martes, 28 de agosto de 2012

Tony Scott (1944-2012)


Las vueltas que da el mundo no las comprende nadie. Que Tony Scott, que en mi diccionario personal del cine representaba un espíritu de “únete a la fiesta, disfruta de lo comercial, olvídate por un momento de tus rarezas frikis de los 70, de tus artes y ensayos de temática sombría, baila con las chicas porque precisamente para eso sirve el ritmo machacón y la producción ruidosa de ese disco”, que precisamente el tipo de la gorrita de béisbol que se las arregló para soplarle la mujer al mismísimo Stallone y que convertía la pantalla de scope en una ventana hacia un hedonismo audiovisual casi discotequero, terminara abandonando el mundo por su propio pie, sirve para hacer estallar definitivamente todas las leyendas sobre el malditismo de los artistas, sobre la prosperidad y el reconocimiento como motores de la existencia, sobre los artesanos comerciales a los que no se les supone un mundo interno complejo erizado de espinas torcidas hacia dentro.

Bien es verdad que a Tony sí cabía reconocerle una pequeña traición, cuando pasó, sin solución de continuidad, de reinventar en clave de decadentismo after-punk el vampirismo lésbico de Rollin o Jess Franco a erigirse en uno de los brazos derechos de Jerry Bruckheimer en su diabólico plan para lobotomizar el blockbuster de los años 80 en adelante. Claro está que en el fondo Tony siempre fue un modernete en el armario: aunque por mantenerse en el candelero firmase títulos que a día de hoy sigo sin haber visto (aunque la inevitable necrofilia me sugiera un ciclo que ninguna filmoteca purista programaría), lo cierto es que a veces cuesta separar ese estilo tildado de videoclipero de algunas tendencias vanguardistas basadas en el bombardeo sensorial. Es difícil imaginar que una película con un estilo tan extremo como “Domino” haya sido pensada para contentar y apaciguar a un público cien por cien palomitero, aunque este haya sido su destinatario final. Tony Scott era un “moderno con pretensiones”, lo cual le convertía en blanco ideal para los talibanes del minimalismo artístico.

Incluso en los últimos tiempos parecía que el director de “Top Gun” iba adquiriendo cosas que decir, que su talento para el juego visual iba dejando ver recovecos ocultos, como su crítica “desde dentro” de la guerra sucia estadounidense en “Spy Game”, como la desolación que se apodera de la pantalla al final de “El fuego de la venganza”, tras una de las declaraciones de amor más devastadoras del último cine, como las reflexiones post 11-S que permean “Déjà vu”. La sensación de que todas estas películas nada sospechosas de ombliguismo autoral pueden ser leídas en una clave privada y personal que ha desaparecido con su director se acrecienta de manera inevitable día tras día, a medida que una muerte dramática lo va mitificando, se quiera o no. 

Uno se quedará ya con las ganas de ver su anunciado pero nunca rodado remake de “The Warriors”, toda vez que por diversas razones ya no soy capaz de identificarme como antaño con el original de Walter Hill, y lamentará que su despedida de la pantalla fuese “Imparable”, una simple oda a la eficacia de los héroes anónimos que sin embargo nos salvan todos los días, una obra trepidante de gran nivel técnico pero que no dejaba el poso agridulce de “Asalto al tren Pelham 1, 2, 3”, cuyo antihéroe, encarnado por John Travolta, elige morir en lo alto del puente de Brooklyn antes que ser detenido por la policía. Quizá haya sido mejor que la filmografía de Tony Scott haya terminado en una nota más impersonal, aunque el extraño y quizá casual paralelismo con la realidad observado en su anterior obra me haya inspirado algún que otro momento de inquietud.