jueves, 17 de julio de 2008

La casa de los cien maniquíes


Lo de las pequeñas películas “indies” como tarjeta de presentación para la gran industria no es nada nuevo. Precisamente si el título que nos ocupa está en todas las videotecas es debido a que su director triunfó a la hora de vender su talento primerizo en una historia que, si bien no raya a una enorme altura argumental, sí posee un saborcillo documental y una incipiente maestría de la imagen que aún hoy la hacen bastante visible y reivindicable, muy por encima de mitos “alternativos” como “Shadows” de John Cassavetes, cuya irregularidad en narración y puesta en escena es más que notable.

Es curioso que, en el año 55, una producción independiente destinada a llamar la atención de los magnates fuese un modesto ejemplo de cine negro, sin complicaciones conceptuales, cuando hoy sería un alambicado experimento en la estela de “Memento” o “Donnie Darko”, o un film de terror repleto de los planos más complejos que permite un presupuesto mísero.

Tal vez la elección viniese dada por la experiencia previa de Kubrick, fotógrafo para la revista Look y por tanto ya un pequeño experto en retratar escenas costumbristas reales, que aquí podían servir para dotar de empaque visual a una historia rodada en dos pisos que bien podrían ser el mismo. Tampoco podía desdeñarse la posibilidad de efectuar una especie de remake de “Day of the fight”, un corto documental sobre boxeo que Stanley había realizado un poco antes y que ofrecía un buen pretexto para foguearse en el montaje de una escena de acción.

La historia en sí tampoco da para tanto: mientras Davey, un boxeador en parábola descendente, se prepara para una pelea que no promete grandes resultados, su vecina Gloria se prepara para su trabajo de esa noche como pareja de baile en un salón neoyorquino. Mientras Davey recibe una buena paliza, Gloria se ve forzada a conceder sus favores sexuales al dueño del club. La noche siguiente, Davey es despertado por los gritos de la chica cuando el jefe trata de proseguir la relación que iniciaron en el despacho, y corre hacia su piso, convirtiéndose en su protector y amante y proponiéndole acompañarle hacia la granja de su familia en Seattle. Pero el señor Rapallo no se dará por vencido tan fácilmente...

Como buen formalista, a Kubrick no le interesa un gran argumento con grandes personajes, sino una buena plataforma de lanzamiento para su estilo. Los personajes son básicamente estereotipos, y la pareja protagonista no es un dechado de glamour: Jamie Smith es un Burt Lancaster de serie C, sin demasiados recursos interpretativos, y Irene Kane es una starlet larguirucha, angulosa y estrábica (aunque, si hiciéramos caso a la película “El beso de un extraño” del hoy desaparecido en combate Matthew Chapman, se trataría de la amante de un mafioso). El actor más profesional del reparto, y por tanto cabeza de los créditos, Frank Silvera, añade un matiz interesante a la historia al tratarse de un mulato, con lo cual el rechazo de Gloria podría tener un componente de prejuicio racial para añadir a otros aspectos malsanos del guión, como por ejemplo el hecho de que la semi-violación en el despacho del club se consuma mientras Rapallo, con evidente placer, ve por televisión el combate entre Davey y un tal Rodríguez. ¿Satisfacción ante la derrota de un rival sexual o excitante voyeurismo homoerótico?

Ciertamente, lo interesante no es tanto la historia en sí como las implicaciones que se le saben dar. Habría que pasar un poco por encima del subtexto freudiano, de la evidente similitud entre Silvera y el padre muerto de la chica tal como lo vemos en la foto, y aún más por encima del flash-back relatado por Gloria sobre el número de baile de Ruth Sobotka (aunque Sobotka, entonces esposa de Kubrick, con su historial de amparar vital y sexualmente a jóvenes artistas sin futuro que sólo le interesaban mientras no alcanzaran el éxito, es un personaje que siempre me ha fascinado). Con todo, el melodrama truculento de enfermedades paternas, matrimonios sin amor, suicidios familiares, con su insinuación de que Gloria eligió su degradación en un sórdido salón de baile como autocastigo por la muerte de su hermana, posee al menos una consecuencia visual interesante: la secuencia de ballet que parece tan gratuita, tan poco eficaz narrativamente, se troca, con la revelación de que su protagonista ha muerto, en una curiosa metáfora de la obsesión. La bailarina, en efecto, piruetea y da vueltas sin cesar en la cabeza de Gloria, convertida en una idea fija tan siniestra como lo era para un servidor, de pequeño, la portada de “A passion play” de Jethro Tull.

También puede decirse que la historia destila un cierto pesimismo: Gloria cae en brazos de Davey para protegerse del acoso del señor Rapallo, pero no duda en comprometerse a hacer con él “lo que quiera”, en tono ronco e insinuante, cuando está prisionera en el almacén y al boxeador se le puede dar por muerto. Davey es un pueblerino fracasado y Rapallo es gerente de un establecimiento cutre, pero, por los favores de una rubia no especialmente agraciada, son capaces de luchar como gladiadores, armados con un hacha y un garfio (¿premonición de “Espartaco”?) El “happy end” obligatorio en Hollywood no oculta una mirada un tanto escéptica: no sabemos, en el fondo, si la chica lo que quiere es sólo despedirse, o, más bien, convencer a Davey de que no abandone la ciudad. Es cierto que en la película abundan las metáforas de encierro, de aprisionamiento en un circuito sin salida, así como de soledad y alienación urbana, pero se puede argumentar que simplemente se trata de toques “artísticos” para quedar bien, y que la idea del campo como lugar puro frente a la corrupción urbana es tan manida que resulta difícil de tomar en serio, salvo como manera de sintonizar con el sentimentalismo de las “majors” hollywoodenses.

Pero lo que hace memorable la película es su cúmulo de incipientes rasgos de estilo, a menudo premonitorios de cine posterior. Ese primer plano en el que Davey alimenta a sus peces, desde el otro lado de la pecera. La secuencia de boxeo, con su nervioso montaje anticipatorio de “Toro salvaje”. El travelling en negativo por la calle, con el que sueña Davey antes de ser despertado por el grito de Gloria, ante el cual es difícil no pensar en el “trip” de “2001”, y que inicia además la obsesión por los encuadres simétricos que veremos también en la escalera de acceso del salón de baile, bajo el cartel de “Watch your step”. La composición del plano en que Davey habla por teléfono con su tío mientras contempla lo que nosotros vemos reflejado en la esquna superior izquierda, a saber la imagen de Gloria desnudándose en el piso de enfrente. El impresionante acorralamiento del manager Albert en el callejón por los dos matones a contraluz, con un acompañamiento de música latina, que parecería sacado de “Sed de mal”, de no ser porque la peli de Welles es posterior. El primerísimo primer plano de Davey en la ventana al enterarse de qué le sucedió a Albert. La sorna del encuadre que muestra a Davey derrotado en el suelo mientras junto a su rostro vemos la carta del “Jack of clubs”: a este “jack” (tío) sólo le dan “clubs” (golpes). La persecución por las azoteas en enormes planos generales, con el puente de Brooklyn al fondo. La ya referida pelea a lo gladiador de los dos antagonistas, desarrollada en un almacén de maniquíes que, al mismo tiempo que sugiere inquietantemente el estatus de objeto anónimo y poco distinguido entre miles conferido a la hembra por la que ambos pelean, da un aire surrealista muy Magritte y se anticipa al uso “pop” de ese surrealismo en películas como “Seis mujeres para el asesino” de Mario Bava o incluso “La noche del terror ciego” de nuestro Amando de Ossorio. El encadenado entre el grito de muerte de Rapallo, con su rima visual en el semblante invertido de un maniquí caído, y el silbato de la estación donde Davey espera.

Kubrick se tomó en serio lo de ser un precursor, y ya lo hizo desde sus primeros pasos. A falta de ver la desaparecida “Fear and desire”, que acaso se adelantase, a base de amateurismo, a los hallazgos más involuntarios de la nouvelle vague, “El beso del asesino”, con su encuentro entre un contenido conscientemente banal y una ingenua sofisticación fílmica, quizá inaugurase, en 1955, la era de la “cult movie”.

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