jueves, 26 de febrero de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo VIII)


Orlando tiene un mal despertar. Sus sábanas están ensangrentadas y en su abdomen hay una fea herida en forma de cruz invertida. Aunque asustada, su madre, fanática religiosa, lanza anatemas contra su hijo de repente descarriado. Podría ser expulsado del santo hogar.

En la mansión Valli, un Boris enfermizo, de hinchadísimo cuello, encuentra a Vera desvanecida al pie de la librería. Antes de despertarla, oculta el álbum familiar tras una imperceptible moldura de la pared. Después, Vera cuenta su historia, que vemos por sus ojos. La noche anterior, a la puerta de la biblioteca, había aparecido un hombre vestido de arlequín, de mirada asesina, que se lanzó contra ella blandiendo un arma, pero cuya imagen parpadeó y desapareció antes de que Vera tocara el suelo. La descripción corresponde a Franz von Waldberg, pero Boris, debilitado hasta el punto de caminar con bastón, no dice nada.

A través del descampado siniestro ya visitado en el Capítulo VI, Geller Bach camina como un gran cazador blanco, monóculo en ojo, al encuentro de Papa Vendredi, chamán vudú graduado en la Sorbona, con quien mantiene un coloquio en un patois incomprensible, haciéndole a su vez entrega del feto en conserva, donación misteriosa de Monseñor de Soto.

En la sede policial, el inspector Tanner recuerda entre la bruma beatífica del colocón aquella vez que ayudó a Ada Valli a esconder un cadáver, pero su estado general de felicidad química le hace concentrarse tan sólo en su sedosa piel y en la interminable humedad de sus besos.

Por los alrededores de la ciudad, Takeshi, hecho un dandy occidental y cámara fotográfica en mano, busca la imagen de su visión, que debía conducirle a Bungle. La lolita rubia le sigue pero se esconde vergonzosa cuando Takeshi se vuelve a mirar. Irónica y amarga sonrisa del japonés.

Mientras dibuja una nueva historia porno donde figura un curioso uso del colmillo mortal, Malou se esfuerza en recordar un detalle clave del ataque sufrido.

Irina, a quien teníamos olvidada, sale de su anestesia con la cabeza vendada. Un súbito terror la posee, pero el misterioso médico, a quien llamaremos por comodidad Doctor Misterio, vuelve a dormirla con una inyección, acariciándola expectante sobre los vendajes y bajo el ombligo.

(Continuará)

jueves, 19 de febrero de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo VII)


En los alrededores del hotel de Jason Michael, donde desapareció Bungle, Takeshi invoca los espíritus del pasado hacia su Tabla Encantada. Soplando arena de un parque cercano sobre la Tabla, las adherencias de algunos granos dibujan un camino de árboles retorcidos, con una torre de comunicaciones al fondo. Una niña rubia, en el umbral de la pubertad, se detiene para contemplar al extraño. Takeshi suspira. Está viejo, y puede que muera pronto.

Boris, del todo postrado, asiste impotente a los Crímenes del Arlequín en la Praga del siglo XIX, con la certidumbre de que el Arlequín es Franz von Waldberg. Aunque Boris intenta prevenir a las víctimas, éstas, dada la debilidad de aquél, lo ven sólo en forma de espíritu pálido e intermitente.

A las puertas de la mansión Valli llega Geller Bach, en busca de su hija. Vernon le asegura falsamente que ella no se encuentra allí. Geller amenaza con recurrir a la policía.

En la comisaría, la historia de Malou causa perplejidad, pero para demostrarla están su puerta destrozada y las muestras de sangre recogidas en la escalera. Tanner, loco de rabia, ojeroso y demacrado, se encierra en su despacho, humillando a sus sospechosos, en especial sexualmente si son sospechosas.

Unos antidisturbios en pluriempleo reciben el encargo de dar una paliza a Orlando, quien, sin sospechar nada, busca la reconciliación con Ada a base de intentar el ingreso en el Santuario de Soto, pasando una serie de extrañas pruebas que incluyen una orgía sexual en la oscuridad, presenciada, a la muy tenue luz de su exótico cigarro, pipa o lo que fuera, por el santón en persona, a quien una Ada muy pintarrajeada otorga un servicio bien íntimo.

En la mansión Valli, Vera abandona dificultosamente su lecho, ante el silencio y tranquilidad generales, para investigar por su cuenta. La biblioteca está llena de libros en idiomas incomprensibles, pero, en uno de los estantes superiores, puede distinguirse, medio abierto, un álbum familiar o algo parecido. Vera, con esfuerzo, trepa a lo alto de un mueble cercano, mientras, subiendo por la escalera principal, se escucha subir un ruido de cascabeles, como de un traje de payaso o... arlequín.

(Continuará)

domingo, 15 de febrero de 2009

De la página a la pantalla: "El increíble hombre menguante"


A veces da la impresión de que ciento y pico años de cine no han servido de nada, o de que se ha dado marcha atrás en muchas conquistas del pasado. Una de las batallas perdidas parece ser la de la densidad textual, habiéndose rechazado, algunos dicen que desde el remontaje de “Intolerancia”, de Griffith, la superposición de capas literarias, visuales o sonoras, en un tipo de tejido que es moneda común en ámbitos literarios, en favor de una “línea clara” que mantenga siempre a la vista un esqueleto básico de tres actos y un diagrama para parvulitos que nos recuerde los objetivos y las motivaciones de los personajes. Supongo que se trata de compensar a través de la ficción la insatisfactoria y opaca complejidad de la vida real. Supongo que el cometido de la ficción, como buena prima hermana de la religión que es, se cifra en consolar a la gente con mentiras.

Pero no dejan de llamar la atención ciertas comparaciones. Por ejemplo, “El increíble hombre menguante”, una de las películas más justamente queridas de la serie B de los 50, legendaria por su inusual concepto y por el ingenio fantasioso de sus trucajes, queda malparada en muchos aspectos si la cotejamos con su casi homónimo original literario, “El hombre menguante”. Hecho tanto más llamativo cuanto que el guión para la pantalla fue elaborado por el propio autor de la novela, Richard Matheson, que se las arregló para que se mantuviera respetuosamente la idea original y no se descendiera a lo trivial o a la comicidad autoconsciente.

Habría sido francamente ilustrativo poder asistir a las reuniones entre Matheson y el productor Albert Zugsmith, donde a buen seguro se enumeraron los aspectos de la novela que no resultaban “adecuados” para la película (empezando, posiblemente, con “¿Cómo que toda la narración en flash-back? A empezar por el principio y terminar por el final, como Dios manda”). Quizá cabría achacar muchas de las decisiones al clima social de los años 50, poco propicio a un entretenimiento atrevido, y menos todavía en una película serie B de ciencia ficción (aunque, bien es verdad, incluso hoy en día muchos de esos mismos temas “adultos” continúan estando “fuera de límites” en una peli de ficción científica, donde teóricamente prima el espectáculo sobre todo lo demás).

“El hombre menguante”, la novela, es básicamente una versión pulp de Franz Kafka con algunas gotas de Charles Darwin e incluso del Nabokov que por aquel entonces escandalizaba al mundo desde las imprentas parisinas de Olympia Press. El proceso de empequeñecimiento del protagonista, Scott Carey, propiciado por la contaminación y la radiactividad, puede ser leído como la gradual desaparición del orgullo y la dignidad masculinos, asediados por la indiferencia de una esposa inmersa en sus labores y en su trabajo, por un ámbito profesional donde uno no es más que una pieza reemplazable del engranaje, por una sociedad de consumo y unos medios de comunicación hambrientos de morbo y de novedades constantes, por unos hijos mimados que tiranizan a los padres y juegan con sus sentimientos, e incluso por un hogar antaño acogedor pero convertido gradualmente en la más amenazadora de las junglas.

El panorama que pinta Matheson no es muy halagüeño, como buen reflejo de la histeria encubierta bajo la superficie brillante y optimista de los años 50. Los temores de la época van surgiendo uno tras otro, asediando a Scott a medida que su metamorfosis va haciéndolo más vulnerable: la juventud delincuente (esos adolescentes que maltratan a Scott en plena calle), la homosexualidad (el pedófilo que se le insinua tras acogerlo en su coche, confundiéndolo con un niño) e incluso simplemente la sexualidad en su aspecto más general, vista como un impulso arrollador cuya represión atormenta y degrada al hombre (la angustia que se apodera de Scott a medida que su pequeño tamaño le veda las relaciones sexuales con su esposa Lou, y su caída en el voyeurismo, favorecido por su ínfima talla, que le permite espiar con mayor facilidad a Catherine, la rellenita adolescente encargada de cuidar a la hija del matrimonio).

Frente a semejante laberinto psicológico y social, la lucha primaria por la vida, desarrollada desde el momento en que Scott decide autoexiliarse en el sótano, casi representa una liberación, un acto de autoafirmación masculina libre de complicaciones innecesarias. La seguridad, el sustento, la libertad de movimientos, pasan por un único trámite: matar a la araña, que encarna sin ambigüedad alguna al Mal. Cuanto más desciende a un nivel primario de astucia, instinto y supervivencia, más libre es Scott, más vivo se siente. Da la impresión de que bajo el relato late la nostalgia hacia una vida más simple, menos constreñida por leyes y cortapisas sociales, una vida casi de aventuras juveniles irresponsables, de impulsos espontáneos como el que empuja a Scott al lecho de Clarice, la enana de la feria, de viajes y experiencias sin final alejadas del sedentarismo, las deudas y los roces domésticos. La revelación final de que cada universo encierra a su vez otro acaba convirtiendo la amenaza mortal del encogimiento en una promesa de vacaciones y aventuras eternas, en una recompensa para el protagonista tras sus muchas tribulaciones en una civilización hostil y claustrofóbica para el individuo.

Todo esto, no obstante, parecía demasiado para una simple película de CF de bajo presupuesto. El juicio negativo hacia la sociedad se ve sustituido por la más socorrida amenaza nuclear. La angustia sexual sigue presente, aunque de una manera mucho más sutil, en miradas, en frases de la narración con un doble sentido. Se evitan completamente temas tan controvertidos como la homosexualidad, el abuso infantil, el adulterio consentido o el deseo sexual hacia una menor. El Código Hays no perdonaba. Matheson sin duda comprendía que las modificaciones domesticaban su historia, la convertían en una historia de aventuras mucho más inofensiva, menos ácida y furiosa, pero sabía que aquel guión le abría las puertas de Hollywood y aceptó de buen grado las nuevas reglas. La película de Jack Arnold acabó siendo un clásico, incluso si dejaba a un lado muchas de las implicaciones más oscuras del original.

Tal vez por eso, para compensar, el final terminó siendo más extraño, menos complaciente, que el de la novela. Eliminadas la angustia erótica, la rabia contra la sociedad y la puesta en cuestión del matrimonio y la familia, cobra mucha fuerza la idea de que el empequeñecimiento no es sino una metáfora de la muerte que se acerca de modo inexorable. Ante la negativa a plasmar la entrada en un nuevo universo (quizá fuera del alcance de los efectos especiales de entonces, para consternación de quienes soñaran con aventuras sucesivas del Hombre Menguante en planetas cada vez más extraños), el discurso final ante el cielo estrellado adopta una ambigüedad casi de misticismo “new age”, de fusión trascendental con el universo y el mismo Dios, que contradice el tono sencillo y aventurero de todo lo precedente tanto como el rayo final de esperanza contradice el pesimismo antropológico de la novela. Mientras el libro consigue burlar a la muerte, la película la acepta casi con alegría, en una de las conclusiones más desconcertantes y menos comerciales del cine clásico.

Aun con eso, uno se pregunta qué podría surgir de una adaptación cien por cien fiel de la novela original de Matheson, sin eludir sus aspectos más conflictivos y permitiendo una plasmación visual más convincente de los cambios tal como los experimenta Scott y del infierno en que se van convirtiendo los lugares más cotidianos. Claro que esto no sucederá nunca. Una película donde los seres humanos reducen su tamaño siempre será algo como “Cariño, he encogido a los niños”, y no como un drama de David Cronenberg. La inversión en efectos visuales obligará a no ofender a ningún espectador y se perpetuará la división entre innovación visual e indagación psicológica. En cierta manera, y no sólo en el cine, tampoco se ha cambiado tanto desde los años 50.

jueves, 12 de febrero de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo VI)


En un descampado siniestro pleno de despojos metálicos oxidados, se lleva a cabo una ceremonia vudú, de ahí que Boris, recién salvada Vera, recaiga drásticamente en su mal y deba ser instalado junto a ella, observándosele un extraño absceso en el cuello.

En casa de Malou, éste, pegado a la mirilla de la puerta, escucha un alarmante bufido por parte de Foxy. Apartado un momento de la puerta, el marfil emponzoñado hiende la madera donde el policía hubiese estado de haber permanecido quieto. Malou busca sin éxito su arma a la par que el desconocido fuerza la puerta.

Mientras, Orlando, que en su casa es un niño bueno y católico hasta que sale a cabalgar su moto, espera a Ada a la puerta del Santuario de Soto, una mansión solariega no muy distinta a la de los Valli. Tanner, en una nube, anda también por los alrededores, sabedor de las andanzas de Ada mediante vigilancia ilegal. Cuando ella sale, discute violentamente con Orlando y se marcha por su cuenta, provocando toda esta escena una bajada brutal en el inspector, quien ficha al motero de ahí en adelante.

En tanto, Malou está a punto de recibir el golpe de gracia, de no ser por Foxy, que usa sus garras antes de que su lento amo dispare a bocajarro. Sorprendentemente, el atacante huye, dejando caer de su abrigo negro un sobre y de su herida un reguero de sangre interrumpido en medio justo de la escalera, sin más pistas.

Irina, a punto de escapar del subterráneo, cae bajo los efectos de una insidiosa anestesia. Su raptor le afeita la cabeza y dibuja en ella marcas para trepanarla.

(Continuará)

jueves, 5 de febrero de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo V)


En la Praga del siglo XIX, siembran el pánico los llamados, en titulares, “Crímenes del Arlequín”. En la Ciudad Centro de 1998, una persona vestida con el mismo atuendo se cubre con el abrigo negro, careta y sombrero que ya conocemos por vérselos al Desconocido, preparando su daga emponzoñada fabricada con colmillo de elefante para volver a matar.

En la mansión Valli, Boris, estupefacto, observa casi fascinado sangrar a Vera sobre el lecho.

Sin sospechar siquiera el estado de su hija, Geller Bach mantiene un conciliábilo secreto con Monseñor de Soto, durante el cual se requieren los servicios como animadora sexual de Ada Valli, a quien se tapan los oídos para que no escuche nada (el poder de seducción y dominio del Monseñor sobre sus acólitas es proverbial). Durante la entrevista, de Soto muestra a Bach un frasco que contiene un minúsculo feto humano.

Sin sospechar siquiera qué hace Ada, pero obsesionado por su recuerdo, algún jueves sabremos por qué, y a la par enfurecido por su falta de avances en el caso Irina, el inspector Tanner deja los alucinógenos y se interna en las drogas duras.

Para rescatar a Bungle, su mascota, Jason Michael contrata a Takeshi, un siniestro detective y asesino oriental medio ninja.

Irrumpiendo Vernon en la habitación de Boris, advierte el estado de Vera y la somete a una curación de urgencia, haciendo gala de grandes conocimientos médicos. Aquí comienza el interés de Boris por la carne.

En su domicilio, Malou, que dibuja historietas pornográficas bajo seudónimo para llegar a fin de mes, inspirándose en su gata, Foxy Lady, que es tan sexy como su nombre, recibe una llamada a la puerta. Es el asesino.

(Continuará)