sábado, 1 de noviembre de 2008

Compositores: Igor Stravinsky


En julio de 1911, viajando a Smolensk para planear junto a Nicolas Roerich el ballet “La consagración de la primavera”, Igor Stravinsky se vio obligado por la falta de billetes a compartir un vagón de ganado con un toro bravo amarrado a una sola cuerda. El joven músico, hasta ahora un afrancesado amigo del simbolismo y el impresionismo, quedaría para la historia, una vez terminada la obra que viajó para preparar, como el plasmador por antonomasia del salvajismo primitivo, como aquel que despertó la fiera corrupia que anidaba oculta en la civilizada orquesta del siglo XIX.

Pero Igor no quiso contentarse con esta etiqueta. Aunque sus ritmos imparables e irregulares a un tiempo parecían reflejar su época, un siglo industrializado racional y caótico a un tiempo, aunque la acidez de sus armonías y la sensualidad sinuosa de muchas de sus líneas sonoras se ajustaran de maravilla a un tiempo dividido entre los ángulos afilados del metal y las pesadillas eróticas del inconsciente, Stravinsky aspiró a ser un dandy mordaz que, al contrario que Lot, se atrevía a mirar atrás desde Sodoma. Los cachorros vanguardistas al estilo Pierre Boulez, que iban a abuchear sus conciertos acusándolo de regresivo y reaccionario, quizá desconocían el enfado inicial de Diaghilev, el empresario de los Ballets Rusos, por considerar que “Pulcinella” no era sino una burla maliciosa hacia el barroco italiano cuyas melodías arreglaba y reelaboraba.

Que Stravinsky, en su momento sinónimo de vanguardia y provocación, acabara abrazando una estética apolínea y majestuosa, sigue siendo visto por muchos como una traición, pero quienes sepan escuchar seguirán viendo el mismo sentido del juego, el mismo ingenio humorístico, la misma capacidad para provocar, dirigida ahora a quienes sólo sabían apreciar de la música la pose, los gestos superficiales y las ideas recibidas. Excomulgado por Adorno, el pope de la “nueva música”, tildado de pesetero por quienes prefieren que sus ídolos mueran pobres y enfermos como Bartók, considerado frío y distante por los adherentes del romanticismo desmelenado, Stravinsky siguió su propio camino artístico al margen de lo que se esperaba de él, con una variedad y una capacidad de reinvención que hacen inevitable el desacuerdo con el oyente en algún punto de su trayectoria.

Y la frialdad es sólo aparente: quien lo conozca bien, hallará en sus pentagramas comedia, dramatismo, melancolía, furia, absurdo, ingeniería, magia, erotismo, pánico, infantilismo, malicia, elegancia, paroxismo, tensión, reflexión, decadentismo y determinación. Para quien esto escribe, Stravinsky es la música en persona.

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