jueves, 30 de abril de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo XVII)


En varias ciudades del planeta, grupos de quinceañeras frustradas y rabiosas por la anulación de la gira de Jason Michael se entregan a actos de vandalismo en monumentos de interés histórico-artístico, dando a entender que simbolizan una cultura de viejos incapaz de colmar su espasmódico furor adolescente, y por otro lado provocan en sus hogares incidentes fratricidas y parricidas que hacen revolcarse de gozo a los programadores televisivos. Estos medios, y otros más serios, se preguntan una vez más: ¿se deben estos hechos a la influencia lamentable de la Estereología, culto profesado por el cantante? Jason Michael, como es su costumbre, se mantiene al margen de todo, actitud sencilla para quien posee un armario, trasladado de su hogar familiar, donde poder encerrarse y charlar con el mismísimo Dios, que es un ser suave, bajito, sucio y fumador alojado en la referida pieza de mobiliario y que se alimenta de las sobras, más bien opíparas, de las comidas de Jason.

Vera Bach, en su estado de sonambulismo vengador, sube cual gata al lujosísimo apartamento del director orquestal de la “Casa Usher”, que la había violado a los doce años, y lo decapita de un mandoble cuando está a punto de violar a otra de trece. La novela existencialista francesa que lee Papa Vendredi mientras escucha be-bop cae de sus manos: comprende que Vera escapa a su control, y se pregunta qué hacer.

Escuchando al revés la llamada telefónica que grabó, Pedro Arteaga sigue sin entender ni palabra, pero en su cuarto crece el olor a azufre. Se dispone a escucharla otra vez, entre cuchicheos siniestros que surgen de las sombras.

Boris regresa a la Mansión Valli con Carla bajo el brazo. Vernon los recibe con austera ceremonia, sin mencionar el paso de la Milicia Arácnida, imposible de demostrar al no haber pruebas por ninguna parte. Lo que sí menciona Vernon es la presencia de un visitante, o mejor de dos: son Malou y Foxy, trayendo lo que ésta había escondido bajo su cojín: una carta para Boris, escrita por su padre.

(Continuará)

jueves, 23 de abril de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo XVI)


Moshé Shalom, tras terminar en tablas una partida de ajedrez con su vecino, un inmigrante magrebí viejo como él, sestea y evoca los duros días del stalag, los madrugones entre el barro, las torturas psicológicas, las mujeres y niños marchando hacia la cámara de gas a los sones de “Götterdämmerung”. También, a su pesar, evoca a Ilsa, la rubia malvada, desnuda sobre él, el recuerdo ocasionando a Moshé tanto trastorno que decide cambiar de canal en su mente, pasando a su idilio de vejez con Jalila, una quinceañera palestina a quien había prometido, falsamente, la liberación de su hermano preso por terrorismo. Visto que en su mente no echan nada bueno, Moshé toma su violín y un sombrero y se dispone a tocar en el metro. Hoy libra, tanto de músico como de espía.

En la comisaría, todos aman a Tanner, tan dulce, bondadoso, eficaz y ecuánime ahora, de modo que su ascenso es un secreto a voces. Sólo Malou, que echa de menos al cascarrabias de antes, desconfía. Mientras cavila sobre la nueva pareja de delincuentes que trae en jaque a las fuerzas del orden, el inspector recibe la visita de Ada, muy desmejorada por su overbooking sexual y por los perjudiciales efectos de las drogas milenarias con que de Soto la mantiene atada a su disciplina. Viendo que el relato, autocensurado, de sus desdichas no impresiona mucho a su ex amante y cómplice, Ada le administra su mejor beso de tornillo. Un hambre bestial e incontrolable se despierta desde lo más íntimo del nuevo Tanner, pero finalmente se las arregla para dominarse y tranquilizar a esa mujer que no conoce y con quien aún no le conviene realizar los actos salvajes en los cuales acaba de pensar. “Tanner” promete investigar la secta de de Soto, y Ada llora.

Conduciendo un coche de alquiler por un paisaje nevado, Takeshi pregunta a Pamela si es virgen. Ella se ruboriza.

Hace ciento y pico años, Boris sufre su primer ataque de ira. Enfermo por cuanto ha visto hacer a Franz en la persona de quien él ama, lo golpea sin piedad contra los muebles, contra el espejo, con una pata arrancada a una mesa, quema sus genitales con la llama de un candil, y lo maniata con la intención de arrojarlo a un río o un estanque, lo que haya más cerca en Praga. Carla sigue muda de espanto.

En 1998, miembros de la Milicia Arácnida hallan, inspeccionando los sótanos de la Mansión Valli, nada menos que ¡uno de los laboratorios del Doctor Misterio!, pero una nube de gas ponzoñoso surge de una rendija en el techo, callando sus bocas para siempre.

(Continuará)

miércoles, 22 de abril de 2009

J.G. Ballard (1930-2009)


Cuando uno aprende desde pequeño que el mundo exterior es una especie de pesadilla absurda imposible de controlar, la opción más inteligente puede ser huir hacia dentro y contemplar el medio ambiente con el mismo morboso placer estético que un lienzo del Bosco, de Dalí o de Max Ernst.

Quizá todo venga de crecer en tiempos de guerra, entre penalidades, hambrunas, epidemias, con los mortíferos aviones de combate del Sol Naciente como únicas visitaciones de un mundo más perfecto y puro, a veces volatilizadas entre aureolas de fuego que hacían presagiar la gloria tal como era descrita por los místicos.

No es raro que, trasladándose a una Inglaterra suburbial y gris de casas idénticas con jardín idéntico y mentalidades pequeñas que eran cada una a su modo una isla, se terminara soñando con dotar a Albión del esplendor tercermundista de un buen huracán, una buena inundación, una buena sequía, una buena explosión nuclear, con ese barroquismo nacido de la acumulación, la sordidez y el abandono, visto como reflejo de una desolación interna que de ese modo encuentra alivio y compañía.

Al principio, parecía viable encarnar esa melancolía contemporánea, esa vacía civilización del bienestar, en una colonia de burgueses decadentes a lo Marienbad, en figuras arquetípicas de alienación como aquella mujer trastornada al volante de un descapotable que parecía escapada de una película de Antonioni. Pero no bastó con ello: después hubo que soñar con la catástrofe, con la oportunidad ideal para convertirnos en los monstruos que realmente somos. Aunque incluso esto último se reveló como ilusorio: no necesitábamos soñar con la catástrofe, porque vivíamos ya en ella.

El erotismo del consumo, de la máquina, de la velocidad, de la muerte en la carretera, el glamour sucio de la polución, la delincuencia, el abandono urbano. ¿Para qué huir de ello, ir de progresista santurrón, pretender negar su existencia, conforme a la estrategia de los bienintencionados que confían en no ser devorados por el monstruo a fuerza de cerrar los ojos para no verlo?

De ahí la paradoja de que un canto malsano a la evasión, a la complacencia pasiva en el desastre, a la complicidad con la entropía, termine siendo una respuesta más airada, más impactante, al estado de las cosas, que los manifiestos de compromiso filocristiano con que nos obsequiaron varios nombres señeros del siglo XX, empeñados en hacer de apóstoles de un humanismo en el que ellos mismos no eran capaces de creer.

Ballard contó las cosas como eran, reconoció que, si el horror es nuestro pan de cada día, necesitamos contemporizar con él, aprender a disfrutarlo, encontrarle la belleza, reconciliarnos con el hecho de que vivir es colaborar con la catástrofe. Una tesis tan inaceptable que hubo que disfrazar a su proponente de escritor fantástico, de mercader de surrealismo, a costa de olvidar el verdadero sentido del término, que es “por encima de lo real”.

Si los ritmos de su obra a veces pecaban de reiteración, si su poética de la obsesión a veces se aproximaba al estatismo, la dinámica surgía de esa discreta perversidad, ese afán de ir “al revés”, que diría Huysmans, haciendo de seguir la corriente el mayor acto de rebeldía, suponiendo que plantar cara a lo inevitable no es sino un vulgar modo de negarlo.

Que haya sido el cine, un medio tan comúnmente épico, el encargado de fijar el mensaje de Ballard en la cultura contemporánea, es la enésima de sus paradojas: sólo él podía hermanar a los directores de “E.T.” y de “Vinieron de dentro de...” en un maridaje contra natura que prueba la vigencia de un escritor que irá creciendo poco a poco a medida que nos percatemos de que sus libros, en el fondo, no son otra cosa que manuales de supervivencia.

domingo, 19 de abril de 2009

Perder el alma por falta de uso


El cuento de Ramuz para “La historia del soldado” de Stravinsky lo deja claro: el diablo quiere el violín del soldado a cambio de riquezas porque el instrumento es su alma. Pero a cambio se verá obligado a vivir solo, sin que nadie lo reconozca, ni sus amigos, ni su propia novia. Al verlo, todos lo tomarán por un aparecido, un muerto viviente.

Los cuentos encierran sabiduría. En nuestro caso, no podemos hablar de riquezas, ni siquiera de una moderada abundancia, pero a cambio, la funda de la Epiphone cría polvo, convierte en permanentes las manchas de la pintura del piso hace dos años. Y va a ser verdad que existe el alma y que su ausencia es perceptible por quienes poseen cierta sensibilidad, o al menos por las mujeres, que son casi los únicos seres cuya sensibilidad nos importa mínimamente.

Es duro ser una persona sin alma, pero se puede vivir, igual que se puede vivir sin un apéndice o sin un riñón. Aparte de que lo de la soledad no es del todo cierto. Los muertos vivientes empezamos a ser legión, y un día conquistaremos el mundo.

jueves, 16 de abril de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo XV)


Sorprendido al no hallar por rincón alguno de la mansión Valli el esqueleto de Carla, Vernon recibe un sobresalto aún mayor al ver desde un punto privilegiado a componentes de la Milicia Arácnida pululando por el vasto salón armados hasta los dientes. Vernon, prudente, se interna en un pasadizo camuflado por un busto de Palas.

Regresando a casa tras una reunión clandestina en Bayreuth, Geller Bach halla espantosamente destrozado, como a hachazos, su espléndido Steinway. Los ojos verdes de su hija Vera llamean tras una cortina de terciopelo.

En la comisaría, el falso inspector Tanner ha cambiado por completo: es muy amable con toda mujer que se le cruza e incluso invita a gofres a Malou, hasta entonces blanco propiciatorio de sus peores humores. Malou sigue recordando el sobre caído de la capa del Arlequín, y el papel amarillo, o algo parecido, sobresaliendo de bajo su solapa.

En una casa de un barrio céntrico y marginal, un hombre maduro, alcohólico y heroinómano a la vez, fustiga con su cinturón a una robusta dama rubia que permanece inmóvil sobre su cama, de espaldas, llorando sin siquiera abrir la boca. De pronto el sonido de los azotes cesa, y desde el interior de un cuarto adolescente cerrado con cerrojo se escucha un arrastrar de pies, un forcejeo y tres estremecedores choques entre cráneo y pared. La ocupante del cuarto descorre el cerrojo y acude a la fuente del sonido. Pamela ve frente a sí al hombre maduro sin sentido, a la dama llorando más que antes, y más al fondo a Takeshi, quien pronuncia, con áspero acento oriental, las palabras “Ven conmigo, te necesito”.

La habitación de Noëlle en la Praga del S. XIX ha sido el escenario de la satisfacción, por parte de Franz y en la persona de su hermana Carla, de toda fantasía sexual imaginable salvo las homicidas, las cuales, en apariencia, van a comenzar ahora, ante los ojos, entre indignados y excitados, de la dueña de la casa. Franz rodea el cuello de Carla de un cordón de seda trenzada que va apretando a la vez que la sodomiza. Sus alaridos de placer son tan extravagantes que le impiden registrar la entrada en la alcoba de un extraño que lo encañona en la sien. Es Boris.

(Continuará)

sábado, 11 de abril de 2009

Tras los pasos del Rey Carmesí 5: "Earthbound" (1972)


Mis habilidades para la búsqueda en Internet han debido de verse muy mermadas con el tiempo, pues, de otra manera, no me explico que no exista una lista de “Los 10 directos oficiales peor grabados de la historia del rock”. Una lástima, dado que tendríamos el gusto de contemplar en el podio, junto a “Live at last” de Black Sabbath y a algunos punkis renegados, a los mismísimos King Crimson con “Earthbound”, disco que durante muchísimos años, y con razón, no estuvo disponible en CD.

Aunque, de nuevo, tal vez la cutrez de este disco, grabado directamente a cassette “desde la parte de atrás de un camión Wolkswagen, como reza la contraportada, sumara puntos a la credibilidad del grupo para el tipo de mentes perturbadas que deciden lo que es bueno en la música rock. No olvidemos que, en los años dorados del sinfónico, cuando ya el concepto “disco doble” empezaba a ser sinónimo de tostón, las bandas punteras, léase Yes o ELP, sacaban directos que, en aras de reproducir en su totalidad sus espectáculos, no eran dobles sino TRIPLES, con el consiguiente aumento de precio y la furia contenida de los resentidos sin talento que veían en todo esto un acto de presunción y ostentación sin límites.

En cambio, Crimson sacaban un disco en vivo directamente en la serie económica de Polydor, con una portada negra, y con un sonido distorsionado, sin detalle, a menudo sepultando el bajo debajo del retumbar de la batería, en las antípodas de los primores sonoros que se han asociado siempre al subgénero. En cierta manera era como decir, “si los Stones o los Kinks pueden sacar discos en directo flojos, King Crimson pueden sacar uno todavía peor, con menos valores de producción, casi de guerrilla”.

¿Fripp adelantándose a su tiempo, o más bien sucumbiendo a un repentino ataque de chapucismo? Es difícil saberlo. El inicio del disco ya pone en antecedentes: la versión del “20th century schizoid man” posee una energía que sorprendería a todos esos grandísimos detractores del grupo que jamás en la vida se han sentado a escucharlo, pero el sonido hace verdadero daño, hasta el punto de que no sólo la voz de Boz Burrell está filtrada y descompuesta a través del sintetizador VCS3, sino que el grupo entero lo parece. Estoy bastante convencido de que la media de los discos piratas del mercado suena bastante mejor que esto, y, si me da grima escuchar las grabaciones históricas de directores como Furtwängler o Toscanini por su penosa calidad según las exigencias actuales, imaginaos esto. “Earthbound” es más un documento sonoro que una obra que merezca estar en el canon del grupo.

Eso sí, el documento resulta curiosísimo por la imagen tan diferente que arroja sobre Fripp y compañía. Lejos de las influencias clásicas del inmediatamente anterior “Islands”, el núcleo esencial de la banda que lo grabó se asemeja más a una “jam band” de aquellos tiempos, dispuesta a adoptar un modo “jazz funky” a la menor oportunidad que se presentase. Parece ser que a Sinfield, ya separado del grupo, esto no le hacía muy feliz, y quizá no le faltara razón. Es verdad que la música que oímos en cortes como “Peoria” o “Earthbound” es más vitalista y terrenal que la de “Islands” o “Lizard”, pero también es cierto que la originalidad de esas improvisaciones, puestas en el contexto de la época, no es demasiado grande. Esos ritmos funky de ojos azules, con Boz haciendo scat y Mel Collins incidiendo en ese típico saxo pentatónico rockero que, por razones familiares, me provoca cierta grima, eran en el fondo el menú habitual de muchos grupos británicos de la época, y tampoco se puede decir que Crimson domine el estilo de manera excepcional: el bajo de Boz es simplemente adecuado y no interactúa demasiado con los demás músicos (al igual que Gordon Haskell, Burrell no sabía tocar el instrumento al entrar en el grupo y Fripp le enseñó en tiempo récord) y al propio Fripp se le siente mil veces más cómodo en los punteos cósmicos con el E-Bow que crando una base rítmica con el wah-wah.

“Groon”, aunque en una línea parecida, tiene una forma más libre, más free que jazz, con el toque vanguardista de procesar el solo de batería de Ian Wallace mediante el VCS3, momento precursor en al menos 10 años de las baterías electrónicas de los 80 y más espectacular para experimentarlo en vivo que para escucharlo en un disco, como todos los solos de batería, por otro lado (Dios sabe que amo a Led Zeppelin, pero las versiones en vivo de “Moby Dick”, con Bonham baqueteando durante 20 minutos, podrían haber sido escucha obligada en Guantánamo). Para más inri, la prístina calidad sonora de la grabación convierte el innovador fragmento en un pequeño suplicio.

Pero a pesar de estos momentos aislados de búsqueda, tampoco muy exitosos, la balanza se inclinó hacia la incomodidad. Pese a que Fripp suele desmentir las acusaciones de ser el dictador de Crimson, él mismo reconoció que la dirección improvisatoria de esta formación chocaba con sus conceptos de lo que debía ser el grupo y de ahí nació la decisión de disolverlo. Incluso cabría la posibilidad de ser más malo aún y de interpretar el pobre acabado sonoro de “Earthbound” como una manera deliberada de relegar a la oscuridad esta encarnación de la banda y pasar página. De hecho, no fue hasta 2002 que tuvimos otra oportunidad de recuperar las hazañas en directo de Fripp, Boz, Collins y Wallace, con Sinfield ya perdiéndose en la lejanía, a través del disco “Ladies of the road”, cuyo repertorio más variado pudo reivindicar este Crimson para siempre... de no ser porque el segundo CD, “Schizoid men”, montaje de múltiples solos de guitarra y saxo en la canción bandera del grupo, supone un desafío insuperable a la paciencia del oyente. ¿La historia se repite? Sólo sé que éste, con sus limitaciones, fue un buen Crimson, refrescante y diferente a todos los demás, y que, si Robert Fripp no leyó “El demonio de la perversidad” de Allan Poe, sí puso a menudo en práctica su filosofía.

jueves, 9 de abril de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo XIV)


Malou, dibujando una aventura de porno nazi, sigue intrigado sobre el paradero del sobre que dejó caer en su piso el desconocido. Si hubiese tenido dos dedos de frente, habría buscado bajo el cojín de Foxy, pero, claro, los policías de los seriales nunca hacen nada a derechas.

En cambio, Takeshi prospera mucho más en sus pesquisas, dando con el árbol y la torre de comunicaciones que buscaba, aunque este progreso no signifique gran cosa, pues, en primer lugar, allí no hay más que una parada de autobús en medio de ninguna parte, y, en segundo lugar, la Tabla Encantada, que era plegable, se rompió durante la pelea con los antidisturbios. La única opción disponible, por tanto, es coger el autobús.

En el centro de la ciudad, Orlando comete la primera torpeza en su carrera delictiva, que está a punto de ser la última por culpa de un abuelo con bate de béisbol y su monstruosa hija, dueños de un pequeño comercio especializado en frutas y hortalizas no muy frescas. No obstante, Irina interviene, causando una sórdida escabechina tras la cual ella y Orlando se dan a la fuga, iniciando la andadura de un tándem que dará que hablar.

En la cripta del Santuario de Soto, el inspector Tanner se topa con una bestia abominable entre minotauro, gárgola y gorgona a la que planta cara. Tanner pelea denodadamente, empleando, para dar toque comercial, técnicas de kickboxing, claro está que sin resultados positivos, pues es tumbado y a continuación aherrojado por acólitos mientras el monstruo toma su apariencia y se dirige al exterior.

Vera Bach regresa, temible, abstraída y portando un espantoso machete bajo la falda, a la casa paterna. La Milicia Arácnida rodea con sus tropas la Mansión Valli. Ada comienza a deplorar la vida en el Santuario de Soto, empachada del sabor del semen, y, a todo esto, ¿qué diablos sucedió en Praga el siglo pasado?

(Continuará)

miércoles, 8 de abril de 2009

Spin the black circle


Los lectores de mi única entrada con cierta repercusión deben a buen seguro de tomarme por un nostálgico de los viejos discos de plástico negro con 30 centímetros de diámetro que giraban a 33 1/3 revoluciones por minuto, pero lamento decir que no es así, y que las razones se componen a medias de falta de convencimiento y del espíritu de contradicción más puro.

Cada vez que oigo eso de que los vinilos suenan mil veces mejor que cualquier CD, recuerdo mi consternación juvenil cuando se me cayó al suelo un elepé con versiones rusas de música orquestal de Debussy y Ravel, y desde entonces no pudo dejar de oírse un sonido de fritura que se cargaba por completo la “Pavana para una infanta difunta” y el inicio del “Bolero”. Cada vez que en una pieza musical asomaba la amenaza del silencio, me echaba a temblar, porque sabía que nada, ni los cuidados más neuróticos, ni las bayetas, ni los sprays, lograría que las imperfecciones físicas del soporte no se inmiscuyeran.

Supongo que el tema depende un poco del tipo de música que escuches. Cuando Elvis Costello, un tipo a quien no puedo ni ver, habla de que los cedés son un timo y que las reediciones digitales destrozan el original, me da que ninguna de sus referencias deja de tener un sólido ritmo de batería y un colchón de guitarras que de por sí disimulan cualquier soniquete de fondo. Yo casi tengo asumido que los vinilos son el rock, que las carpetas grandes con el redondel plástico por dentro, la tapa del tocadiscos, el brazo que baja sobre el plato giratorio, son una parte tan integral de la iconografía de ese tipo de música como el mástil de la Fender Stratocaster, los amplificadores Marshall o las groupies esperando entre bastidores.

Uno siempre tiende a mitificar aquello con lo que creció, de ahí que, los que aprendieron a amar, por ejemplo, a AC/DC escuchándolos en vinilo, y crecieron con ese sonido, nunca serán capaces de reencontrarlo en los compactos. ¿Es un sonido peor? Dejémoslo en diferente. Os admito que no entiendo de jerga técnica, y no soy capaz de ofrecer argumentos técnicos a favor del vinilo, o del compacto, pero me temo que no se trata de una cuestión técnica, sino de una preferencia visceral que se disfraza de decisión racional.

La baza esencial del vinilo parece ser su glamour. Más allá de bondades sonoras (que las tiene) un disco de vinilo en reproducción fascina visualmente, con esa espiral hipnótica sobre la cual patina en equilibrio una aguja de diamante, con esa mezcla de estatismo y movimiento constante, con esa posibilidad de manufacturar curiosas piezas de coleccionistas con plástico del color más peregrino o imprimiendo dibujos o fotos que veremos girar hasta el infinito. Comparad esto con los cedés, que nos limitamos a meter en una bandejita y cuyas revoluciones se nos ocultan. Yo a veces he pensado que los cedés recuperarían su popularidad si pudiéramos verlos girar a toda leche y nos fuera posible percibir el impacto del láser sobre su superficie plateada. Claro está que las radiaciones del láser son dañinas para el ojo humano, como todo poseedor de un discman ha leído en forma de advertencia, preguntándose qué tipo de experimentos macabros con niños trabajadores de Indonesia llevaron a esta constatación científica.

A mí sinceramente me gusta que el disco no tenga desgaste físico ni ruido de fondo. Como no soy un rockero de pura cepa y mi sentido de la audición es más bien limitado, no percibo la diferencia entre un power chord de Pete Townshend en “Live at Leeds” en la edición de vinilo y en la edición en CD. Como me gustan los artistas prolíficos capaces de estirar su inspiración durante horas, no temo que la mayor capacidad de almacenaje del disco compacto llene los discos de infumable material de relleno. Es más, siempre me sentí engañado cuando un disco duraba 35 minutos, y hubo una época, antes de Internet, en que un disco te lo tenías que comprar por narices, y pagar dos mil pelas por algo que no llegaba ni a la duración de un telediario era bastante duro.

Amén de que yo llegué al CD para escuchar música clásica. Diga lo que diga algún abuelo recalcitrante que echará de menos los discos de pizarra con manivela, la posibilidad de tener cerca de ochenta minutos en un solo soporte, sin intrusiones sonoras que no estén en la cinta original, con los silencios manteniéndose puros, no tiene precio (amén de que los cedés de música clásica, ya lo he dicho en algún lugar, siempre fueron sensiblemente más baratos). En un contexto así, echar de menos el vinilo es como quejarse en un concierto sinfónico porque nadie tose.

Decididamente, es cuestión de públicos. Cuando voy al Corte Inglés o la Fnac (casi únicas tiendas de discos supervivientes, y no bromeo), nunca veo el Beethoven de Karajan o las óperas con Maria Callas reeditados en vinilo, pero sí que veo “Cosmo’s Factory”, “Their Satanic Majesties Request” o incluso “Teaser and the Firecat” de Cat Stevens, en el esplendor de sus carpetas grandes originales. Me gusta verlos allí donde están, pero yo no regresaría al vinilo, que en gran medida fue para mí un tiempo de pequeños sufrimientos, de salvar discos, en plan Schindler, del tocadiscos de mi hermano mayor, que debió de tener la misma aguja gastada durante cerca de 10 años. No puedo conectar con esa aureola cool que le dan al vinilo jovenzuelos indies que han crecido con el sórdido compacto. Pero entiendo en gran medida ese encantamiento, ese embrujo irracional que la industria querría potenciar a cualquier precio, porque a ver quién es el guapo que puede bajarse un redondel de plástico negro por la mula.

jueves, 2 de abril de 2009

Flashback: Loco por tus huesos (Capítulo XIII)


El Santuario de Soto, para un profano, es un laberinto, como puede comprobar el desquiciado inspector Tanner, que ha penetrado allí arma en mano para rescatar a la desaparecida Ada. De pasillo a pasillo, de pared falsa a puerta que desaparece pese a haber estado allí momentos antes, Tanner recuerda cómo, en un lujoso cuarto de baño, él y Ada ahogaron juntos a alguien que no vemos en una enorme y lujosísima bañera, y cómo, presa de la excitación del asesinato, él la penetró allí mismo, con la víctima aún dando sus últimas boqueadas y un desapercibido niño de familiar expresión observando todo desde la puerta. Devuelto al presente, Tanner llega a las escaleras de una cripta, que desciende candelabro y pistola en alto, cuando se escuchan un crujir de losa y extraños rugidos.

En el subterráneo del Doctor Misterio, éste, muy ocupado en iniciar a Bungle en las matemáticas, no repara en cómo Irina prácticamente se automutila para soltarse de sus ataduras y huye por un repugnante túnel finalizado en claraboya. Su estado de práctica desnudez causa el estupor de los desdichados que pernoctan en un callejón, incluídos unos aspirantes a violadores que terminan huyendo víctimas de golpes, arañazos y mordiscos varios a cual más brutal y salvaje.

Mientras, Pedro Arteaga capta una llamada al ausente Geller Bach, en un idioma desconocido para él, políglota dominador de doce lenguas, sin incluir la de la difunta Ingeniera de Sonido, única experiencia sexual en la madura vida de ambos. De repente, Pedro recuerda algo que ella le dijo.

En la Praga de 1800 y pico, Noëlle y Carla, colgadas de belladona, reciben a un apuesto enmascarado que mantiene su careta aun cuando todos se desnudan y construyen entre ellos geometrías sexuales imposibles. Dejada a un lado Noëlle, el desconocido alcanza el orgasmo con Carla y en el posterior período de laxitud levanta su careta y se descubre como Franz. Ella intenta gritar, pero ningún sonido surge de su boca.

(Continuará)