martes, 30 de septiembre de 2008

Otro verano será


Casi resulta demasiado obvio insistir en que a menudo son los mitos, los modelos narrativos instalados en nuestro disco duro, los que consiguen que muchas vidas parezcan amorfas y decepcionantes. Por ejemplo, ahora que acaba de terminar la estación, el mito del verano como época sin par de divertimento y expansión personal. Supongo que hay quienes somos verdaderos profesionales en no saber disfrutar de la vida, pero uno empieza a sentirse inquieto cuando incluso sus placeres más frikis y descafeinados para el resto de los mortales comienzan a perder su sabor de antaño.

Así, uno de mis modelos narrativos de siempre para el verano ha sido el de una época lectora intensa y promiscua, durante la cual era posible cambiar de libro varias veces a la semana (los lectores, a falta de alternar amantes, alternamos cubiertas), enfrentarse en plena potencia de espíritu a los volúmenes más arduos y desafiantes (nunca he entendido ese tópico de que el verano es época de novelitas ligeras y entretenidas: en épocas de trabajo es cuando tengo menos ganas de comerme la cabeza con obras de ficción), o desempolvar esas enormes ediciones en tapa dura que siempre nos negamos a llevar en el transporte diario, en parte por peso y en parte porque, paradójicamente, esas sobrecubiertas y ese cartoné se rompen o deforman con más facilidad que las en teoría más frágiles ediciones de bolsillo.

Pero como viene siendo la costumbre, no pudo ser. Será que, quien elige mal sus amantes entre los millones de personas disponibles, está condenado a hacerlo mal también entre los millones (era broma) de volúmenes de su biblioteca.

Empecé con ilusión con un Bradbury, “La feria de las tinieblas”, que terminó demostrando por qué Ray no es tan afamado en la novela como en el cuento: episódica, llena de aciertos parciales que no llevan a conclusión alguna (la mujer emergiendo del bloque de hielo en fusión, el vuelo nocturno de la bruja en su globo, los chicos espiando de noche la casa abandonada donde las parejas van a practicar el sexo), pierde fuerza a base de reiterar las mismas ideas hasta un pírrico final (la alegría y el baile como antídoto de lo siniestro) que carece de sentido fuera de la intención original de la historia: servir de guión para una película de Gene Kelly.

Después, los relatos de “Black juice” de Margo Lanagan, mencionados en la breve polémica que, en torno a Kelly Link, tuvimos en estas páginas Luis G. Prado y un servidor, me parecieron fascinantes sobre todo en el contexto de la literatura juvenil a la que pertenecen, por sus inusuales maneras de dramatizar el mensaje, que podrían parecer demasiado ásperas a quienes creen que hay que tomar por tontos a los adolescentes (sólo un ejemplo: uno de los cuentos está protagonizado por jóvenes francotiradores que tienen por costumbre matar a gente desde una torre), pero que, al margen de su habilidad y creatividad en manejar los tropos del fantástico, pierden enteros considerados dentro de un ámbito más general de la literatura. Lanagan es como Gaiman con un poco más de chicha.

“Nova” me confirmó después que Samuel R. Delany es un autor fácil de admirar pero difícil de amar. Su talento para el estilo deja atrás a la mayoría de artesanos “pulp” de la ciencia ficción, pero también deja una impresión seca, como de diagrama matemático, que contrarresta un poco la manera en que Delany sabe convertir en épica decadente y barroca un argumento de space opera “hard” que en manos de un Benford o un Brin podría hacer las veces de anestesia dental. Otro día ya entraremos en la desaforada vida sexual que al parecer llevaba Samuel mientras pergeñaba aquellos libros tan sesudines.

Ya hable algo en su momento del díptico de Hal Duncan, “The book of all hours”, pero me dejé en el tintero una idea fundamental, mi convencimiento de que la obra en conjunto termina fallando porque, pese a las innovaciones superficiales, Duncan sigue guardando un concepto muy convencional, muy “de género” sobre cómo resolver una historia. La exposición, como algunos afirman refiriéndose al cine de John Carpenter, supera a la resolución. Por otro lado, la obligatoria referencia despectiva al rock sinfónico, dentro de “Ink”, hermana a Hal con otro niño terrible escocés, Grant Morrison, en una contradicción fundamental: ¿cómo puedes creer que eres un punk literario cuando luego citas las “Bucólicas” de Virgilio?

Abordé también “Phases of the moon”, la retrospectiva de Robert Silverberg, por esas eternas ganas que tengo de poner un poco a caldo a las vacas sagradas del fandom, pero la realidad es que, salvando los relatos cincuenteros, escritos a destajo en plan “sota, caballo y rey”, Silverberg suele ser garantía de profesionalidad y entretenimiento, brillando en todo lo referido a documentación histórica y arqueológica, y mostrando curiosas constantes psicológicas como una clara admiración hacia el modo de vida de la “jet set” o la recurrencia de tramas sobre separaciones o divorcios, que suponen el verdadero substrato de tramas tan poco creíbles, a priori, como la de “Nacidos con los muertos”. Mi favorito, “Schwartz entre las galaxias”, o lo que puede suceder si combinas naves espaciales y alienígenas con los escenarios y personajes usuales de un Philip Roth. Si te pones cien por cien exigente, quizá no haya mucho que rascar bajo la superficie sugestiva de los cuentos, pero un servidor no se arrepintió.

Y bueno, salvando la agotadora brillantez de “Winter’s tale” de Mark Helprin, de la que tal vez me ocupe dentro de poco, casi el único libro que consiguió hacerme sentir algo en estos tres meses fue “La posibilidad de una isla” de Michel Houellebecq. Amén de mi afición por las historias que describen un colapso nihilista de la civilización, la mirada sardónica sobre nuestra época del amigo Michel inquieta tanto como divierte al margen de la exposición a veces no muy amena del contenido fantacientífico, y varias de sus provocaciones, como el párrafo sobre el odio de los españoles a la cultura, ya se han incorporado a mi arsenal retórico. Para ser un simple provocador, Houellebecq deja demasiado mal cuerpo, y logra resultar convincente a la vez como cantor del amor desesperado y como pornógrafo literario. No se encontrarán proezas de estilo, pero la potencia de su programa, la convicción con que se transmite su aparente cinismo, dan mucho más que roer que mucho prodigio de la pluma.

A ver si el verano próximo es más propicio y nos deja más de un título en este plan, no sé si bueno o malo pero que deje huella. Que el azar guíe bien mis elecciones.

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