miércoles, 5 de diciembre de 2012

Mis prejuicios: Los humoristas



Antaño, alguien me definió como “un castellano sin sentido del humor”. Solo discrepo en lo de “castellano”: me cuesta identificarme con la risa gregaria, el terreno común que se pacta como digno de irrisión y escarnio públicos. La carcajada a coro es cálida y reconfortante; en solitario, puede sonar a inquietante estertor de maniaco. Mejor utilizarla para arropar a los individuos alfa, aquellos a quienes nuestro ADN inviste de poder representativo. Incluso con el sexo opuesto, funciona una curiosa ley de perpendicularidad: cuanto más logre un hombre abrir la sonrisa horizontal de una mujer, más fácil lo tendrá para hacer lo propio con la vertical. De ahí que los graciosos oficiales configuren una imagen carnavalesca del éxito, y de ahí que los marginales suelan apostar por un humor retorcido alrededor del cual construir su propia corte de los milagros.

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