domingo, 16 de enero de 2011

Un vicio muy extraño


Siempre he creído que se ama la década en la que se fue niño y se odia aquella en la que se fue adolescente. Ahí tal vez quepa buscar una de las claves de que me guste tanto el giallo: es empezar a ver películas como “La perversa señora Wardh” y experimentar una inmersión total en la época. Esos interiores con el papel pintado blanco de rayas verdes, ese rímel de Edwige Fenech, esas camisas naranjas de George Hilton abrochadas en el tercer botón para lucir pecholobo de latin lover. Todo cuanto a algunos descreídos les produce una hilaridad malintencionada, a mí me resulta entrañable, una fuente inagotable de ensueño visual fechada en los años en que la vida me parecía tan llena de posibilidades. No me parece casual, ni mucho menos, que gran parte de mis gialli míticos se produjeran, como este de Martino, en el mismo año en que nací.







Ver el cuerpo opulento en carnes de Edwige Fenech retrotrae también a una época feliz durante la cual el canon erótico no estaba aún filtrado por la sensibilidad gay de los modistos, ansiosos por convertir a sus modelos en figurines andróginos de caderas huesudas y ojos hambrientos. Ver desfilar por el encuadre a Edwige no sólo debería arrancar suspiros de nostalgia a todo hombre hetero (o bi) con un mínimo de sangre en las venas, sino además provocar admiración ante el hecho de que aquel cuerpo fuese utilizado, antes de las comedias eróticas con Alvaro Vitali, como emblema de pasiones ocultas e inconfesables, en una extraña combinación de rotundidad y decadencia.







Eran los años del informe Kinsey, al que se refería con cierto gracejo el fotógrafo erótico de “Solange”, al afirmar que se podían hacer otras cosas con las colegialas aparte del sexo con penetración, de modo que centrar parte de la trama en las apetencias masoquistas ocultas de una respetable mujer casada no tenía nada de particular. Ivan Rassimov, con su inconfundible rictus malévolo, era el íncubo de la señora Wardh, residente en un palacio semiabandonado y rodeado de un pequeño zoo particular. Cuando se encuentra placer en hacer llover cristal sobre un cuerpo desnudo y fundirlo con otro mientras las esquirlas rozan, se hincan y desgarran, se hace necesario huir hacia la seguridad que puede proporcionar Alberto de Mendoza como próspero hombre de negocios. Pero la soledad de una mujer descuidada por su marido hará que la mera visión de un coche negro, la evocación de una sensual paliza bajo la lluvia, provoquen a Julie tanto terror como añoranza. Porque a menudo es la añoranza lo que más impide dormir por las noches.







Pero un asesino aterroriza Viena, como si de una trama expresionista de Berg o Kokoschka se tratara. Una navaja barbera castiga la carne impúdica de chicas que se prostituyen junto al aeropuerto, o pelean en fiestas de moda destrozándose sus vestidos de papel. El coche negro se pasea por la ciudad. Julie recibe misteriosos anónimos. Acostumbrados a la lógica paranoide de los argumentos de ficción, daremos por supuesto que todos estos elementos guardan relación, y que encajarán perfectamente en el mismo rompecabezas, pero Ernesto Gastaldi y sus colaboradores nos enseñarán que, en la vida, no hay un único rompecabezas, sino unos rompecabezas dentro de otros. En estos guiones, no hay realmente trampas, pero, para resolver el enigma, a veces haría falta un poco de pensamiento lateral…




Así pues, el tramo final es una sucesión de sorpresas, pero uno lamenta un poco, como sucede a menudo en este cine, que se opte por el suspense a piñón fijo antes que desarrollar hasta el final las sugestivas premisas iniciales: una vez puesta en marcha la maquinaria de la tensión, nos quedamos sin saber a dónde habría conducido a la señora Wardh su “extraño vicio”. Sólo sabemos que, habiendo desaparecido ya de su vida sus tres hombres (cuyo comportamiento serviría para poner en tela de juicio la tan cacareada misoginia del giallo), Julie casi lamenta no haberse quedado en la muerte de la que se la hizo surgir, y cuya cercanía le solía proporcionar un inefable éxtasis setentero con efecto flou , cámara lenta y melosos coros femeninos de fondo.

1 comentario:

Dr. Hichcock dijo...

Me pasa lo mismo que a usted. Esos papeles pintados, esas decoraciones imposibles, los atuendos, los cigarros...
¡Qué bonita sería una máquina del tiempo!
No hace falta decir que esta película me encanta.