domingo, 29 de agosto de 2010

Satoshi Kon (1963-2010)











Acababa de terminar de ver el primer capítulo de "Paranoia agent" cuando me sorprendió la noticia. Acostumbrado a la longevidad nipona, me imaginaba todavía viendo las últimas maravillas de Satoshi Kon en el 2020 o el 2030, tenía la curiosidad de si su visión oscura se iría suavizando o no con el tiempo, creía que su mayor humanidad le capacitaría para quitarle el trono de rey del anime a Mamoru Oshii cuando el venerable Miyazaki ya no estuviera con nosotros. Pero sólo con lo que ha dejado, ya es uno de los grandes. Su modo de utilizar las armas de la ciencia ficción y la fantasía (e incluso del giallo) para retratar la esquizofrenia del Japón ultracapitalista fue digno de encomio, pero no nos quedemos en una interpretación superficial y progre: Kon era aventura, Kon era melodrama, Kon era erotismo, Kon era un clásico disfrazado de vanguardista, un Mizoguchi disfrazado de Kubrick. Y duele mucho quedarse sin saber a dónde le habría llevado su evolución.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Las aventuras de Manuela


Según un personaje de Gene Wolfe, una mujer siempre necesita una razón, mientras que a un hombre le basta con un lugar. Diferenciación paralela a la del erotismo “blando” y el porno duro: el primero, dada su incapacidad para mostrar todo lo mostrable, necesita vestir su mercancía con un simulacro de historia; el segundo puede cortar directamente a la persecución, como dirían los anglosajones. Si hiciéramos caso a cierta sabiduria convencional, el softcore sería más femenino y el hardcore más masculino: las mujeres necesitarían rodearse de una ficción elaborada, mientras que los hombres no necesitarían ficciones por preferir vivir una realidad tangible, una acción física y brutal sin coartadas.

Como ahora el porno se considera moderno y progresista, se ha acumulado una especie de desprecio injusto hacia el cine erótico softcore, considerado un sucedáneo hipócrita de lo auténtico, pero uno siempre ha sentido cierto cariño hacia aquellas películas que vendían sexo en la misma plaza pública que el resto de géneros convencionales y que compensaban su falta de insertos con una carga sociológica de la que no pueden presumir la mayoría de productos a la venta en sex shops, más cercanos al surrealismo, al tipo de lógica onírica que hace inevitable que todo hombre que se tope casualmente con una pareja lésbica en plena labor termine manteniendo relaciones con ambas a la vez.

Si uno, por ejemplo, considera la serie “Emmanuelle”, y concretamente las tres primeras películas, protagonizadas por Sylvia Kristel, se encontrará con un curso intensivo sobre el auge, la decadencia y la caída de la liberación sexual de los años 70. Antes del comienzo de la acción de la primera película, lo único que distinguimos bien de París es la familiar fachada del Sacré Coeur. No hace falta más. No hacen falta cincuenta minutos de burgueses fariseos yendo al hipódromo, como en “Los amantes” de Louis Malle. Lo importante es que París es la civilización, y en la civilización no puede existir el placer.

Por lo tanto, se hace necesario encontrar un paraíso perdido, y, ¿qué mejor paraíso perdido que una colonia? A nadie se le debería escapar que el turismo tercermundista no es sino un colonialismo disfrazado y que sólo en un contexto de culturas extrañas, desconocidas y menos desarrolladas para una mirada occidental resulta factible airear pasiones vergonzosas y llevar a cabo fantasías personales que no encontrarían cómplices entre personas del primer mundo con demasiada dignidad. Cuando Emmanuelle llega a Tailandia, se encuentra un panorama de esposas abiertamente infieles, de lolitas que se masturban sin inhibiciones delante de ella en una hamaca. Su marido, haciendo gala de lo que hoy llaman “compersión”, requiere de su cónyuge que tenga cuantas más aventuras extramatrimoniales mejor, participando vicariamente de su placer mientras él hace lo propio con otras mujeres.

Pero Emmanuelle es básicamente una heroína de novela rosa, busca el amor a pesar de su éxito erótico, de ahí que llore cuando su amante arqueóloga le confiese que lo suyo es sólo sexo. El camino místico de degradación al que la conduce el abuelete Alain Cuny, disfrutando voyeurísticamente mientras su pupila es disfrutada como trofeo de un combate de kickboxing, parece un síntoma de desesperación, una manera de olvidar los sinsabores de un corazón roto mediante la embriaguez de los sentidos.

Un moralismo que parece dejarse a un lado en “Emmanuelle 2: La antivirgen”, película mejor dirigida que su predecesora (aunque sin su filosofía y sin la música de King Crimson) donde se celebra el apogeo de la protagonista como heroína del sexo desinhibido y que culmina con la seducción de una chica presumiblmente menor por Emmanuelle y su marido. La ambivalencia del mito de Emmanuelle es clara: mientras que su eterna disposición para practicar sexo, incluso en público si el morbo lo manda, parece una fantasía masculina arquetípica para los ingenuos creyentes en el tópico de que “las mujeres no son así”, por otro lado se trata de una mujer activa que toma decisiones sobre su propio cuerpo y actúa en consecuencia. Para las japonesas que veían “Emmanuelle” en el París de los 70, la protagonista era ya una heroína del feminismo tan sólo por ponerse encima durante las relaciones con su marido. Para las feministas canónicas, Emmanuelle era un objeto.

Luego nos enteraríamos, en “Adiós Emmanuelle”, de que la buena mujer no creía en todo aquello, y que el círculo de swingers que la rodeaba en Tailandia o las Seychelles no se componía sino de zombis sin otro horizonte que el de la cama redonda. Después de la memorable y ripiosa canción de Serge Gainsbourg en los créditos, iremos aprendiendo la dolorosa verdad: que Emmanuelle era promiscua porque aún no había aparecido en su vida el amor verdadero. Al final iba a resultar que una cursi postal playera al anochecer es mejor fondo para la unión de los cuerpos que un sórdido tugurio en Bangkok. Todo el final de la película, que escenifica en clave de suspense los intentos del marido de Emmanuelle para evitar que ella se marche a París con su amante, parece querer revelar que el libertinaje intelectualizado de las dos primeras aventuras es sólo una pose decadente bajo la cual, de manera fatal, se oculta la naturaleza roja en diente y garra de los celos. El círculo parece cerrarse: a la altura del año 77, volveremos a estar presididos por la cúpula del Sacré Coeur, el sexo libre se desnvolverá tan sólo en el seno de grupos secretos, semiclandestinos, de los que se hablará con una mezcla bobalicona de envidia y repugnancia, y del oasis poliamoroso en Indonesia sólo quedará, en el inconsciente colectivo del primer mundo, la idea de que un billete de avión, unos vaqueros Levis o un collar de perlas falsas son inmediatamente intercambiables, en la brisa enrarecida del Pacífico, por cualquier adolescente de hermosos ojos rasgados.

Pero, para ojos, estos:

jueves, 12 de agosto de 2010

Inland Empire 2006


Ya lo dijimos hace unos cuantos días: las verdaderas pesadillas se proyectan en la cámara oscura de la mente, de una manera tan vívida como falta de nitidez. La alta definición carece de misterio: sólo lo que apenas puedes entrever es capaz de inquietarte. Quizá Lynch se dio cuenta de ello revisando “The alphabet” o “The grandmother”, y decidió que las texturas de su último sueño serían granulosas como sólo pueden serlo la de una minicámara kinescopada a 35 mm. Tal vez la idea se la diese su ex protegido Michael Almereyda, que rodó casi la mitad de su “Nadja” con una cámara de juguete de la marca Fisher Price. En todo caso, “Inland Empire” es Lynch desencadenado, invirtiendo la polaridad de “Mulholland Drive” para en esta ocasión servir una sexta parte de narración tradicional y otras cinco de narración experimental. Pero narración al fin y al cabo: ya produce cierta pereza el tópico según el cual esta película se aparta del cine narrativo para hacer otra cosa. Cine no narrativo sería por ejemplo el final de “El eclipse”: al no acudir a la cita ni Monica Vitti ni Alain Delon, deja de haber historia, y transcurren veinte minutos en los que esperamos que ocurra algo y nuestra expectativa no se ve satisfecha. Pero aquí está claro que se cuentan cosas, lo que no lo está tanto es cuáles y de qué manera. Uno solía tener una teoría sobre el argumento oculto de “Inland Empire”, pero ya está olvidada, prefiero dejarme llevar. Podríamos estar viendo la confusión entre la vida real, la película que se está rodando y el film polaco del que realizan un remake; podríamos estar viendo el pasado de Nikki Grace como esposa maltratada que pierde un hijo y se hace prostituta en el paseo de las estrellas de Hollywood mientras fantasea con ser una actriz famosa; podríamos estar viendo la pesadilla de un ama de casa en un estado de fuga psicológica análogo al de Henry Spencer en “Eraserhead”; podríamos estar viendo los temores de Nikki al estar siendo infiel a su marido con Devon, incluyendo las oscuras conexiones de aquél con las mafias del Este y la previsible venganza de la mujer engañada; podríamos ver el terror paranoico de todas las mujeres hacia todos los hombres y cómo la muerte de un ser abominable lo exorciza. Pero quizá tampoco importe: en un viaje a través de los pasadizos oscuros de la mente, cuando más entreveamos y menos veamos con claridad, mejor. Como de costumbre, a menudo basta con poder oír los rumores subterráneos que elabora Lynch para sentir miedo, a veces son las imágenes las que provocan ese miedo, otras veces es la certidumbre de que podemos ver cualquier cosa inesperada, de que no estamos seguros detrás de un esquema preestablecido y digno de confianza. Pero al final se produce una cierta liberación, se cambia el curso de la historia, Nikki se reconcilia y fusiona con su doble y ya no hay necesidad de fama ni de angustia. Las criaturas del subconsciente, sin embargo, estarán ahí para cuando las necesitemos para dar una fiesta dentro de nuestra cabeza. Curiosamente, aunque los detalles del argumento no se vean con claridad, sí podemos sentir sus fases, emocionarnos con su resolución, sea como se ha descrito aquí o no. Quizá sea difícil entrar en el universo de “Inland Empire”, pero, para los insensatos que nos hemos atrevido, la experiencia es agotadora, devastadora y hasta me atrevería a decir que purificadora, casi como pudo serlo “2001” a mis doce incautos años.

viernes, 6 de agosto de 2010

Mulholland Drive 2001


Da cierto coraje que el debate en torno a esta película se centre casi al 80% en el hecho de comprender o no comprender, de buscar teorías y explicaciones para un tramo final que, sin embargo, como muchos saben, fue un añadido de último momento externo a la concepción original de la historia. Como casi todos sabrán, “Mulholland Drive” iba a ser el nuevo “Twin Peaks”, la segunda serie de misterio para la pequeña pantalla de un Lynch dispuesto a corregir los errores de la primera vez, entre ellos revelar tan pronto la solución al enigma. Por eso, una de las maneras posibles de disfrutar la película, que no es otra cosa que el episodio piloto ampliado con nuevo material, es imaginar qué rumbo habría tomado el argumento, qué personajes habrían tenido mayor o menor relevancia y por qué. Obviamente, no habríamos tenido todo el tramo final que contradice las bases de todo lo que llevamos visto y que para unos representa un sueño y para otros la cruda realidad. Veámoslo más o menos como la venganza de un Lynch frustrado por el fracaso de sus planes, atacando con saña las expectativas de un desenlace coherente y satisfactorio en las que, por ejemplo, los ejecutivos de la ABC debían de creer como en el Evangelio. Algo así era el último episodio de “Twin Peaks”. El eterno teatro con las cortinas rojas, la fiesta final en Mulholland, las tan comentadas escenas lésbicas (que sin embargo, no nos engañemos, contienen tan sólo desnudos y besos), incluso la escena inicial en el Winkie’s cuando Dan cuenta su pesadilla, son todo añadidos para la película, que aprovecha la reputación surrealista de su director para así hacer perdonar la multitud de cabos sueltos que dejaba el piloto y que claramente iban a tener continuidad. Tal como ha quedado, “Mulholland Drive” es de lo más fascinante y más triste que ha rodado Lynch, una oda a los sueños rotos y a las ilusiones perdidas, en sintonía con el destino de la serie que iba a introducir y que a buen seguro iba a ser algo muy diferente. Me he quedado con las ganas de saber por qué Camilla Rhodes fue impuesta como protagonista por la mafia, cuáles eran las visitas que recibía la vecina de Betty y que le informaban sobre los acontecimientos futuros, qué relación iba a haber exactamente entre Adam y Betty tras su obvio flechazo en el plató y cómo esto iba a comprometer su pacto con la Cosa Nostra, quién era el Vaquero y por qué Adam iba a verlo dos veces si incumplía su promesa, por qué, al ver el cadáver de Diane Selwyn, Rita decide cambiar de aspecto, qué era exactamente el libro negro por el cual el pistolero rubio mata sin contemplaciones a tres personas, quién es el personaje quemado que vive detrás del Winkie’s, etc. La conclusión cinematográfica, con ese recurso al argumento oculto y al desdoblamiento que se ha convertido en el modo “por defecto” de Lynch para cerrar discursos laberínticos, parece simple en comparación con el ya insoluble enigma de lo que podría haber sido. Y lo peor es que, habiéndose estrellado en su intento más ambicioso de “contar una gran historia” (porque, si olvidamos el final cinematográfico, el material del piloto es hipnótico y deja con ganas de mucho más), David Lynch parece haber cambiado y haberse metido aún más en sí mismo, haciendo de su solución de compromiso para “Mulholland Drive” los cimientos de su trabajo subsiguiente.

lunes, 2 de agosto de 2010

The Straight story 1999


Hay muchos comienzos desconcertantes en la filmografía de nuestro hombre, pero quizá el de “Una historia verdadera” les gane a todos, con esos dos rótulos en pantalla que rezan:



WALT DISNEY PICTURES PRESENTS



A FILM BY DAVID LYNCH



Introduciendo lo que para unos es su película más “normal” (al loro con el doble significado de “The straight story”) y para otros la más rara, el momento en el que Lynch, definitivamente, se rió de todo el mundo. Lo cierto es que sólo Lynch se hubiese atrevido a hacer una peli de largo metraje sobre un abuelete que se recorre varios estados en un cortacésped. Lo cierto es que el inicio se parece bastante al de “Blue velvet”. Lo cierto es que el surrealismo de carretera al estilo “Corazón salvaje” sigue estando ahí, aunque en versión mucho más amable. Lo cierto es que Lynch demostró que podía hacer una película sin necesidad de sexo, violencia o una narración rebuscada. Lo cierto es que los personajes de Alvin Straight y su hija Rose son entrañables y están contemplados con una humanidad y una compasión que pocas veces se le han reconocido al cineasta. Da cierta rabia que uno de los maximalistas por excelencia del cine se pase al minimalismo, pero, visualmente, la peli es una joya de paisajismo (con el regreso de Freddie Francis a la fotografía) y de narración suavemente irónica (ejemplo: la cámara hace una panorámica vertical desde el vehículo de Alvin hacia el cielo, hace un fundido encadenado, como queriendo mostrar el paso del tiempo, baja otra vez, y Alvin, en lugar de estar llegando casi al horizonte como reza el tópico, está aún cerquísima del espectador). Lynch, al servicio de un guión de su mujer, Mary Sweeney, es más Rockwell que nunca, se permite una visión pastoral sin claroscuros (de hecho, ni siquiera me resulta casual que el tema musical que acompaña la odisea de Alvin se parezca tanto, arreglos country al margen, al de “Twin Peaks”), que desemboca, una vez reunidos los dos hermanos Straight, en la misma visión del cosmos orgánico y unificador que había en los finales de “Eraserhead” o “El hombre elefante”. Pero a mí me sigue pareciendo una película muy extraña, que casi parece el resultado de una apuesta para ver a cuántos detractores de David Lynch conseguía engañar. Como paréntesis curioso, como experimento, como planteamiento de uno de los caminos posibles que podría haber seguido nuestro protagonista, como demostración de que un buen cineasta puede sacar oro hasta del material más telefilmero y poco prometedor, “Una historia verdadera” no tiene precio. Pero no me preguntéis si la prefiero a cualquiera de las anteriores o posteriores.