sábado, 17 de septiembre de 2011

Leone 66: Il buono, il brutto, il cattivo


En una hipotética lista de lugares comunes de personas que se creen cultas, ocuparía un lugar bastante alto la idea de que el cine de Sergio Leone básicamente no vale la pena y que la única excepción sería “Érase una vez en América”. De dónde viene esta idea, no lo sé: ¿Porque es una historia sobre EEUU hecha en los propios EEUU y con actores de allí, es decir, más “auténtica”? ¿Porque sale Robert de Niro? ¿O será porque, de todo Leone, es lo más desesperado y carece totalmente del sentido lúdico, de diversión, que es parte integral, entre otras cosas, de su spaghetti western? Yo, por eso, tenía preparada la respuesta ideal: “La mejor es “El bueno, el feo y el malo”. No por sincera (quizá prefiera “Hasta que llegó su hora”) sino por representativa, por recordar al gran Sergio en un momento exultante, aún lejos del desencanto con el que se despidió del cine.


“El bueno, el feo y el malo” sigue añadiendo dimensiones nuevas al spaghetti que no estaban en los títulos anteriores de la trilogía. Por un lado, es una película épica, casi una superproducción, síntoma definitivo de una tendencia al gigantismo que Leone habría de pagar bastante cara en el futuro, y, por otro, es la primera vez en que el cínico cronista de una humanidad sucia y violenta se permite melancolía, lirismo e incluso romanticismo, mostrando una cierta conciencia humanista que pocos le habrían imaginado en “Por un puñado de dólares”.


Quizá la primera pista para saber por qué este título, tan violento y ácido como los precedentes, si no más, llega más al corazón del espectador, haya que buscarla en el nuevo tipo de antihéroe que Leone nos presenta. Tuco es un delincuente, un canalla y un asesino, pero es tan extrovertido, tan energético, tan vitalista, que sentimos una mayor cercanía hacia él que hacia las hieráticas figuras que encarnan normalmente Eastwood y van Cleef. Incluso se nos deja claro, en la conversación que Tuco mantiene con su hermano fraile (Luigi Pistilli), que, si él ha salido así, fue por efecto directo del ambiente en el que creció, primer apunte de la conciencia política que estallará en “Agáchate, maldito”.


Por otro lado, hay un claro contrapunto entre las fechorías de los tres antihéroes y el telón de fondo de la Guerra de Secesión sobre el cual se desarrollan. Leone se detiene a menudo en los heridos y muertos de la guerra, en la desolación, en los fusilamientos, y da instrucciones a Morricone para sacar música triste y solemne. Podría ser una manera de insinuar que lo que parece picaresco y cómico entre un reparto restringido de figuras caricaturescas no lo es tanto a escala del género humano en general, o que, aunque Tuco, Sentencia o el Rubio sean criminales, los verdaderos criminales son los gobernantes y militares que arrastran a sus semejantes a la muerte, y todo, naturalmente, “por un puñado de dólares”. Es curioso que Leone gastara tanto dinero para ofrecer un retrato de la futilidad, del fin en que desembocan las grandes aspiraciones de la civilización. El único propósito de un puente parece ser que las facciones enfrentadas se peleen por su valor estratégico, de manera que es mejor volarlo, destruir esa construcción civilizadora que solo trae discordia y muerte. El capitán nordista muere con una sonrisa en los labios al oír la voladura, y es que, quién lo puede dudar, el spaghetti western es pura anarquía.


La alternancia de tonos, el contraste entre imagen y sonido, llegan más lejos que nunca hasta ahora. Una escena absolutamente inolvidable es aquella en la que Sentencia, reconvertido en sargento del Norte, hace torturar a Tuco en la cabaña mientras, en el exterior, una banda de prisioneros interpreta música para cubrir el sonido de los golpes y los gritos. Es al mismo tiempo una de las escenas más violentas de Leone y una de las melodías más emocionantes de Morricone, saltándose la norma hollywoodense de que la música está ahí para decir al espectador qué debe sentir. O bien se nos muestra la terrible verdad subyacente a toda belleza manufacturada por los humanos o bien se nos muestra que a pesar de todo (y de Theodor W. Adorno) la belleza es posible en mitad del horror: en un inolvidable primer plano, un violinista, presa del llanto, para de tocar; tras la amenaza de un guardián, toca un solo emocionante, maravilloso. En la vida, no hay manera de separar lo hermoso y lo horrible, aunque no hagamos más que intentarlo.


A Leone se le tiene a veces por un esteta del feísmo, pero lo cierto es que hay mucha belleza en su cine: en la profundidad de sus planos, en la simetría y precisión de sus emplazamientos de cámara, en la lógica de sus montajes. Da un poco de rabia que películas como “El bueno, el malo y el raro” de Kim Jee-Woon se consideren homenajes a Leone y su cine cuando en realidad se quedan en un punto de partida superficial y en un frenesí de acción rápida que contradicen al italiano en casi cualquier sentido. La emoción del enfrentamiento final, aquí y en los otros spaghetti del maestro, está en la prolongación del momento cumbre, en paralizar el tiempo con una sucesión de imágenes estáticas (¿precursoras de mucho anime?) y un estruendoso tema de trompeta solista: la resolución apenas llega en un segundo, y en un solo disparo. Se muere rápido, pero la dignidad exige una larga despedida del mundo, aunque sea una despedida imaginaria, psicológica, subjetiva. Parte de la gracia de Leone es que sus tramas podrían haberse resuelto en los 70 minutos de una producción Republic, y que muchos de sus seguidores talluditos abominan de la retórica del cine de autor de la misma época, cuando Leone es uno de los cineastas más retóricos que saltaron a las pantallas del cine popular. Pero esa es otra historia que ya me he cansado de contar: si algunos se niegan a reconciliar sus contradicciones y viven felices, allá ellos.

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