miércoles, 21 de julio de 2010

Wild at heart 1990


Ahora va a resultar que la bromita sobre el vaquero y el francés era la ruptura simbólica de Lynch con sus raíces europeas, por si no queda claro también después de ver al muy british Freddie Jones hablando prácticamente con la voz del pato Donald. Lynch de repente quiere ser el más americano de los directores, reescribiendo “El mago de Oz” con canciones de Elvis y con enormes descapotables recorriendo un camino de baldosas amarillas reconvertido en sistema de carreteras. Lo malo es que los dos amantes puros son menos interesantes que el mundo de corazón salvaje que recorren con su chulería e inocencia exageradas. Todo relato de carretera es una sucesión de etapas, una parada después de otra, y aquí me falta el sentido de unidad, y me sobran las ganas de fabricar un éxito en las pantallas con ruido atronador, escenas de sexo falseadas y momentos de violencia chocante de los que dan que hablar. Cierto es que así es como se mantiene en pie una carrera, y que no se seguiría hablando de David Lynch sin películas como esta, pero tanto vulgarizar su surrealismo me preocupa. Al menos las cadencias del montaje son raras, sale el gran Dean Stanton en un papel de detective enamorado que vale su peso en oro, la galería de villanos, desde Marcelo Santos hasta Bobby Peru, el señor Reindeer o la extraña pareja Juana-Reggie fascina durante su (breve) tiempo en pantalla y las apariciones de “Im abendrot” demuestran que, digan lo que digan, Richard Strauss no tenía absolutamente nada que envidiar a Gustav Mahler. Pero las genialidades incidentales no bastan para fabricar un todo coherente, lo anecdótico termina sacando muchos enteros a lo principal y la impresión final es de haber mareado durante demasiado tiempo un pretexto muy simple. Ni el Rey de Graceland ni la chica de los botines escarlata están a la altura del expresionismo surreal de un Bacon, del aroma mítico de una Inglaterra patética y dickensiana, ni siquiera de las fantasías de poder de Frank Herbert. Es difícil dotar al arte pop americano de la misma dimensión densa e inquietante que a veinte siglos de paranoia europea. Llamadme esnob (que lo soy), pero para mí que Lynch, pese a la valentía de su intento, no lo consigue. Mejor dejar la carretera y volver a Lumberton. O a Twin Peaks.

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