domingo, 23 de noviembre de 2008

Compositores: Toru Takemitsu


Esta es la historia de un hombre tan aficionado al cine que, cada vez que llegaba a un país diferente, aunque no hablase su idioma, o quizá precisamente por eso, se metía automáticamente en una sala para ver una película. Para él, el cine era un conjunto orgánico de imágenes y sonidos, y el fluir de estos últimos, incluso si los diálogos estaban en búlgaro o esloveno, producía un efecto meramente musical que iba más allá de lo literario. No le era necesario entender lo que se escuchaba, sino sumergirse en las vibraciones, absorberlas, teniendo siempre en un segundo término ese posible significado que había decidido soslayar, aunque el contexto de las imágenes pudiese dar bastante buenas pistas.

Aquel caballero tan friki se llamaba Toru Takemitsu, y seguramente hablaba por deformación profesional. Al fin y al cabo, su trabajo no era contar historias sino transmitir sugerencias, fragmentos de sueños, pensamientos y sentimientos, a través de piezas musicales etéreas, a veces sin ritmo (prescindiendo de las barras de compás, como hacía de vez en cuando Satie), suspendiendo el tiempo a lo largo de diez o quince minutos que parecían extenderse más allá del comienzo y del fin de la partitura.

Creo que se ha exagerado mucho la deuda de Takemitsu con el impresionismo de Debussy o con Messiaen. La influencia está claramente ahí, siempre ha sido muy obvia la afinidad entre un cierto estilo francés de languidez visionaria, exquisitez tímbrica y un punto de solemnidad, como atestiguan en épocas recientes testimonios como el de Ryuichi Sakamoto, que citaba una grabación de los cuartetos de Debussy y Ravel como el disco que, allá en sus años infantiles, decidió su vocación de músico. El modelo del “Preludio a la siesta de un fauno”, con su melodía recurrente y su placidez casi estática, está presente en infinidad de piezas de Takemitsu; una composicion como “And then I knew ‘twas wind” es la respuesta directa a la “Sonata para flauta, viola y arpa” del francés, e incluso, en “Quotation of dream”, se citan fragmentos de “El mar” que mutan hacia desarrollos distintos, en una especie de “sueño de la música” parecido a lo que hizo Luciano Berio con los fragmentos inconclusos de la Décima Sinfonía de Schubert. Pero decir que el nipón plagia a su modelo sería como decir que Brahms y Schumann, o todo el romanticismo alemán, plagiaban a Beethoven. Aunque supongo que si los dos compositores citados no fuesen alemanes ni austríacos, sí se diría.

En cuanto a la presencia de Messiaen, me da la impresión de que lo dicen por el uso frecuente de la disonancia en el contexto de un estilo afrancesado, pero no veo muchas más similitudes: Takemitsu no es tan obsesivo, ni alterna esa espiritualidad estratosférica con una faceta más terrenal e incluso un poco malsana. Toru era un hombre tranquilo, sin necesidad de exteriorizar demasiado sus sentimientos a través de su música, o de fingir crispación y violencia, lo que le ha valido la reputación injusta de componer el equivalente al hilo musical en la composición contemporánea. Y si le añadimos su intensa actividad para el cine, encima era un vendido.

Pero si escuchamos por ejemplo ese disco, “The film music of Toru Takemitsu”, que un servidor guarda como oro en paño, nos encontraremos con un creador ecléctico que es capaz de pasar del pastiche renacentista al blues y el tango, de valses casi salidos de “Mascarada” de Khachaturian a experiencias electroacústicas, de ingenuas melodías infantiles como la de “Dodeskaden” de Kurosawa a reinterpretaciones de la música tradicional japonesa como otras destinadas a la sala de conciertos, “In an autumn garden” o “November steps”. Para mí, ese disco es casi la quintaesencia de un autor que en su música “seria” tendía a repetirse un poco, pero que sacaba lo mejor de sí cuando se le exigían versatilidad y eclecticismo. Y además era capaz de evocar mundos en apenas diez minutos, lo cual, en esta época apresurada que te impide pasar tardes completas con Bruckner o Mahler, supone toda una ventaja.

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