domingo, 24 de febrero de 2008

Tras los pasos del Rey Carmesí 0


Me cuesta un poco entender a estos mitómanos del rock que establecen una identidad entre la música, la imagen y la personalidad de la persona, de tal manera que la mera foto de por ejemplo Keith Richards ejemplificaría la rebeldía golfa y viciosa de la música popular. Eso es lo bueno de ir a la contra y reivindicar estilos caídos en desgracia como el rock sinfónico. Por mucho que se aprecie la larga trayectoria de un grupo que ha conjugado el lirismo bucólico más vergonzante con una explotación de intervalos “feos” como el tritono que deja en zapatillas la buena época de Black Sabbath, que ha sido de los pocos en no caer en el abismo comercialoide de los 80 a base de un pop “intelectual” que tampoco rehuía los guiños discotequeros, y del que tras casi 40 años aún podemos esperar nuevos discos en estudio y conciertos, a pesar de todo eso, ¿hay alguien a quien le caiga bien Robert Fripp?

Pero el caso es que Fripp, con su fama de manipulador, déspota y negociante astuto, ha conseguido lo que ningún otro músico de la época dorada del progresivo: no sólo mantenerse en el candelero, sino ser más respetado que otros compañeros de entonces. Los listillos de la música rock se hartan de reírse del amaneramiento de Jon Anderson, de la alfombra persa de Greg Lake o los espectáculos artúricos sobre hielo de Rick Wakeman, pero Fripp, a base de antipatía, se hace respetar. De antipatía y de saber arrimarse a quien conviene. Mientras otros se perdían en los excesos de una carrera moribunda o se atrincheraban en su propio universo cerrado al exterior, Fripp se labró una credibilidad modernita frecuentando a Brian Eno o prestando sus guitarreos abrasivos a llenapistas de David Bowie como “Beauty and the beast” o “Fashion”. Justo lo que debía hacer para no ser visto como un fósil: ¿cómo habrían podido los cachorros nuevaoleros tirar al mismo cubo de basura que Keith Emerson o Steve Howe al responsable de la mágica atmósfera que envuelve “Heroes”?

No obstante, siempre he pensado que, al margen de haber sabido adaptarse y seguir haciendo buena música, los King Crimson verdaderamente entrañables son los de la etapa original, la del 69 al 75, con sus arrebatos de ingenuidad pasada de moda, sus sobradas experimentales, sus letras altisonantes pero con un trasfondo guarrillo que pocos han sabido ver, sus pretensiones artísticas y literarias, sus un tanto sobrevaloradas influencias de la música clásica y el jazz. Recuerdo con agrado un momento de la presentación en la Fnac de un libro sobre el grupo escrito por José Manuel López, de Radio 3, cuando, después de que Diego A. Manrique, gurú oficial del pop y enemigo acérrimo del sinfonismo, lanzase una andanada de bilis contra Peter Sinfield y toda aquella época de la banda, el escritor Jesús Ferrero contraatacó con una encendida defensa de canciones tan hippies como “Formentera lady”. El autor de “Bélver Yin” quedó como un marqués sacando el pecho por el período de la obra crimsoniana más fácil de criticar hoy en día, pero también el más sincero y el más contradictorio. Un tema como “Formentera lady” consigue lo que para mí sólo es capaz de hacer el rock sinfónico de aquella época: evocar el paraíso perdido de la inocencia en mitad de un universo sórdido, frente a los puristas del rock que prefieren una música que exalte y celebre la sordidez, lo cual no es malo de por sí y quizá resulte más realista, pero ¿quién quiere realismo las 24 horas del día?

La gracia de Crimson siempre fue su carácter bipolar: hippies y placenteros un momento, oscuros, ruidosos y ceñudos al momento siguiente. Las baladas pastorales al estilo “I talk to the wind”, “Cadence and cascade” o “Lady of the dancing water” frente al blues anguloso y expresionista de “20th century schizoid man” o “Pictures of a city”, escupitajos de guitarra áspera como “The sailor’s tale” u ocasionales escapadas free casi al estilo Cecil Taylor. Un grupo tan mutante, con un estilo tan dúctil, con un desfile constante de nuevos miembros que dejaban su impronta en los clásicos esquemas de Fripp, lo tuvo más fácil para cambiar y evolucionar que bandas más cerradas y centradas en su estilo y formación, como Yes o Emerson Lake & Palmer. Bueno, Genesis también evolucionaron, pero de otra manera...

Aunque bueno, también es cierto que el mayor respeto que se tributa a Crimson lo convierte en un grupo un tanto sobrevalorado. Se los considera por ejemplo el primer grupo de rock sinfónico, el origen de todo el género. El sitio web del grupo, en un texto que si no fue redactado por el propio Fripp al menos lo parece, afirma algo así como que en 1973, mientras Crimson cambiaba de dirección con “Larks’ tongues in aspic”, todos los demás grupos imitaban el estilo del grupo original, aquel donde estaban MacDonald, los Giles y Lake. Vamos, en plan “el rock sinfónico soy yo”. Sin embargo, por un lado Crimson carecía de un rasgo definitorio, el teclista carismático, que se fraguó años antes, con el Keith Emerson de los Nice, y por otro, si por ejemplo es fácil rastrear la influencia crimsoniana en los Yes de “The Yes album”, “Fragile” o “Close to the edge”, en ELP por la persona interpuesta de Lake, o en grupos posteriores como Camel, resultaría difícil en cambio ver algo de Crimson en un grupo tan emblemático como Genesis, que editaba su “Trespass” al año siguiente de “In the court...” con un estilo totalmente distinto.

Otro tópico consiste en afirmar que, mientras otros dinosaurios como Yes repiten constantemente en vivo las creaciones de sus años de gloria, Crimson miran siempre hacia delante interpretando nuevo material. Yo no sé si esto es del todo cierto, pues, si bien la etapa ochentera trajo aires nuevos como la potenciación de los elementos funky e incluso disco, con una mayor mezcla étnica superpuesta a la indagación atmosférica de los “Frippertronics”, la resurrección en los 90 y dos miles no pasa de ser una revisitación del pasado, una recomposición constante, con nuevos títulos, de temas como “Red” o “Larks’ tongues in aspic” y regresos encubiertos a estéticas pasadas, vestidas de esa ciencia musical fría y esa producción industrial que ha llevado a unos veteranos de los 70 a telonear a formaciones de moda como Tool.

En todo caso, las controversias que siempre han rodeado a Crimson no han evitado que hayan sido siempre el equivalente, en rock sinfónico, de Molly Ringwald en las comedias adolescentes de John Hughes: ellos siempre han estado allí para hacernos caso mientras las reinas del baile de graduación miraban hacia otro lado. En mis años juveniles y entusiastas, pocas de las grandes leyendas del género sacaban discos aceptables o venían a actuar a España; sin embargo, yo vi a Crimson en Madrid tres veces. La primera de ellas, terminaron el concierto con el himno del hombre esquizoide, detalle nostálgico poco frecuente pero muy de agradecer viniendo de un Fripp tan amigo de cultivar un “anti-glamour” opuesto a las reglas no escritas del estrellato rock, pero en el fondo igual de coquetón y deseoso de atención.

Pero esos son temas que seguiremos desarollando en el curso de esta serie...

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