sábado, 31 de enero de 2015

Mi mamá me mata



La maternidad aglutina en sí prácticamente todos los elementos del horror biológico, desde la fecundación por un organismo extraño en un proceso que, aunque muchos lo disfruten, no deja de ser un acto violento, pasando por una deformación corporal en la que un monstruito absorbe mientras crece los recursos vitales del huésped e incluso juega con su psique de manera misteriosa, siguiendo con la traumática y sangrienta salida al mundo de la criatura y culminando en el ilimitado periodo de suspense psicológico durante el cual el niño o niña debe de ser cuidadosamente vigilado y controlado, no vaya a ser que su lado monstruoso y alienígena tome control total de su conducta y lo convierta en un ser peligroso para la sociedad.

Algo de eso hay en “The Babadook”, que transfigura los miedos de una madre soltera de un modo análogo al que “Cabeza borradora” usaba para contar cómo un hombre no se sentía a gusto como padre. Todo está ahí: el mal comportamiento del niño, que te puede dejar en evidencia con el resto de los padres; la falta de confianza en una misma como madre y la posibilidad de que, como consecuencia, hayas dado vida a un Hitler o a un "carnicero de Milwaukee"; el golpe mortal a tu vida sexual al ver a un pretendiente tras otro espantado por la presencia del infante, quien, para más inri, ni siquiera te deja pasarte el consolador como es debido a fuerza de terrores nocturnos. El hecho de que los cuentos infantiles se ocupen tan a menudo del miedo no parece casual, lo malo es que, en lugar de enseñar al niño a superarlo, puede ser que la madre reconozca sus propias angustias que se reafirman día a día.

Jennifer Kent ha sabido canalizar todo esto hacia una película que ha trascendido relativamente el muy reducido gueto del terror por la sencilla razón de que trata de un tema universal, al revés que otros hitos del género que tan solo se componen de guiños frikis imposibles de entender por nadie de fuera. Quizá por eso ande más de uno por ahí afirmando que “The Babadook” no es terror, pero allá cada cual. Uno no puede evitar sentir simpatía hacia una ficción que claramente invoca el espíritu de Mario Bava (no solo en las citas implícitas y literales de “La gota de agua”, episodio de “Las tres caras del miedo”, sino en el esquema “madre-hijo inquietante-padre desaparecido-casa”, que parece calcado a medias de “Shock”), que invoca un surrealismo onírico en la intersección de Maurice Sendak y Jan Svankmajer y sabe comunicar crueldad psicológica como solo le es posible a una mujer.

Lo que me deja un poco insatisfecho es que, en aras de no desanimar a las madres que vean la peli, se termine en un compromiso vacilante de supervivencia que, a nivel dramático, suena a anticlímax. También encuentro la propuesta un poco desigual: el juego con los espacios y las sombras, la gradual transformación interpretativa del personaje de la madre, que borra los límites entre monstruo y víctima, la voluntad de no dejar ver nunca del todo la amenaza para dejarnos imaginar su carácter horrible, hallan su contrapeso en maneras fáciles de acongojar al público como matar al perro, en un desarrollo un tanto previsible o en la ya referida voluntad de no ser radical, de no ir hasta el final. 

También lamento, aunque esto ya sea externo a la peli, que, como siempre en esta época internetera tan guay, la peli de moda que todo el mundo ha visto llegue a la cartelera de cines y dure una semana escasa. De poco le servirá a los cineastas que su obra sea un succès d’estime planetario si luego no ha producido beneficios y a los tacaños de la pasta no les reporta ni un duro que la película se la bajen 300.000 personas.

martes, 27 de enero de 2015

Cuando las sumas no salen



Puede ser que mi apego a determinados cineastas contra viento y marea venga del hecho de “haber estado allí” cuando se lanzó su primera película y eran desconocidos. Fui a ver “Reservoir dogs” y “Pi” cuando nadie utilizaba ni siquiera el término “indie” y ya entonces aposté por Tarantino y Aronofsky. Cuando dejé pasar en salas “Donnie Darko” y me llegaron años después las ondas de choque del fenómeno, creí haber perdido el tren de un nuevo nombre señero de relevancia futura, pero los hechos hasta el momento han dado la razón a mi descuido: su última película sigue siendo “The box”, del 2009. Ahora parece que un nuevo nombre comienza a despuntar dentro de un cine de autor “middlebrow” con pretensiones deslumbrantes: el año pasado, “Enemy” fue un apreciable ensayo de intriga enigmática en la encrucijada de los Cronenberg y Lynch de turno, pero, adivinen ustedes, no estuve en la sala cuando nos llegó su película revelación, “Incendies”.

Tal vez fui presa del prejuicio. En principio, suelo evitar las películas que parecen hechas para recabar simpatía hacia causas políticas que parecen muy justas desde nuestro sillón, y en apariencia las tribulaciones de una mujer libanesa trastornada vitalmente por la guerra se ajustaban bastante a la plantilla. Lo que no me imaginaba entonces es que la presentación de los hechos era fragmentada y absorbente, que había un fuerte sentido de frialdad e inevitabilidad comunicadas con un sentido visual bastante poco titubeante y una estrategia de descubrimiento de la verdad casi cercana al terror psicológico. Había un poco de Kubrick y un poco de Cronenberg (curiosamente, Villeneuve, compatriota del director de “Scanners”, parece estar recorriendo un camino inverso, desde las historias “de interés general” hasta fábulas fantásticas enrarecidas), y un concepto del guión como rompecabezas que llamaba la atención en una película que, a raíz de la sinopsis, tenía como razón de ser denunciar los horrores que puede producir la desintegración del tejido social en un conflicto bélico, y que por tanto habría visto excusado un acercamiento más burdo en aras de hacer más claras sus intenciones.

Lo que ya, desde la perspectiva de “descubrir un autor” me preocupa más son los múltiples parecidos con la posterior “Enemy”. Los planos generales de la ciudad, efectos digitales y arañas aparte, son muy parecidos en ambas películas, así como la manera de rodar e iluminar en interiores. Gran parte del significado de la historia gravita en torno a la construcción de la identidad y se articula en torno a un personaje dual que aglutina en sí más de una dimensión. Esa manera de moldear de un modo parecido materiales de partida muy disímiles se ajusta demasiado al concepto cahierista de lo que es un “autor”, que sin embargo tiene mucho de lo que los anglosajones llaman un “one-trick pony”, es decir, alguien que solo sabe hacer siempre lo mismo. Precisamente un dossier sobre Nagisa Oshima, publicado en “Cahiers” al poco de su muerte, parecía reprocharle la falta de un estilo identificable, cuando precisamente su trayectoria es para mí uno de los modelos de cómo cambiar, evolucionar y reinventarse de manera imprevisible. Es pronto para sentenciar sobre Villeneuve: torres más altas han caído. Buscaré por ahí “Prisoners”, a ver si me puedo ir pronunciando más.

domingo, 25 de enero de 2015

La tata china



Hay que tener cuidado con los tópicos, porque se convierten en polos de atracción muy poderosos de los que no se puede escapar así como así. En el cine oriental es muy obvio: por un lado está la película de acción y artes marciales, desde Chang Cheh a John Woo, pasando por todo el ciclo del chambara japonés, y por otro el amable y sutil drama de costumbres, con Ozu como portaestandarte, que hace de la sutileza y la urbanidad expresiva una supuesta seña de identidad de Oriente.

En los últimos tiempos, parecía querer abrirse paso, a través de Corea, la vía del cine de autor, siempre ninguneada (Occidente solo se enteró de la existencia de Nagisa Oshima cuando le dio por el porno artístico), pero las aguas vuelven a su curso: distribuidoras como Mediatres solo parecen confiar en los productos estilo blockbuster, que son los que en teoría pueden enganchar a un público amamantado por Hollywood, y encima directos a vídeo, mientras que el público de las salas en versión original parece preferir fábulas de calor humano como “Una vida sencilla”.

La gracia de la película de Ann Hui es ver otra cara del cine de Hong Kong ajena a la sombra de los hermanos Shaw. El protagonista, como un productor cinematográfico comprometido con el cuidado de su anciana asistenta, quien lo cuidó mejor que su madre, no es otro que el normalmente duro Andy Lau, mientras que la protagonista, Deanie Ip, tenía como únicos títulos de su filmografía estrenados en España “Los tres dragones” y “El secreto de los supercamorristas”, ambas con Jackie Chan. Quien esté puesto en el mundillo de este cine verá cameos de celebridades como Tsui Hark o Sammo Hung, como telón de fondo de una historia sobre el envejecimiento y la lealtad a los seres queridos, aunque no sean de la familia.

Encuentro interesante esta trastienda burguesa, occidentalizada y cristianizada de las frenéticas ficciones del antiguo protectorado, donde todos tienen un nombre occidental y anglosajón, se mueven en una economía de mercado que comercia con la senectud como valor al alza explotable a través de residencias, y cumple a regañadientes con un reconocimiento tradicional a los mayores. El cierto sentido de culpabilidad hacia las clases humildes que, como Ah Tao, la protagonista, aceptan sin rechistar su destino, choca con las fuerzas de la naturaleza que se niegan a ser detenidas, como el interno de la residencia, amigo de la fiesta y el baile, que sablea a todos a su alrededor con el fin secreto de gastarlo en prostitutas. El valor de esta obra sin énfasis, que sabe decirlo todo con gestos y miradas mínimos, se aprecia más en estos tiempos en que nos quieren convencer otra vez de que el cine de Oriente es todo ruido y furia, como si, más comercial o menos, el hecho de un reparto compuesto en su totalidad de rostros de ojos rasgados no condenase entre nosotros cualquier película al ghetto del arte y ensayo.

jueves, 22 de enero de 2015

Caravan with a drum solo



La batería parece ser el instrumento de moda en este comienzo de temporada, y curiosamente visto en gran medida como una máquina generadora de tensión y nerviosismo. Iñárritu ha llamado al batería de Pat Metheny para dar un toque de locura beatnik a su remake de “La soga” con otro argumento, y Damien Chazelle, a quien aquí solo conocíamos como guionista de la menospreciada “Grand piano” y la olvidable “El último exorcismo 2”, la ha usado como motivo central de una película cuya mezcla entre brillantez musical y tensión argumental, haciendo de la propia música y su interpretación la fuente de la tensión, es inédita en mi memoria.

A bote pronto, me viene a la cabeza “Melodía para un asesinato” de James Toback (conocida hoy por hoy fundamentalmente gracias al descafeinado remake que de ella hizo Jacques Audiard), donde Harvey Keitel se volvía loco practicando obras de Bach a la par que desarrollaba su actividad mafiosa, pero ahí la música es un adorno argumental, que sería posible sustituir por otra actividad, mientras que en “Whiplash” los temazos de big band producen una emoción inseparable de las corrientes ocultas que bullen bajo la superficie de esos ritmos en 7/8

En contra de la tradición fílmica que quiere hacer del talento y la interpretación musicales las manifestaciones de una belleza fundamental del alma, “Whiplash” habla del esfuerzo agónico, la obsesión malsana por la excelencia que lleva a cubrir de sangre los platillos y tambores, y los estándares abusivos de exigencia que convierten a los maestros en figuras abusivas de terror y dominación. Viendo al personaje de J.K. Simmons, me venían a la cabeza las historias sobre mitos de la dirección orquestal tipo Fritz Reiner, que se ufanaban de conseguir perfección en los momentos más difíciles del repertorio clásico a base de despedir de modo fulminante a los pobres diablos que fallasen en sus entradas.

La manera en que los conflictos se plantean, desarrollan y resuelven a través de las estupendas actuaciones musicales, con un Miles Teller muy convincente a las baquetas (no siempre toca él, pero el hecho de tocar en la vida real nos ahorra otra de las penosas imitaciones de tocar un instrumento a las que los actores nos tienen acostumbrados) una narración vertiginosa, sobre todo en los dos primeros tercios, que redefine el concepto de thriller, y un clímax final que me ha hecho abjurar de mi habitual desdén hacia los solos de batería, merecerían aplausos y bravos a la llegada de los créditos, pero ya se sabe que eso de mostrar entusiasmo es cosa de gente ingenua y sin sofisticación.

martes, 20 de enero de 2015

Océanos de fantasía



Cuando Terry Gilliam puso a caldo el segundo “Piratas del Caribe”, siempre tuve la impresión de que hablaban los celos y el resentimiento, el despecho por la negativa de Johnny Depp a co-protagonizar el aún, a día de hoy, no realizado “Quijote” y la injusticia de que a un treintañero se le dejase hacer una aventura estrambótica de estética tenebrosa y dirección artística exuberante, como las que hubiera podido hacer él de haberse llevado bien con los grandes estudios, en lugar de verse abocado a rodar cada cinco o seis años con presupuestos muy por debajo de sus ideas y la obligación de solventar las carencias a base de ingenio.

Ya sé que muchos opinan que las dos continuaciones de “La maldición de la Perla Negra” se alejan de las simples tramas aventureras de toda la vida, que son largas y de ritmo irregular y que caen en una cierta ampulosidad, pero no puedo evitar una cierta querencia hacia ellas dada su manera de llevar a las pantallas comerciales el tipo de película innecesariamente barroca, de narración serpenteante, deseosa de llamar la atención sin tregua sobre su propia extravagancia y dotada de un universo visual intransferible que uno creía relegada al ámbito restringido del cine “de autor” o “de culto”. Ese mundo extraño, de fealdad concentrada y un tanto repelente, de Davy Jones y su tripulación, esa mitología, familiar pero hecha extraña por el contexto, de corazones palpitantes que conservan el alma inmortal, hechiceras antillanas que convocan a los muertos desde su pantano o brújulas que solo señalan al verdadero objeto del deseo, para mí superan a la trama de la entrega inicial, que con su recurso a maldiciones del oro azteca y similares casi recordaba a nivel de concepto, muertos vivientes aparte, a los desafortunados “Piratas” de Polanski.

Hay un sentido de la recomplicación, una complacencia en recargar por recargar, que en efecto tira por la borda el control mucho más férreo de la narración en la primera película, pero a cambio hay momentos de absoluto desenfreno, como la célebre set piece de la rueda de molino, que le reconcilian a uno con el blockbuster como fuente de pulsiones dionisiacas por excelencia en el espectador de cine, o ese ataque del Kraken que mucho cinéfilo rancio, haya visto la peli o no, pondrá por debajo de cualquier secuencia de Ray Harryhausen, como si Harryhausen, de haber contado con ordenadores en su momento, no se hubiese lanzado con entusiasmo a animar escenas de esa manera.

Posiblemente, si no hubiese sido necesario incluir el romance obligatorio entre el chico guapo y la chica guapa, los secundarios cómicos y los animales graciosos que deben aparecer en todo producto con la marca Disney, la peli habría llegado a la hora y media canónica, pero su desmesura no me molesta. Cuando ya incluso en los productos de entretenimiento empezamos a exigir que sean bajos en calorías, es que empezamos, o a envejecer como civilización, o a volvernos tontos perdidos.