólo nervio, y una potencia, un saber técnico y una emoción al interpretar que buscaríamos en vano en muchos conjuntos intocables de Europa y Norteamérica.

Lástima que la segunda parte fuese la Quinta de Tchaikovsky, que para mí es el equivalente musical de una enorme tarta de nata, y que sirviera para demostrar solvencia y seriedad en un repertorio más visto que el tebeo que necesitaría un poco más de irreverencia para volver a gustar como antaño. Pero todo se perdonó tras la propina, ese delirante “Mambo” de “West Side Story” que leí a algún idiota intentando despreciar diciendo que parecía compuesto por una “drag queen”, como si aquello no fuese más bien una virtud. Durante los aplausos, vi algo que pensaba no ir a ver nunca: a la plantilla entera de una orquesta sinfónica haciendo la ola.

domingo, 27 de enero de 2008

"House of leaves" de Mark Z. Danielewski


Una dedicatoria puede ser un acto de seducción, de pleitesía, de simple agradecimiento. Pero también puede ser más que todo eso. Lars von Trier se inventó una amiga muerta para dedicarle su primer corto y así hacerse perdonar sus inevitables imperfecciones. Mark Danielewski abre su primera novela, “House of leaves”, con un desafiante pronunciamiento: “Esto no es para ti”.

La magnitud del guante arrojado por el autor es evidente incluso en la ojeada más superficial al libro: volumen de gran formato, 710 páginas de extensión, texto en diferentes tipografías, colores, tamaños y diseños, imágenes, diagramas, multitud de hojas casi en blanco, notas a pie de página que a veces invaden el texto cual hormigas, en horizontal, en vertical, en diagonal, en ventanas impresas al revés o en negativo, fotos, dibujos, o un peculiarísimo índice onomástico donde, además de los nombres propios, pueden localizarse las apariciones en el libro de nombres, verbos o adverbios de uso corriente como "ver", “otra vez”, “oscuro”, “hombre”, “mujer” y la práctica totalidad del diccionario exceptuando artículos u otras partículas desprovistas de sentido completo.

Supongo que más de uno se cabreará ya en este primer vistazo, pero la prueba de fuego empieza con la lectura. Básicamente, “House of leaves” es una historia de casas encantadas. El prestigioso fotoperiodista Will Navidson, tras mudarse con su mujer Karen y sus dos hijos a una nueva casa, descubre por azar una leve discrepancia entre las medidas del edificio tomadas desde dentro y desde fuera. Poco después, donde sólo había un armario empotrado aparece un pasillo con múltiples bifurcaciones a izquierda y derecha. Internándose en el pasillo se descubren espacios laberínticos que no tienen fin, que cambian constantemente sus contornos, donde se escucha cada cierto tiempo un rugido que hiela la sangre. Los intentos de explorar la inmensa cámara subterránea a la que se accede bajando una larguísima escalera de caracol se saldarán con la locura y la muerte de varios exploradores, mientras los sucesos inexplicables ponen a prueba la frágil relación entre Will y Karen cuando el primero se obsesiona con reflejar la odisea en un documental como terapia por la culpa eterna de su mayor éxito como fotoperiodista: la imagen de una niña del Sudán a punto de ser atacada por un buitre.

Todo esto daría para una novela de terror convencional e incluso tópica, pero no van por ahí los tiros. La aventura de Navidson nos llega a través de la descripción de una película de gran éxito en salas, "The Navidson Record", documental de horror “vérité” en la estela de “The Blair Witch Project”, comentada por un anciano ciego, Zampanò (como el forzudo maltratador interpretado por Anthony Quinn en “La strada”) en un manuscrito extenso y erudito lleno de notas a pie de página. Pero la película en realidad no existe: nos lo dice el hombre que encontró el manuscrito de Zampanò, Johnny Truant, cuya labor de editor y comentarista se ve pronto invadida y sustituida por un relato en primera persona de su vida, sus vicisitudes con el alcohol, la droga y las mujeres, su creciente obsesión con el libro y sus esporádicos y terroríficos momentos de desconexión con la realidad que desembocaron en un despertar cubierto de sangre, convencido de haber asesinado a una o tal vez a dos personas.

El hecho de que todos estos hilos se entrecruzan y entremezclan da como resultado varios libros en uno y la práctica imposibilidad de leerlos todos a la vez. Se hace necesario, o bien prescindir de las notas, o leer sólo la historia de Navidson y su casa, o sólo la historia de Johnny, aunque desde luego unas se reflejan en las otras, y la consideración global de todos los materiales puede arrojar luz sobre algunos de los misterios insolubles del argumento, teniendo además en cuenta que Johnny, como los narradores de Gene Wolfe, a buen seguro miente en mucho de lo que dice.

El libro, lo dice el título, es una “Casa de hojas”, y, al igual que la de Navidson, está hecha para perderse en ella y no salir. Pero los artificios postmodernos de un seguidor de Jacques Derrida no deberían hacernos olvidar las virtudes de la novela como experimento narrativo. Mucho de lo que irritará a algunos lectores tiene su razón de ser: las disquisiciones académicas sobre la naturaleza del eco o las señales de SOS podrán parecer una exhibición gratuita de conocimientos, pero en realidad hacen meridianamente claros los acontecimientos que transpiran a continuación; los momentos en que el texto escala, palabra a palabra, por las verticales, las diagonales, al derecho o al revés, enormes páginas en blanco, reflejan de manera física el vértigo de recorrer un enloquecedor laberinto completamente a oscuras; los “accidentes” que borran o hacen indescifrables partes del manuscrito de Zampanò, aparte de escamotear perversamente momentos claves de la trama, muestran por ejemplo retazos de un análisis científico de los acontecimientos, no sé si como desafío burlón a los lectores de ciencias o por no dejar ninguna perspectiva de análisis sin explorar después de la literaria, la psicológica, la cinematográfica, la histórica, la arquitectónica y otras; los momentos en que se transcriben diálogos de la película proveen una perspectiva cercana y por momentos conmovedora sobre algunos de los personajes, en llamativo contraste con el enfoque seudo-académico y más que un poco autoparódico de la narración principal, muy en el espíritu de la broma que Alan Sokal gastó a la comunidad filosófica hace ya unos cuantos años.

Muy diferente es el segundo libro, la historia de Johnny Truant, personaje que ya desde su apellido nos da la impresión de alguien que hace “pellas” y no juega limpio. Las confesiones de Johnny, su amistad con su amigo Lude, que lo introduce en el tráfico de drogas de diseño, su amor por una bailarina de “strip-tease” a quien denomina Tambor, como el conejito de “Bambi” que lleva tatuado en el muslo, sus vicisitudes eróticas con múltiples mujeres, que contienen momentos realmente brillantes, sus paranoias y sus arrebatos de lirismo, sus juegos con el lector, son la otra cara, más terrenal y sórdida, del academicismo torremarfileño de Zampanò, son erupciones impertinentes de sentimiento cuya virtud es precisamente su falta de relación con cuanto las rodea.

Mención aparte merece, entre medias de los “apéndices” de la novela, que incluyen fotos, “collages”, poemas ficticios de Zampanò y Johnny y colecciones de citas más o menos relevantes al tema del libro que van desde Plinio el Joven hasta Einstein pasando por Sylvia Plath, la colección de cartas que la madre de Johnny, internada en un psiquiátrico tras intentar estrangularlo de pequeño en un arrebato de locura, le va enviando a lo largo de siete años. Toda una novela en sí mismas, las cartas alcanzan una luminosidad de estilo, una intensidad emocional que sobrecogen, un carácter inquietante cuando el veneno de la esquizofrenia se va filtrando en los mensajes, cuando las líneas se embrollan, se esparcen por la página y se fragmentan, cuando la paranoia se va apoderando de la mujer y comunica un suceso atroz sólo con las primeras letras de una misiva por lo demás indescifrable. El acto del desciframiento supone toda una experiencia difícil de olvidar por el contraste entre el laborioso proceso y la dureza y desvalimiento emocional de lo descifrado. Si alguien duda que las técnicas literarias postmodernistas pueden emocionar tanto como un culebrón decimonónico, yo le recomendaría que echara un vistazo a esta sección de “House of leaves”, que ha merecido incluso los honores de una publicación por separado.

En resumidas cuentas, no es que “House of leaves” redefina la novela de terror, es que redefine el concepto de libro. Resulta muy difícil, si no imposible, leerla de una manera convencional, toda seguida, y obliga constantemente a tomar decisiones. Algunos no podrán terminarla; otros la tirarán a la basura; otros se obstinarán en encontrar sentido a partes que quizá no sean sino bromas (como cuando quise cerciorarme en Google sobre una película mencionada en las notas, “La belle niçoise et le beau chien”, que iba a ganar la Palma de Oro en Cannes 95 hasta que se descubrió que se trataba de una “snuff movie” rodada exquisitamente, en plan arte y ensayo, y en el escándalo subsiguiente el galardón recayó en “Underground” de Kusturica; y este es sólo un ejemplo entre muchos). Muchos no la podrán terminar, y quizá con razón, pero creo que con un poco de paciencia y criterio casi todos deberían sacar algo, por poco que sea, de un libro tan pretencioso como deslumbrante, tan frustrante como repleto de talento literario e ideas refrescantes para la literatura en general (y por supuesto para la de género, vista por muchos, sin motivo, como el último bastión de las técnicas literarias tradicionales). La dedicatoria, “Esto no es para ti”, es bastante sincera y avisa de lo que aguarda al lector no dispuesto a entrar en el juego, pero los que entren con ganas de probar algo diferente y con un espíritu abierto se alegrarán de poder perderse en esta casa de hojas, y podrán encontrar nuevas maneras de abordar su recorrido durante un tiempo ilimitado. Claro que a ver quién traduce esto en España. Sólo se han atrevido los franceses, cuyas ínfulas intelectualoides, por fortuna, no le tienen miedo a nada.

miércoles, 23 de enero de 2008

A Cinnamon le gustan jovencitos


Ya a principios de esta semana nos llegaba la noticia del fallecimiento de Brad Renfro, que fue el pequeño forofo de Led Zeppelin en "El cliente" de Joel Schumacher, y después un maligno adolescente obsesionado por el nazismo en "Verano de corrupción", aquella notable peli de Bryan Singer antes de que éste se dejase seducir por un grupo de hombres con leotardos.

Ayer, como una bomba, cayó la muerte de Heath Ledger, guaperas australiano que, tras adornar innumerables carpetas de quinceañeras, ya iba fraguándose una carrera de lo más interesante, con una energética y divertida interpretación en la infravalorada "El secreto de los hermanos Grimm" de Terry Gilliam, y un Joker en el nuevo Batman de Nolan que se aguardaba con expectación.

La señora Muerte está demostrando una apetencia por los mozalbetes que ni Jacqueline Bisset: Ledger 28, Renfro 25. Será la vida desmadrada de la gente del espectáculo, su fácil acceso a sustancias prohibidas, otros asuntos privados que no nos importan, pero siempre da rabia ver desaparecer a personas que aún no han dado de sí todo cuanto llevaban dentro. En concreto, Ledger estaba a punto de dar la campanada definitiva como relevo generacional de los Johnny Depp, Brad Pitt y compañía, y, lo que también es triste, su prematura desaparición deja en el aire su segunda colaboración con Gilliam, "The imaginarium of doctor Parnassus", todavía a medio rodar, cuyo futuro actual es cuando menos incierto.

Ya te vale, Cinnamon. Deja en paz a los jóvenes. Espérame cuando sea viejo.

miércoles, 16 de enero de 2008

Felices 60


Si hubieses sido un poco sensato y te hubieras dedicado a los géneros clásicos de Hollywood, en lugar de al terror y la ciencia ficción, ahora se te consideraría el último clásico vivo, junto a Clint Eastwood. Y no llevarías siete años sin rodar una película para el cine.

De todos modos, gracias por ser un insensato.

domingo, 13 de enero de 2008

No es deshonra para ti


Todo empezó hace ya unos cuantos años, cuando vi en los cines Ideal el trailer de “Buffalo ‘66”. La utilización de “Heart of the sunrise” de Yes, tanto el poderoso riff inicial yuxtapuesto a un montaje efectista como la lánguida y romanticona parte cantada como fondo para los arrumacos de Vincent Gallo y la entonces muy regordeta Christina Ricci, motivó por sí misma que fuéramos a ver aquella peli, tan simpática en primer visionado y que tras revisar se queda casi en nada.

Pero la función fundamental de esa película en el orden del universo fue abrir puertas en mí mismo, persuadirme para que aceptara por fin una verdad que llevaba años aherrojada bajo capas de represión: que me gustaba el rock sinfónico.

Siguiendo la corriente al pensamiento único que llevaba imperando unos 25 años, había dejado de lado aquellos grupos que supusieron mi iniciación en la música: King Crimson, Yes, Genesis, Emerson Lake & Palmer, Camel. Eran residuos de una generación anterior, la de mis hermanos mayores, en la que aún se llevaban una cierta solemnidad retórica, un utopismo frisando lo hippie, un gusto por la complicación y el recargamiento, que tanto avergonzarían a los cachorros de los sórdidos finales de los 70 y principios de los 80.

Pero a mí me fascinaban aquellos discos. La inocencia baladística de algunos momentos, unida a lo duro y chirriante de otros, a su grandiosidad casi tontorrona, su falta de la mala leche que bullía sin límites en lo poco que conocía del mundo exterior, sus piruetas instrumentales que yo seguía con el mismo espíritu lúdico que los regateos virtuosos de un delantero brasileño zafándose de toda la defensa contraria, formaron mis gustos musicales, fueron aquilatando mi sentido de la estética. Más tarde llegarían otras cosas, pero la base ya estaba ahí.

Eso sí, de mayor me enteré de que aquellos discos que me hicieron soñar con las posibilidades del arte y de la vida eran aparentemente lo peor que se había hecho nunca en el ámbito del rock. Insoportables desarrollos instrumentales, solos interminables para lucirse, letras rimbombantes y ridículas, ínfulas artísticas fuera de lugar en un estilo que sólo vale para captar la rabia juvenil de la clase trabajadora más tirada. Todo resumido en las dos palabras comodín que los guardianes de la pureza siguen aplicando a toda forma de cultura popular que no comprenden: “aburrido” y “pretencioso”.

De poco sirve, ahora que el daño está hecho, saber que las actitudes negativas hacia el rock sinfónico son una simple consecuencia de un fenómeno 100% británico: el clasismo recalcitrante y el resentimiento de las capas menos favorecidas. Cuando los chicos más pudientes, que habían podido recibir clases en el conservatorio, empezaron a agarrar instrumentos eléctricos y a componer canciones complejas de 20 minutos que trataban sobre mitología griega o leyendas seudomedievales, aquello no podía ser sino una manera de restregar su superioridad innata en la cara sucia de los pobres. Fuese buena o mala su música, había que odiarlos.

No hay prejuicio en contra de los grupos progresivos que no se pueda rastrear a la mala baba de los gacetilleros de Fleet Street, al transplante de maldades demagógicas a terrenos extranjeros donde no existe, o no es tan importante en la vida cotidiana, ese rencor invencible contra los que se consideran privilegiados. Llevándolo un poco más lejos, supone un síntoma particular de una enfermedad más grande: el rechazo a la cultura, entendida como un campo de juego de los poderosos, una manera de distinguirse de la plebe. No tienes más que mentar la música clásica entre personas enrolladas y el mohín es unánime. En cierta manera, el rock sinfónico se vio como un intento por parte de las élites de apropiarse de la música pop, de robarle su sucia simplicidad, su espontaneidad de eructo barriobajero.

Todo lo cual peca de exagerado. Siempre he pensado que lo simple y lo complejo han de coexistir, que sin pretensiones vanas e imposibles de cumplir la vida en este planeta carecería de sentido. Desterrar de la música popular los sonidos elaborados, los desarrollos, la técnica instrumental, las ganas de hacer literatura, por muy ingenuo e insuficiente que pudiese haber sido todo esto en el auge del sinfonismo rockero, ha contribuido lo suyo a que desemboquemos en esta época cuyas grandes figuras son los Bisbal, las Britney Spears o los grupos revelación cuyo momento de gloria responde como un reloj a la profecía de Andy Warhol.

A la industria no le convenía que el público se educara musicalmente, que usara a los King Crimson y compañía para desarrollar una sensibilidad que acabaría por dejar atrás a la mayoría de los productos estrella, concebidos para ser fáciles de escuchar, de desechar y de reemplazar por otros. Existía el peligro de ver el rock convertido en una caterva de vanguardistas seudo-intelectuales incapaces de explotar las frustraciones adolescentes. Además, por otro lado, los espectáculos a lo Pink Floyd se estaban volviendo demasiado caros para una época de crisis energética. Había que cerrar el grifo, volver a una estética cutre, disfrazarla de una rebeldía revanchista, vender una ética de la violencia y la autodestrucción que pusiese fuera de juego a los elementos incómodos. Así fue como nació el punk.

Pero yo guardo aún mucho cariño por los sinfónicos: me enternece su idealismo artístico, me sorprende que la maquinaria comercial de la música tuviese lugar para Keith Emerson tocando un órgano de iglesia él solito durante cinco minutos, para Robert Fripp jugando con cintas magnetofónicas a lo Stockhausen, para los dos Steve, Hackett y Howe, desgranando romanzas de aroma clásico en sus acústicas. Así supe que existía el jazz, que existía la orquesta sinfónica, que un pasaje instrumental o un buen solo pueden decir mucho más que los ripios del señor Sabina.

Ahora que el público finolis y gafapasta encumbra como icono de la vanguardia popera a más de un farsante que musicalmente no sabe hacer la O con un canuto, y que la industria del rock se encamina a su autodestrucción, déjenme reivindicar lo barroco y decadente, como hicieron los romanos con los bárbaros a las puertas.

Ahora que me voy acercando a los cuarenta, y no precisamente los principales, déjenme sentirme joven con las armonías a tres voces de Anderson, Squire y Howe, con los teatreos de un Peter Gabriel que aún no iba de salvador del mundo, con los guitarreos locos de un Robert Fripp que no se daba cuenta de que las letras de Peter Sinfield podían ser un tanto guarras, con el macarrismo culto de los teclados de Emerson, con el lirismo ingenuo que destilaban la voz grave y los punteos saltarines de Andy Latimer.

Presentada queda, pues, la que será una de las líneas maestras de este blog en el 2008: el repaso más o menos tierno a varios de estos entrañables dinosaurios, deteniéndome, disco a disco, en sus discografías, y de esta manera profundizando en las causas de mis escasos momentos de felicidad, en la esencia fugitiva de esa juventud cándida que siento palpitar ahora en los auriculares mientras escucho “Starship trooper” y que hasta ahora consigo mantener intacta, al margen de los estragos del mundo.

Sí, soy un pretencioso. Y a mucha honra.

miércoles, 9 de enero de 2008

Antiguos ídolos: Billy Wilder


El otro día estuve viendo otra vez “Con faldas y a lo loco” y es una comedia que se mantiene perfectamente casi 50 años después, dos horas que se pasan casi sin sentir, una inventiva casi inagotable de diálogos ingeniosos y situaciones inesperadas. Cuando yo tenía 20 años, Billy Wilder era mi director favorito, junto con Lubitsch, Mankiewicz y Woody Allen. Luego mis gustos empeoraron sin remedio.

El caso es que me cansé de él, incluso antes de que Trueba lo reivindicase como un dios desde la platea de los Oscar. Descubrí un tipo de cine más visual, menos dependiente de la palabra, y valoré lo plástico, lo sonoro, la alquimia de la fotografía y el montaje por encima de la arquitectura perfecta de un guión como elemento al que todos los demás tienen que estar supeditados.

El libro de entrevistas de Wilder con Cameron Crowe, que he estado leyendo para rememorar a este antiguo ídolo, contiene algunos pasajes preocupantes en este sentido:

No las hice [“En bandeja de plata” y “El apartamento”] en la versión más extrema [de formato panorámico] que había en aquella época. Sólo servía para contar la historia de amor de dos perros salchicha... pero era una gran novedad. Era propiedad de Fox, el CinemaScope, e iba a revolucionar el país. Dije: “No va a revolucionar nada”. Porque, a no ser que uno tenga siempre planos panorámicos de los espectadores en las carreras o algo así, todo eso se queda hueco. Cuando se hace un primer plano, no siempre se puede hacer en el centro. No hay nada allí. Es como el invento de la pantalla triangular, o el Odorama... todo eso son patrañas.

A Hitchcock tampoco le gustaba el formato panorámico, pero era porque hacía necesario bajar todas las lámparas. A Wilder, en cambio, las posibilidades de los formatos panorámicos para composiciones novedosas de la imagen, pantalla dividida, puesta en escena en múltiples términos, aparentemente se la traían bastante floja.

Aunque el libro contiene también momentos gloriosos como el siguiente, tal vez mi favorito:

[Woody Allen] no hace películas, hace pequeños episodios. En cierto modo, no sabe ni siquiera cómo montarlos. Tiene diálogo mientras dos personas andan y andan, hablando sin parar, cosas divertidas. Son metros muertos de película, no sé si me entiende. La cámara les sigue todo lo que puede, se acaban los rieles de madera sobre los que avanza, y los personajes siguen hablando y caminando. Sí, es un tipo muy astuto, muy listo, pero preferiría que no actuara. En la vida real es una persona divertidísima, pero en el cine, no. No me lo parece.

¡Cuántas verdades! Luego Billy se echa atrás porque a Cameron Crowe si le gusta Allen, y además porque este último dijo en cierta ocasión que “Perdición” era la mejor película de todos los tiempos. Algo muy típico de Wilder, por otro lado, la sumisión a la opinión de los otros. Si una película suya fue un éxito, habla bien de ella. Si fue un fracaso, incluso si se trata de un buen trabajo (pienso en “Bésame, tonto”) no quiere ni oír hablar de ella. De ahí su afición al “happy end”, incluso en comedias donde el lado más sórdido de la naturaleza humana sale triunfante, lo cual siempre me dejó con la duda de si Wilder era un subversivo o un hipócrita.

El libro también deja de manifiesto el desprecio del vienés hacia el cine entendido como arte, lo cual terminó perjudicandole a él tanto como a sus admiradores. Si Wilder hubiese sido un pedante presuntuoso enamorado de su propio talento, no se darían situaciones tan indignantes como leerle decir que nunca supo dónde estaban tesoros como el final alternativo de “Perdición”, en el cual Fred MacMurray era ejecutado en la silla eléctrica, las escenas que rodó Peter Sellers como protagonista de “Bésame, tonto” o todos los episodios eliminados del montaje de “La vida privada de Sherlock Holmes” que en principio debía tener una duración al estilo David Lean, superior a las tres horas. Y el buen hombre diciendo que él cuando empezaba a trabajar en otros proyectos se desentendía de los anteriores. La verdad es que cabrea.

Pero bueno, el caso es que Wilder era Wilder y su cine me sigue gustando, no tanto como antes, pero si ni siquiera Trueba consiguió hacérmelo aborrecer, algo debe de tener el abuelo. Eso sí, los que lo adoren como un dios que se preparen para acoger en su olimpo, como deidades menores, algunos de los actores y películas que el director de “El apartamento” confiesa admirar durante sus charlas con Crowe: Steve Martin, Julia Roberts, “Algo para recordar”, “La jungla de cristal” o “Forrest Gump”. ¿Qué, que no os gustaban antes? Pues se siente. Dios ha hablado.

domingo, 6 de enero de 2008

No se puede huir de uno mismo

Los regalos de reyes de este año, al estilo de la ventana de Johari, han mostrado el abismo que media entre mi percepción de mí mismo y la que tienen los demás.

He aquí mi auto-regalo, síntoma de mi hipócrita búsqueda de respetabilidad:



He aquí los que me hicieron los que me conocen realmente:



viernes, 4 de enero de 2008

Cierra Discoplay


Me enteré ayer en su local de La Vaguada: Discoplay, la mítica tienda de discos, material audiovisual y artículos de lo más variopinto, que desarrollaba gran parte de su venta por correspondencia, pegará el cerrojazo a finales de este mes. Más de treinta años de actividad, de ofertas irrepetibles, de locales míticos como aquellos en Los Sótanos de la Gran Vía madrileña, llegarán a su fin.

Se me tildará de abuelete nostálgico (lo cual en gran medida soy), pero no puedo olvidar aquellos tiempos en los que la música era un bien tangible, algo que merecía la pena rastrear, buscar y adquirir, en lugar de una anónima corriente de datos, sin peso, sin imagen y sin el rostro de una persona, que por no costar nada tampoco se valora nada.

Antiguamente, la emoción de encontrar una copia en vinilo de aquel disco legendario que dabas por perdido, el ritual de abrirlo, de limpiarlo, de hacer bajar la aguja sobre el primer microsurco, daban un sabor diferente a las canciones, un compromiso más estrecho. A medida que el elepé iba acumulando ruiditos en las partes más tranquilas y uno luchaba contra la entropía mediante gamuzas especiales, aerosoles antiestáticos y demás, se fraguaba una relación de amor con el objeto poseído y coleccionado, una gradual encarnación del ideal artístico, que continuó, en menor medida, en la época del disco compacto.

No nos llamemos a engaño: el coleccionismo es en gran medida una manía e incluso tiene algo de enfermedad, pero entre sus aspectos positivos está la conservación de obras artísticas, el apoyo incondicional a una forma de expresión. Siempre he pensado que los grandes hitos de las culturas griega, romana y si me apuráis medieval han perdurado gracias al afán de un puñado de frikis coleccionistas con hábito monacal, obsesionados por tenerlo todo en la biblioteca de su abadía.

¿Y a qué viene todo esto? Sencillamente a que el cierre de Discoplay me parece otra etapa más en la muerte del disco, y el tema me preocupa. Que mis tesis sean impopulares me la trae bastante floja, pero ya me va cansando un poco que el público, cada vez que descarga un disco de manera gratuita, se crea un Robin Hood o un David acertándole en el ojo al Goliat de las pérfidas multinacionales, cuando en realidad el fin que le mueve es lisa y llanamente no gastar un duro en bienes que a su juicio no lo merecen. A nadie se le ocurriría pensar que unos vaqueros de marca, las consumiciones de un bar nocturno o un asiento del Bernabéu les corresponden de manera gratuita por derecho divino, pero sin embargo esta asociación de ideas sí se da en cuanto respecta a la música o el cine.

Que sobre la política de nuestra Sociedad de Autores se pueda correr un estúpido velo es una cuestión muy diferente, pero a nadie se le ocurre qué pasaría si a través del E-Mule los jefes de tu empresa se pudieran bajar un programa que realizara el mismo trabajo que tú pero sin cobrar el más mínimo salario. A nadie se le ocurre pensar de dónde surgen las películas o las canciones. La percepción de que todo eso procede de multicorporaciones consagradas a dar gato por liebre al humilde ciudadano de a pie mediante productos infames y que bajárselos de la red o comprarlos en la manta supone dar al poderoso donde más le duele no es más que demagogia barata.

En realidad, a las multinacionales, dadas sus múltiples subdivisiones en todos los ámbitos económicos, es muy difícil dañarlas: lo único que se consigue es que los consejos de administración den tijeretazos en las divisiones que menos beneficios proporcionan, que suelen ser, en el terreno discográfico, las de música clásica, jazz u otros estilos minoritarios. Bisbal va a seguir sacando discos, pero lo mismo a vuestro grupo ya no lo contratan. Sony o Warner seguirán estando ahí, pero vuestro sello independiente se declarará en suspensión de pagos pasado mañana.

El argumento de que vías de difusión alternativas como MySpace pueden difundir la música igual de bien o mejor que el disco es bonito pero me lo tienen que demostrar aún. Es decir, yo escribo aquí las tonterías que se me ocurran y en teoría están disponibles para que las lea cualquiera. ¿Significa ello que vayan a tener miles de lectores? No. ¿Deberé recurrir a otro tipo de canales para que el público sepa que mi blog exista? Desde luego. Si quiero alcanzar un éxito significativo, ¿habré de recurrir a medios de comunicación que tengan algo que ver con las perversas multinacionales? Mucho me lo temo. Me gustaría mucho saber la verdadera historia de estos grupos que nos venden como grandes revelaciones espontáneas a través de la red y conocer a quienes tienen realmente detrás.

En el fondo, el resultado no será otro que poner el mundo de la música más aún en manos de los grandes oligopolios, con la diferencia de que los jóvenes tendrán cada vez menores oportunidades de conocer los grandes momentos de la historia de la música pop, o rock, o el estilo que se os ocurra. Aniquilados, ante la competencia invencible de programas de intercambio gratuito, los comerciantes pequeños y medianos preocupados por su producto, sólo falta que se encuentre la manera de neutralizar las redes p2p para que una enorme cantidad de bienes culturales desaparezca para siempre de la faz de la tierra. Ahora mismo, un disco que no esté en el E-Mule no existe, así que imaginaos por un momento que el E-Mule deja de funcionar.

Amén de que me río un poco de la permanencia de los soportes electrónicos. Cualquier día nos alcanza un absurdo fenómeno electromagnético y nos quedamos sin discos duros, sin mp3 y sin telefonía móvil. Y resulta que los Rolling o Led Zeppelin sólo pervivirán en aquellos vinilos o cedés que unos pocos chiflados nostálgicos aún no habían tirado a la basura, y que, fijaos en la casualidad, habían sido comprados en Discoplay.