domingo, 23 de marzo de 2008

Historias en torno a un libro


“Pacto de sangre” de James M. Cain.

Fue la primera vez que me di cuenta de que podía leer en inglés sin tratarse de una lectura graduada. Una revelación comparable a percatarme de un superpoder que hasta entonces tenía atrofiado, sin ejercitar, o a ver abrirse ante mí una dimensión alternativa que quizá me acogiese mejor que mi antiguo mundo. Y por cierto, Billy Wilder, en su adaptación para el cine, “Perdición”, nos escamoteó vilmente el romance entre el agente de seguros y la hija adolescente de la mujer con quien planeó el asesinato.



“Salammbô” de Gustave Flaubert.

Yo no tenía ni un duro, pero sí un voluminoso abrigo azul claro, marcado por varias manchas rojas indelebles pero provisto de enormes bolsillos. Y aquel ejemplar de “Salammbô”, en aquella baratísima, cutrecilla y añorada colección “Classiques Français", tenía que pertenecerme fuese como fuese. Una vez franqueada la salida del establecimiento, con la novela en el bolsillo y sin haber pagado, experimenté una excitación desconocida, superior a todos los placeres carnales que conocía hasta entonces.



“Welcome to the monkey house” de Kurt Vonnegut Jr.

Durante mucho tiempo fue el símbolo perfecto de todo lo que me faltaba en la vida. A aquel compañero de estudios, una amiga extranjera, recién conocida, le había regalado al despedirse hacia su país un ejemplar del libro de relatos de Vonnegut. ¿Cuándo me pasaría eso a mí? Yo, que no me desharía ni del peor de mis libros aunque me embarcase en un cohete hacia Marte, y en cambio esta muchacha desconocida dispuesta a deshacerse de esa joyita para dársela a una persona que apenas conoce. Probablemente sea ese mi problema.



“Adriano Séptimo” de Frederick Rolfe, alias Barón Corvo.

Fue el libro que llevé conmigo a Guadalajara durante una de mis múltiples oposiciones fracasadas. En el contexto, la ironía es deliciosa, pues el libro trata de la fortuita elección como papa del protagonista, un británico seglar que teóricamente carecía de ninguna posibilidad para acceder a la silla de Pedro. Pero os aseguro que no me di cuenta de ello hasta anteayer, y han pasado ya ocho años.



“Viriconium” de M. John Harrison.

Volvía de ver “El pacto de los lobos” en el extinto y hoy tapiado cine California. El barrio de Moncloa, que recorría a pie con destino al metro, estaba tranquilo y callado, a excepción de un grupo de voces que cantaba a coro, el sonido indistinto, surgiendo quizá de un subterráneo, un himno que dejaba el “Cara al sol” al nivel bolchevique de “La Internacional”. ¿Espíritus flotantes del franquismo? ¿Ecos del pasado alojados en huecas cabezas juveniles? Y luego Harrison , mi lectura en el transporte, queriendo darme lecciones de ciudades decadentes y fantasmagóricas...



“Otherwise” de John Crowley.

Leyéndolo en el autobús, una ancianita me tomó por extranjero y quiso ejercitar los retales de inglés que conservaba desde su juventud. Es sabido que en el pasado, sabiendo que uno de mis condiscípulos había colocado un anuncio buscando un intercambio de conversación, lo llamé haciéndome pasar por un tal Mike, de Bakersfield, California, pero supongo que algunas personas merecen que les tomen el pelo más que otras.



“Irrealidades virtuales” de Alfred Bester.

Releía en el metro, de camino hacia el trabajo, el cuento “Fondly Fahrenheit”, observando enojado cómo el tren se detenía más tiempo del debido en cada estación. Lo de siempre en la línea 6, vamos. Lo que no era tan normal era que los pasajeros se bajaran del vagón y leyeran con bastante mala cara los monitores de “Tele Metro”. Era la mañana del 11 de marzo del año 2004.



“Cuentos crueles” de Villiers de l’Isle Adam.

Era la época en que yo entablaba conversaciones, a propósito de nada, con las chicas guapas que viajaban en el autobús y el metro. En aquella ocasión, pensé ingenuamente que el título del libro podía crearme una mala imagen ante aquella chavala, cuando en realidad, si se hubiese tratado de “Justine” o “La filosofía en el tocador” del Divino Marqués, quizá me habría revestido de cierto glamour perversillo, muy apreciado entre las universitarias. Pero aquello no lo sabía yo entonces. Lo que me llamaba la atención, más bien, era la cantidad de chicas que andaban por ahí sin teléfono instalado en casa. Se conoce que aún no había llegado el milagro tecnológico de los móviles, y estaban incomunicadas, las pobrecillas.

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