domingo, 24 de enero de 2010

Tras los pasos del Rey Carmesí 7: "Starless and bible black" (1974)


O, como dijo Bill Bruford rememorando a una espectadora de la primera fila, “Bra-less and slightly slack”. Quien no lo entienda, que desempolve el diccionario y se convenza de una vez por todas de que los del rock sinfónico, como cualquier hijo de vecino, también se pasan la vida pensando en lo mismo. Si no más.

Por lo demás, la impresión que da el disco nada más que con la portada es de austeridad. Los Crimson floridos y hippies, de los que quedaban aún ciertos vestigios en “Larks’ tongues”, parecen haber pasado definitivamente a mejor vida, sin que me quede claro si esto es bueno o no. Sin Sinfield se pierde decadentismo, se pierde esa tontorronería retórica tan entrañable. Ahora parece que hay temas cantados porque en un grupo de rock tiene que haberlos, pero parecen estar para cubrir el expediente: no llegamos a los extremos posteriores de Belew, que puso letra a “Elephant talk” con un diccionario de sinónimos, pero tampoco cabe la duda de que lo importante en “Starless...” es ese escoramiento instrumental hacia los sonidos duros, ese énfasis en la improvisación entendida más como una creación colectiva que como una sucesión de solos. Por eso Bruford aparece acreditado como compositor en “Trio”, un corte donde no participa.

Siempre he encontrado curiosa la estructura de “Starless...”. Quiero decir: ¿un disco de rock sinfónico con seis canciones en la cara A? Pero ¿no se suponía que este tipo de chusma hacía una interminable canción por cara? Fripp se ha hartado de decir que las subdivisiones de las canciones en los primeros discos se debían a la necesidad práctica de tener un número mínimo de canciones en cada LP para poder percibir los royalties. Aquí, las subdivisiones son una realidad, aunque en el fondo haya el mismo concepto en la cara A que en la cara B, la que, esa sí, tiene sólo dos temas de diez minutos cada uno: mitad composición, mitad improvisación.

“The great deceiver” se distingue por su trepidante comienzo, con un tremendo riff en unísono de guitarra, bajo y violín eléctrico junto a una segunda guitarra de fondo acompañando con ácida distorsión, y por dos detalles peculiares de la letra: la única aportación literaria de Robert Fripp al grupo, “Cigarettes, ice cream, figurines of the Virgin Mary”, en alusión al mercantilismo del Vaticano, y las míticas palabras iniciales “Health-food faggot”, entendidas durante mucho tiempo como una manera peyorativa de aludir a un homosexual aficionado a la comida dietética, hasta que alguien aclaró desde el Reino Unido que allí la palabra “faggot” es otra manera de llamar a las albóndigas. Una pena deshacer el equívoco, pues la alusión en el mismo verso a una “novia vendida” o “cambiada”, como el título de la opereta de Smetana, abría posibilidades de interpretación fascinantes más allá del retrato impresionista de ese “Gran Embaucador” amigo del diablo y aficionado a llevar la voz cantante con un traje a cuadros (lo cual me suena muchísimo al personaje de Tony en “El imaginario del doctor Parnassus” de Gilliam: ¿será Terry forofo de los Crimson?). Puede tratarse de un jefazo del mundo del espectáculo, o de un amo del capitalismo en general, pero lo fundamental es que se trata de uno de los números rock más poderosos y frenéticos del grupo.

Después, con un empalme sin interrupción digno de Frank Zappa, entra “Lament”, especie de autobiografía resumida de un músico de rock que llama la atención por el contraste entre la cotidianidad y universalidad de la experiencia que cuenta y la idea tópica de los músicos de rock sinfónico como gente poseída de sí misma y desdeñosa con el resto de la chusma. Ya sabemos por el libreto de “Ladies of the road” que uno de los abuelos de Fripp era minero y que sus clases de guitarra se pagaron con dinero duramente currado, de ahí que la música se meta tan dentro de la letra escrita por Palmer-James: las diferentes fases en la vida del músico, el idealismo romántico inicial, las angustias ante la explotación por los managers, y la postura cínica final donde se renuncia al arte y se prefiere concentrarse en el sexo y el vicio, tienen un arreglo musical diferente y distintivo que va como un guante a cada estrofa, empezando con lirismo melódico, siguiendo con una rabia angustiosa y disonante, y terminando con un ritmo vacilón que sería funky si Crimson supieran tocarlo.

“The night watch”, preciosa balada de sabor casi oriental, con una introducción en crescendo gradual que es casi un amanecer y un solo casi violinístico de Fripp de los que hacen época, es sin embargo la típica canción que sólo por su letra se atrae las iras de los iletrados. “¿Una canción sobre un cuadro de Rembrandt?”, dirán, “¿Pero estos quiénes se creen que son, restregándonos su cultura por la cara?” A mí, en cambio, me parece melancólica y nostálgica, evocando el mundo anticuado, aislado y sin incidencias de la alta burguesía, tan elegante, majestuoso y próspero pero falto de verdadera vida, como si se tratase de un cuadro pintado hace más de trescientos años. Es el tipo de letra que uno esperaría de alguien con un apellido compuesto como Palmer-James, pero, como no soy un inglés clasista y resentido de clase media o baja, no me molesta.

El resto de los cortes del disco son improvisaciones o fragmentos de improvisaciones. “We’ll let you know” se vertebra en torno al bajo de John Wetton, cuyo tono, garra y vivacidad recuerdan al de Chris Squire. Se empieza con una especie de melodía de timbres weberniana y se va construyendo paso a paso un intento de funky progresivo que, ahora que lo pienso, pudo muy bien inspirar "Death dies", el tema de los asesinatos de "Rojo oscuro” de Argento, a poco que se le acelerara un poco el tempo. El final del tema es claramente un corte seco a la cinta (aunque no tan bestia como en "The mincer", donde se inmortalizó para la posteridad el agotamiento del rollo de cinta) como para dejar claro que había más y que el carácter improvisativo de la banda se disfrutaba en todo su esplendor sobre el escenario. Treinta y seis años después, podemos constatarlo en discos como “The night watch” o “The great deceiver”. Aún recuerdo las diez mil pelas que costaba este último allá por los inicios del CD y el pequeño trauma que aquello me produjo. La reedición, mucho más prudente, es en dos volúmenes.

“Trio” es otra incursión cimsoniana de muchas en el pastoralismo británico de Elgar o Vaughan Williams, con un melotrón que casa a las mil maravillas en una improvisación sin batería que debería hacer reflexionar a quienes ven en Crimson la “línea dura” del rock sinfónico. El atonalismo de Fripp y compañía se limita a sus ocurrencias aleatorias al margen de las canciones escritas, pero Fripp, como compositor, es un clasicista nato que admira a Mozart y Haydn y lee los estudios sobre el estilo clásico de Charles Rosen. Es fácil sonar a vanguardia cuando no se tiene partitura, pero es cierto que fragmentos como el que da título al disco, “Starless and bible black”, que es como “We’ll let you know” pero en más largo y más rápido, educaron a muchos oyentes como un servidor en aceptar la atonalidad como un componente normal de la música, aunque, no hay que olvidarlo, el efecto está mucho menos buscado de lo que cree más de un crimsoniano obseso.

Por último, “Fracture” es algo así como la culminación, el final del camino, porque básicamente se trata de la misma composición para guitarra solista, con sus sonoridades aceradas, sus veloces y difíciles arpegios y sus progresiones ascendentes, que Fripp viene incluyendo, bajo diferentes títulos, en la mayoría de los discos de Crimson publicados desde entonces. Es una música tan cerebral como visceral, con bastante pegada y un tono tirando a rabioso, pero es una fórmula tan perfecta que poco se puede innovar ya en ella. Supongo que Fripp se dio cuenta entonces de que este concepto del grupo había alcanzado su perfección, pues al Crimson clásico le faltaban un par de telediarios y su líder, presa de ominosas premoniciones, veía cercano el fin de la civilización tal como la conocemos. Vista como banda sonora para el fin del mundo, “Fracture” gana si cabe, adquiere carácter épico, pero la no materialización de este fin del mundo posibilitó que Crimson se convirtiera en una fórmula, y la verdad es que es una pena, pero en el fondo los verdaderos clásicos no innovan. Que se lo pregunten si no a Charles Rosen.

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