jueves, 6 de noviembre de 2008

Compositores: Anatol Liadov


La historia de la composición musical está llena de casos curiosos, desde músicos conocidos de nombre por todos los aficionados pero cuya producción ni se interpreta ni se conoce, como por ejemplo César Cui o Germaine Tailleferre, hasta apellidos inmortales por su asociación a páginas de las que no garabatearon ni una sola corchea, como sucedió con Johann Pachelbel y "su" “Canon”. Entre ellos podemos encontrar la figura admirable de Anatol Liadov, cuya obra más célebre ni siquiera empezó a componer y fue encomendada a otro autor por incumplimiento de trato.

Allá por 1909, Sergei Diaghilev, el empresario de los Ballets Rusos (quien haya visto “Las zapatillas rojas” de Powell y Pressburger, que se imagine a Anton Walbrook), se encontró casualmente por la calle con Liadov, que iba a componer la música de su próximo espectáculo basado en el folklore ruso, “El pájaro de fuego”. Preguntado por la marcha del trabajo, Liadov respondió lleno de entusiasmo que muy bien, estupendo, y que precisamente andaba por allí para comprar papel pautado y empezar a ponerlo por escrito. Lo malo era que faltaban apenas unas pocas semanas para comenzar los ensayos... y no existía ni siquiera una nota de música que echarse al oído. Ni corto ni perezoso, Diaghilev se olvidó de Liadov y corrió a ofrecer el trabajo a un jovenzuelo desconocido de San Petersburgo que apuntaba buenas maneras y que fue capaz de salir más que airoso del desafío, componiendo una partitura orquestal de tres cuartos de hora en tiempo récord. El jovenzuelo se llamaba Igor Stravinsky.

Así pues, Liadov pasó a la historia sobre todo por su pereza, que se tradujo no sólo en no llevar a término los encargos, sino en una producción escasa cuyas piezas jamás sobrepasaron los diez minutos de duración. Porque, a no ser que los directores fuesen presa de un amaneramiento mahleriano propio del último Leonard Bernstein, lo normal es que las composiciones más extensas de Liadov, “Kikimora”, “El lago encantado” o “Fragmentos del Apocalipsis” no suban de los ocho minutos, e incluso qu un hito del calibre de “Baba Yaga”, no llegue a los cuatro.

Lo cual en estos tiempos que corren no puede suponer más que una ventaja. La sinfonía canónica de cuatro movimientos, con una duración mínima de veinte minutos, permitía un desarrollo amplio de las ideas musicales, pero vista desde fuera parece un invento de las clases acomodadas, de rentistas desocupados sin necesidad de llegar pronto a casa para hacerles la cena a los gemelos o para levantarse el día siguiente a las 7. No hay quien pueda encontrar un hueco para la sinfonía “Resurrección” en la existencia de todos los días.

Amén de que ignoro por qué, tanto en la música “seria” como en el cine, se apuesta tanto por el gran formato y tan poco por la miniatura breve. En ese sentido, los poemas de Liadov son como narraciones cortas perfectas, atmosféricas. “El lago encantado” es una estampa bucólica entre el Wagner lánguido y soñador de los “Murmullos del bosque” de “Sigfrido” y los movimientos lentos de Scriabin, pero con una vaga impresión de amenaza sumergida en las aguas. “Kikimora”, ilustración de la leyenda popular sobre la bruja que suplanta a las crías de una gata y llega a la madurez con “intenciones malignas para el resto del mundo”, pasa de la canción de cuna típicamente rusa a un inquieto y trepidante scherzo que acaba en ambigüedad. “Baba Yaga”, la “Cabalgata de las valkirias” de Liadov, es el divertido retrato de una heroína del mal, lleno de humor y sorpresas rítmicas; no me extrañaría que Danny Elfman tuviese una copia de la partitura en su casa. Y ninguna de estas piezas, como dije, alcanza los nueve minutos. ¿Para qué perder el tiempo, pues, con, por ejemplo, la Octava de Bruckner?

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