sábado, 4 de enero de 2014

El padre que nunca fui



En la sesión de ayer a las seis de “A propósito de Llewyn Davis” había un hombre de unos cincuenta años acompañado de una jovencita de unos quince o dieciséis. Ella parecía bastante enterada de la actualidad del cine (por ejemplo, sabía que la única actriz española de “Pensé que iba a haber fiesta” es Elena Anaya) y se notaba que tenía cierta idea de quiénes son los hermanos Coen y no iba arrastrada de los pelos a ver el último hito del cine de autor middlebrow. En ese momento me vino a la mente aquella otra sesión en los Ideal con un hombre llevando a su hijo apenas adolescente a “Vampiros de John Carpenter” y explicándole a la salida algunas de las expresiones inglesas empleadas.

Y ahí es cuando pones momentáneamente en cuestión toda la mitología del orgullo friki, de la irreductible independencia, de no dejarte dominar por ninguna mujer, de poder ser tú mismo sin ceder a la presión social. Cuando te ves anclado al margen del discurrir de la existencia y piensas que tu estúpida sabiduría, tu edificio de inútil excentricidad, desaparecerá a tu muerte y nunca sabrás lo que es tener frente a ti a una tierna criatura que, al menos en sus primeros años, te mire y escuche con amor incondicional y te considere su indiscutible sensei y proveedor de los más variados conocimientos acerca de un universo luminoso y prometedor.

Menos mal que existen dos antídotos contra semejantes accesos de debilidad sensiblera: primero, el programa “Hermano mayor” de Cuatro, y, segundo, plantearse que la muchachita adolescente no era en verdad hija del señor, sino su amante.

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