martes, 30 de septiembre de 2008

Otro verano será


Casi resulta demasiado obvio insistir en que a menudo son los mitos, los modelos narrativos instalados en nuestro disco duro, los que consiguen que muchas vidas parezcan amorfas y decepcionantes. Por ejemplo, ahora que acaba de terminar la estación, el mito del verano como época sin par de divertimento y expansión personal. Supongo que hay quienes somos verdaderos profesionales en no saber disfrutar de la vida, pero uno empieza a sentirse inquieto cuando incluso sus placeres más frikis y descafeinados para el resto de los mortales comienzan a perder su sabor de antaño.

Así, uno de mis modelos narrativos de siempre para el verano ha sido el de una época lectora intensa y promiscua, durante la cual era posible cambiar de libro varias veces a la semana (los lectores, a falta de alternar amantes, alternamos cubiertas), enfrentarse en plena potencia de espíritu a los volúmenes más arduos y desafiantes (nunca he entendido ese tópico de que el verano es época de novelitas ligeras y entretenidas: en épocas de trabajo es cuando tengo menos ganas de comerme la cabeza con obras de ficción), o desempolvar esas enormes ediciones en tapa dura que siempre nos negamos a llevar en el transporte diario, en parte por peso y en parte porque, paradójicamente, esas sobrecubiertas y ese cartoné se rompen o deforman con más facilidad que las en teoría más frágiles ediciones de bolsillo.

Pero como viene siendo la costumbre, no pudo ser. Será que, quien elige mal sus amantes entre los millones de personas disponibles, está condenado a hacerlo mal también entre los millones (era broma) de volúmenes de su biblioteca.

Empecé con ilusión con un Bradbury, “La feria de las tinieblas”, que terminó demostrando por qué Ray no es tan afamado en la novela como en el cuento: episódica, llena de aciertos parciales que no llevan a conclusión alguna (la mujer emergiendo del bloque de hielo en fusión, el vuelo nocturno de la bruja en su globo, los chicos espiando de noche la casa abandonada donde las parejas van a practicar el sexo), pierde fuerza a base de reiterar las mismas ideas hasta un pírrico final (la alegría y el baile como antídoto de lo siniestro) que carece de sentido fuera de la intención original de la historia: servir de guión para una película de Gene Kelly.

Después, los relatos de “Black juice” de Margo Lanagan, mencionados en la breve polémica que, en torno a Kelly Link, tuvimos en estas páginas Luis G. Prado y un servidor, me parecieron fascinantes sobre todo en el contexto de la literatura juvenil a la que pertenecen, por sus inusuales maneras de dramatizar el mensaje, que podrían parecer demasiado ásperas a quienes creen que hay que tomar por tontos a los adolescentes (sólo un ejemplo: uno de los cuentos está protagonizado por jóvenes francotiradores que tienen por costumbre matar a gente desde una torre), pero que, al margen de su habilidad y creatividad en manejar los tropos del fantástico, pierden enteros considerados dentro de un ámbito más general de la literatura. Lanagan es como Gaiman con un poco más de chicha.

“Nova” me confirmó después que Samuel R. Delany es un autor fácil de admirar pero difícil de amar. Su talento para el estilo deja atrás a la mayoría de artesanos “pulp” de la ciencia ficción, pero también deja una impresión seca, como de diagrama matemático, que contrarresta un poco la manera en que Delany sabe convertir en épica decadente y barroca un argumento de space opera “hard” que en manos de un Benford o un Brin podría hacer las veces de anestesia dental. Otro día ya entraremos en la desaforada vida sexual que al parecer llevaba Samuel mientras pergeñaba aquellos libros tan sesudines.

Ya hable algo en su momento del díptico de Hal Duncan, “The book of all hours”, pero me dejé en el tintero una idea fundamental, mi convencimiento de que la obra en conjunto termina fallando porque, pese a las innovaciones superficiales, Duncan sigue guardando un concepto muy convencional, muy “de género” sobre cómo resolver una historia. La exposición, como algunos afirman refiriéndose al cine de John Carpenter, supera a la resolución. Por otro lado, la obligatoria referencia despectiva al rock sinfónico, dentro de “Ink”, hermana a Hal con otro niño terrible escocés, Grant Morrison, en una contradicción fundamental: ¿cómo puedes creer que eres un punk literario cuando luego citas las “Bucólicas” de Virgilio?

Abordé también “Phases of the moon”, la retrospectiva de Robert Silverberg, por esas eternas ganas que tengo de poner un poco a caldo a las vacas sagradas del fandom, pero la realidad es que, salvando los relatos cincuenteros, escritos a destajo en plan “sota, caballo y rey”, Silverberg suele ser garantía de profesionalidad y entretenimiento, brillando en todo lo referido a documentación histórica y arqueológica, y mostrando curiosas constantes psicológicas como una clara admiración hacia el modo de vida de la “jet set” o la recurrencia de tramas sobre separaciones o divorcios, que suponen el verdadero substrato de tramas tan poco creíbles, a priori, como la de “Nacidos con los muertos”. Mi favorito, “Schwartz entre las galaxias”, o lo que puede suceder si combinas naves espaciales y alienígenas con los escenarios y personajes usuales de un Philip Roth. Si te pones cien por cien exigente, quizá no haya mucho que rascar bajo la superficie sugestiva de los cuentos, pero un servidor no se arrepintió.

Y bueno, salvando la agotadora brillantez de “Winter’s tale” de Mark Helprin, de la que tal vez me ocupe dentro de poco, casi el único libro que consiguió hacerme sentir algo en estos tres meses fue “La posibilidad de una isla” de Michel Houellebecq. Amén de mi afición por las historias que describen un colapso nihilista de la civilización, la mirada sardónica sobre nuestra época del amigo Michel inquieta tanto como divierte al margen de la exposición a veces no muy amena del contenido fantacientífico, y varias de sus provocaciones, como el párrafo sobre el odio de los españoles a la cultura, ya se han incorporado a mi arsenal retórico. Para ser un simple provocador, Houellebecq deja demasiado mal cuerpo, y logra resultar convincente a la vez como cantor del amor desesperado y como pornógrafo literario. No se encontrarán proezas de estilo, pero la potencia de su programa, la convicción con que se transmite su aparente cinismo, dan mucho más que roer que mucho prodigio de la pluma.

A ver si el verano próximo es más propicio y nos deja más de un título en este plan, no sé si bueno o malo pero que deje huella. Que el azar guíe bien mis elecciones.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Versionismo


Si hay un virus que no me afecta en este mundo, es el del proselitismo. Da igual que el resto de la humanidad se empeñe en ignorar lo que es mejor para ellos: al fin y al cabo, es su funeral, no el mío. Cada uno tiene su propia manera de llegar al cielo o al infierno, y Dios me libre de intentar convencer a nadie de que la mía es la mejor. Lo cual se podría interpretar como una postura tolerante y buenrollista, o bien, mirando en el diccionario lo que en realidad quiere decir "tolerancia”, como algo muy distinto: el mohín de indiferencia del que se dice “allá ellos” mientras ofrece una sonrisa más falsa que el bienestar de los madrileños según Esperanza Aguirre.

Sin embargo, en su momento pude haber esgrimido argumentos bastante buenos a favor de la afición a la música clásica. Sin entrar en su superioridad estética sobre el pop y el rock (pues nunca habrá nada más molón que defender posturas consideradas reaccionarias por una mayoría borreguil sin ideas demasiado sólidas sobre nada), podía decirse en su momento que una colección de discos clásicos razonablemente buena salía mil veces más barata que una de rock o de jazz: la producción de grupos como los Beatles o Pink Floyd ni siquiera ha salido nunca en serie media, mientras que, entre las innumerables grabaciones del repertorio orquestal, siempre se encontrarán algunas, desde lo aceptable hasta lo estupendo, a precios bajos o ridículos. Claro está que en la época de las descargas gratuitas masivas este argumento quedó obsoleto.

Pero ya que estamos con las versiones, la afición a los clásicos da pie al frikismo fascinante de comparar y coleccionar diferentes lecturas de las mismas piezas. Acostumbrados a los discos de pop, que suelen ser un producto único, y al concepto de “buena versión” como transformación radical de una canción, los ajenos al mundillo siempre han visto esto como una exótica locura, en plan: ejem, ejem, pero, esos 25 discos que tienes ahí, ¿no son la misma música? Sí y no. A pesar de que los compositores se esfuercen en anotar con la mayor precisión posible todos los detalles de su obra, la música es un bicho muy rebelde y siempre se las arreglará para sonar como ella quiera en manos de personas que creen seguir a pies juntillas las mismas instrucciones pero en realidad sólo se dejan arrastrar por el capricho que la musa dicte en el momento.

Si admitimos que lo que suena es en realidad la película y que la partitura es algo así como el guión de la película, las metáforas pueden ser sabrosas: conocer diferentes versiones de la misma composición puede ser como tener, aparte de “El padrino” de Coppola con Brando y Pacino, otros “Padrinos” dirigidos por Scorsese, Polanski, Visconti o Kubrick, protagonizados, yo qué sé, por Paul Newman, Laurence Olivier, Dustin Hoffman o Burt Lancaster... Si en el “Emperador” de Beethoven cambias a Richter por Pollini, ya has cambiado a Pacino por de Niro. Y así sucesivamente.

Grabar una orquesta sinfónica es tan complejo, hay tantas maneras de hacerlo, que incluso de la misma interpretación de la misma gente se podrían sacar discos muy distintos. De una versión a otra resaltan diferentes pasajes, cobran relieve diferentes instrumentos, se cuentan diferentes historias . Si te gusta una pieza determinada, puedes escucharla un montón de veces sin escuchar nunca, en realidad, lo mismo. Es más, la manera más aconsejable de conocer a fondo una pieza, sobre todo para los que no somos grandes lectores de partituras, es familiarizarnos con cuantas más versiones mejor, sin entrar en parcialidades o histerismos de locaza sobre cómo debe o no debe sonar nunca aquello. Cada intérprete tiene su técnica, su sentimiento y sus razones, y aunque el resultado no nos entusiasme personalmente, siempre aprenderemos algo.

A día de hoy, mi récord versionista, que quizá no supere pues mi fuego aguarda aún algo o alguien que lo atice, lo ostenta “La consagración de la primavera”, pero, visto lo que hay por ahí, tampoco es para tirar cohetes: sólo tengo 17.

domingo, 14 de septiembre de 2008

10 momentos eróticos del cine que marcaron mi infancia y juventud


1 – “Maravillas”.

Dudo mucho que entre toda la gente enrollada que podría leer esto se pudieran reclutar ni dos personas para crear un club de fans de Gutiérrez Aragón, pero “Maravillas” es importante para mí como documento de la prehistoria de mi líbido masculina. Aquella noche de domingo en la 2, a mi tierna edad, me resultaba incomprensible entender por qué aquella chica desnuda (una joven Cristina Marcos) estaba dando saltitos encima de aquel chico, pero desde entonces aquella frase del guión, Maravillas, tienes una teta más grande que la otra”, es para mí un diálogo fílmico más legendario que todos los de “Casablanca”, Mankiewicz y Billy Wilder juntos.

2 – “El quinto mosquetero”.

Sesión de tarde en el cine Pinar, con todos los chavales viendo una de espadachines para todos los públicos. Un sufriente Rey Sol, interpretado por Beau Bridges, llora y se lamenta de sus enfermedades, y su amante, Ursula Andress, se dispone a consolarlo. Se quita el vestido, vale, luego el miriñaque, sigue con las enaguas. ¡Y continúa hasta el final, hasta no llevar nada encima! Todos los niñitos que no habíamos visto nada parecido, con los ojos como platos. Más adelante, también podíamos ver al natural a Sylvia Kristel, que desde entonces es una de mis diosas. Luego habrá quien preferirá ver al gañán de Gene Kelly dando brincos en la versión de los 50.

3 – “El sentido de la vida”.

Aunque no se veía nada improcedente, la relevancia erótica del último largometraje de los Monty Python fue ofrecer mi primera exposición a la palabra “clítoris”, durante el episodio de la clase de sexo con John Cleese. Y sucedió en una película subtitulada, premonición de que el arte y ensayo y el vicio irían indisolublemente unidos en lo sucesivo. El hecho de que algún miembro de mi familia insistiera en sacarme de la sala durante la escena supuso otra premonición mucho más inquietante, de que tus parientes consanguíneos harían a menudo todo lo posible por que no aprendieses lo que tenías que aprender ni hicieses lo que tenías que hacer.

4 – “Tras la puerta verde”.

Mi única visita a una sala X en toda mi vida, la del antiguo y futuro Pequeño Cine Estudio, fundamentada sobre todo en un pretencioso afán artístico. La película de los hermanos Mitchell, que también adaptaron en su momento el clásico del porno victoriano “Memorias de una pulga”, y acabarían matándose el uno a otro, y, peor aún, siendo el tema de un biopic interpretado por Charlie Sheen y Emilio Estévez, contenía unos atrevimientos psicodélicos como planos de eyaculaciones faciales virados a diversos colorines que debieron hacer pensar a la vieja guardia del cine experimental, los Stan Brakhage y Jonas Mekas de turno, hasta qué punto habían desperdiciado su vida.

5 – “Julia y Julia”.

Esta olvidadísima película, una de las primeras en utilizar el vídeo digital para su rodaje, marcó el final del breve período como sex symbol de Kathleen Turner. Lo de menos era la trama de paranoia, asesinatos y confusión mental, lo de más, unas tórridas escenas eróticas entre una Kathleen ya entradita en carnes y nada menos que ¡Sting! A mí la verdad es que aquello me dio un morbo imposible de reproducir con las delgaduchas de hoy en día, y me dejó preparado para las mujeres de verdad. Que, como reza el título de otra peli, tienen curvas. Y a veces, muchas.

6 – “Belle de jour”.

Les dejo a otros las rotundas fieras mediterráneas estilo Loren o Lollobrigida: a mí dadme la frialdad rubia de Catherine Deneuve. La idea de que una mujer burguesa tan imperturbable pudiese dedicarse a la degradación con gente tan sórdida como Pierre Clementi o el gordo chino aquel de la cajita siempre me intrigará y estimulará más que la típica hembra de rompe y rasga retozando con un guaperas. Es lo que decía, y lo menciono para dar el toque intelectualoide, Georges Bataille, en su ensayo sobre el erotismo: nada excita más que la degradación de la belleza.

7 – “Orgía de ninfómanas”.

El penúltimo programa doble del difunto y sordidísimo cine Condado me introdujo en uno de mis placeres más culpables: el cine de Jesús Franco. La culpa quizá sea de tan memorable comienzo: una chica desnuda escapa corriendo por la playa, presumiblemente de unos tratantes de blancas, pero es atrapada por los conductores de un jeep y sometida a un terrible castigo sexual, a saber, ser entregada a los placeres de un cachas bastante rústico llamado Ramón, todo ello en un ambiente playero de Benidorm, con lamentables “hits” discotequeros como “I want your shot” y una malvada madame con escorpiones como mascotas correteando por el suelo mientras mantenía tormentosas relaciones con ese astro que es Antonio Mayans. Huelga decir que no salían ninfómanas ni había orgía alguna.

8 – “Frenesí”.

Una peli que todos veíamos en la tele de jovencitos (porque antes la tele generalista ponía películas “de esas”) y que nos maravillaba por una secuencia de violación protagonizada por Barry Foster (más tarde, ya de viejete, famoso por aquel anuncio de “What you wanna do?”) que entonces nos parecía el colmo de la explicitud, pero que, vista de mayores, no es más que un triunfo del montaje: en realidad no se ve nada hasta el primer plano de la víctima con la lengua fuera. Luego había unos fugaces desnudos que intrigaban: ¿aquella actriz tan feílla podía tener semejante cuerpazo? El montaje, una vez más, mostrando su poder. Hitch andaba desbocado por entonces: la Universal le canceló “Kaleidoscope” por su atrevimiento en tratar la historia de un psicópata sexual, y el último proyecto que tuvo entre manos, “The short night”, volvía a tener una violación entre sus primeras escenas. Lo cual demuestra que Brian de Palma fue mejor discípulo del maestro de lo que muchos están dispuestos a admitir.

9 – “Kika”.

Si me perdéis el respeto, me da igual, pero, ¿una escena erótica con Verónica Forqué? ¿Soy el único depravado a quien esto le puede resultar estimulante? Probablemente sí, pero, si alguien es capaz de decir, como he oído en televisión estos días, que el sex appeal de Aznar reside en su bigote, dejadme a mí sentirme atráido hacia las mujeres blanquitas con vocecilla. Estamos hablando de la mítica dobladora de “El resplandor”. Y por cierto, Shelley Duvall también me gustaba. Mmmmm...

10 – “Tierra”.

Cómo odian los frikiguays a Julio Medem, y sin embargo, quién como él para dejar alto el pabellón español en el cine de autor de lirismo delirante, compromiso político de juzgado de guardia, flipamiento visual, diálogos para cachondearse primero y después grabar en piedra para la eternidad y generosas dosis de sexo, que a fin de cuenta es lo que hace vender bien una película. En fin, que la historia lo absolverá. Mientras tanto, rememorar la secuencia erótica entre Carmelo Gómez y Silke, única en la historia porque los dos protagonistas ¡no se tocan! Si queréis constatar cómo es posible, no esperéis que os ponga el enlace a YouTube: haced patria y conseguíos vuestra propia copia. Internet está criando una generación de vagos...

sábado, 6 de septiembre de 2008

Flashback: Asesino de ojos rasgados


Cuando la muerte se aproxima, el tiempo adquiere propiedades elásticas. Los insectos vuelan lentos como dirigibles por el aire, las gotas de agua de las fuentes parecen no llegar nunca al suelo, las personas se mueven con torpeza, al estilo de muñecos cuya cuerda se termina, los sonidos se difunden cavernosos e interminables a través de la atmósfera. Incluso las balas semejan ir a congelarse en un fluido transparente, dice Tony, el asesino a sueldo, a Lily, su novia ciega, o a Emma, su novia muda, o a Candy, su novia parapléjica, aquellas tardes en que se cita con alguna de ellas en algún elegante local de la populosa ciudad asiática donde él desarrolla sus actividades. Después suele referir cómo el momento mismo de la muerte, según contaba su maestro, es virtualmente infinito, tanto es así que una vida entera de pensamientos cabe en él. Pensamientos que, en su caso particular, se consagrarían en su mayor parte, claro está, a Lily, a Emma, o a Candy.

Tony, resulta evidente, no se llama así. Los hombres gordos y sudorosos que se entrevistan con él, en un inglés con extraño acento, dentro de habitaciones oscuras, manteniendo su rostro siempre apartado de la más mínima luz, jamás hubieran podido pronunciar su verdadero nombre de ancestrales resonancias orientales. “Tony”, en cambio, era sencillo y fácil de recordar, quizá no tanto como “Pato Donald”, su primera elección de sobrenombre, pero prefirió quedarse con el primero. Bastante había con depender de los ingleses, como para tomar lo demás de los americanos. Además, admiraba a Walt Disney, no como su colega Bobby Choi, que adoptó el apodo desdeñado por Tony y llevó a buen término cincuenta y tres trabajos sólo el año anterior.

Trabajos, esa es la palabra. Ellos, los ejecutores, piensan en sí mismos como en máquinas, pulidas, silenciosas, eficientes, deslizándose a centímetros del suelo por la megalópolis brillante y artificial, superpoblada de neones, paredes de monitores televisivos, ruido blanco, humo negro, pintadas sobre muros que parecen tatuajes, tatuajes sobre pieles que parecen pintadas, perfumes que retuercen el cerebro por la nariz, cromo bruñido, jóvenes sin pelo en las cabeza ni en las cejas danzando al son de estruendos fabriles, olas de suciedad rompiendo contra los límites de santuarios inmaculados: centros comerciales, clínicas privadas, sucursales bancarias, lujosos bloques de apartamentos donde el olfato trae recuerdos vagos del mar, y en medio de todo ello un número de engendros mecánicos cumpliendo sus misiones con la minuciosa estupidez que hace triunfar a la tecnología. La misión de Tony y los demás es simple limpieza de elementos extraños, organismos invasores que han entrado sobre dos patas en el tejido vivo que conforma el Animal Público, llamémosle bien común, interés de la empresa, honor familiar o demás denominaciones tranquilizadoras pronunciadas por los hombres del cuarto oscuro entre una pastilla de un color y otra de otro.

Los objetivos suelen ser sombras furtivas cruzando las calles más o menos esterilizadas con un perpetuo aire de querer estar en cualquier otro sitio menos en aquel que entonces ocupan. Un vampiro invisible cuelga de sus hombros, y buscan huir de él corriendo por delante de su pensamiento. Sus protectores, aquellos contratados para cubrirles la espalda, tienen una apariencia falsa, insustancial; se diría que un desgarro en sus abrigos de diseño revelaría engranajes de autómata, o que, tropezando con un adoquín, sus cabezas de goma se desprenderían para rodar y botar por el pavimento. Aquel a quien ellos custodian es plenamente consciente de la situación, por lo cual no deja las pupilas fijas en un mismo lugar durante un mínimo segundo. Sienten grillos aserrando el tiempo en su cráneo, y tragan mil alfileres invisibles con cada respiración.

Tony y sus colegas podrían haber elegido oficios mucho más complicados. Conocen todo lo preciso: a qué hora se levantan los objetivos, a cuál se acuestan, dónde toman sus comidas, en qué ocupan su tiempo libre, qué tipo de mujeres u hombres prefieren, con qué frecuencia necesitan aliviar su vejiga, e incluso detalles de nimiedad sorprendente: cómo se peinan, qué imágenes cuelgan en las paredes de su casa, qué hacen con sus uñas una vez cortadas. Con un poco de suerte, terminarán por encontrarlos muertos en un rincón solitario, aseo público, cabina telefónica o automóvil, aparentando estar dormidos, tranquilos, apenas despeinados, habiendo abandonado el mundo sin prisas de ningún tipo.

Si la suerte falla, hay que vadear un pequeño infierno. Entonces se cumple cuanto decía el maestro. Los relojes agonizan de repente; sus agujas se arrastran como por melaza, los dígitos, indelebles, no mudan. Todos comienzan a sacar sus pistolas y uno oye una voz histérica, muy pequeñita, allá lejos al borde de todo, contando lo que se debe hacer, pero uno es incapaz de comprenderla. Las preguntas y respuestas sobran entonces. Es la hora del fuego. Los relámpagos cruzan perezosos el aire, entre nubes ponzoñosas causadas por las detonaciones, mientras la civilización se disuelve y desmorona en segundos, como un castillo de arena ante el embate de las olas. Parásitos de plomo buscan afanosamente carne por entre el caos de mesas volcadas, cristal roto, bocas de roja humedad abiertas al límite, piso viscoso, resbaladizo.

Y en mitad del escenario se encuentra uno, repartiendo gracias y maldiciones, sumando puntos, comprando la propia vida a base de abatir todos los demás monigotes que entran en pantalla, tan lentos siempre, tan estúpidos, tan torpes. En algún lugar más allá del universo suena música, una orquesta de seiscientos músicos marcando el compás, dando la entrada, la cadencia que acompasa el movimiento de un brazo, los acentos hechos coincidir con las flexiones del dedo en el gatillo, las variaciones audaces dando pie a proezas de inaudita flexibilidad gimnástica: esquivar a otros miembros del gremio, hacerlos derribarse entre sí con sus propias armas, deslizarse por la escena, de repente indefenso, entre mil portentos mortíferos, como en un sueño, buscando algo, cualquier objeto con el cual continuar el espectáculo, manteniendo en todo instante la plasticidad impecable de un pirata balanceándose de un cabo, o de un funambulista vendado, lanzando cuchillos desde la cuerda floja. El público no aplaude ni corea elogios, sino que huye, chilla, intenta ponerse a salvo, se retuerce malherido o moribundo sobre escombros, sin comprender los méritos artísticos de lo representado. El protagonista, única figura ya sobre la escena, ahoga su vanidad y efectúa un mutis discreto, sin desear recoger ovación ni reconocimiento alguno, en especial ahora que los críticos, siempre tan maliciosos, están a punto de llegar.

Lily, Emma, o Candy siempre escuchan sin aliento las palabras de Tony cuando éste les habla de la Vieja Amiga, como la llamaba el maestro, aquella a quien sueles ver en el vertiginoso discurrir de tus trabajos, distraída con otras personas, y que un día terminará llevándote consigo. Las chicas siempre quieren saber qué aspecto tiene la Vieja Amiga. Tony cuenta una historia diferente a cada una; a veces es una anciana campesina de las montañas, que rejuvenece durante instantes al contacto de la sangre; otras veces se trata de un espectro silencioso, llevando un velo y un traje de novia negros; o tal vez la Venus de la antigüedad, cabizbaja por haber sido relegada a tan triste cometido por las nuevas jerarquías de Allá Arriba. Estas ficciones son siempre bien recibidas; Tony, no obstante, guarda para sí la verdad: que él tomó por la Vieja Amiga, allí en la escena de la masacre, a cada una de ellas, a Lily, a Emma, y a Candy, y que procuró salvaguardarlas del fuego para ganar favor y así prolongar su estancia en este mundo. Todavía hoy no está seguro de que ellas sean simples mortales. No se explica que no reconozcan en él al guerrero apocalíptico de las dos pistolas, que su presencia no sólo no les infunda temor sino que además le admitan en sus lechos sin temor a saborear el plomo en sus besos o ser manchadas de sangre por sus abrazos. De todas maneras, han sido afortunadas. Las organizaciones sombrías se mantendrán alejadas de ellas, testigos ya silenciosos y por tanto inofensivos.

No obstante, cada vez que, al final de una jornada, Tony se despide de alguna de ellas hasta la próxima, se pregunta cómo puede sostenerse tan bien la situación, y oscuramente conjetura que tal vez las tres se conozcan entre sí y dediquen sus lentas horas de ocio a tejer entre todas una telaraña donde atraparle y sofocarle, mientras él, ignorante de todo, planea tranquilo su próximo trabajo en su pequeño piso de soltero. Sé un monje, había dicho el maestro, jamás te fíes de una mujer. Tony ignora la opinión que hubiese expresado el maestro sobre tres mujeres en lugar de una sola. Debió habérsela preguntado antes de ocuparse de él.

Silbando una canción de "Pinocho", el asesino de ojos rasgados desaparece sereno en la noche más agitada del mundo.