viernes, 16 de enero de 2015

Explosiones de alegría



Es curioso ver despertar, en visionados de la edad adulta, sensaciones infantiles y juveniles que parecían enterradas en el tiempo. Así recuperé ayer tarde la entrañable impresión de una plácida, secilla y entrañable vida rural mediterránea, suavemente anárquica y bohemia, que me dejó cuando era niño “Calabuch” de Berlanga. Un pueblo donde daba igual pasarse la vida en la cárcel, donde tu mejor amigo podía ser un pícaro de siete suelas que doblaba como contrabandista, electricista, proyeccionista de cine y trompetista, un oasis de paz donde las maestras eran mujeres hermosas que creían en el lenguaje de las flores y donde se toreaban en la playa novillos a los que nunca se les clavaba el estoque. A un servidor, que no conoció a ninguno de sus abuelos, le debió de enternecer Edmund Gwenn, a la par que, acostumbrado a un campo castellano frío y árido, le fascinó aquel litoral levantino de Peñíscola, con sus festivales pirotécnicos y sus bandas de viento metal.

La película no ha perdido su magia, aun reconociendo que es un obvio intento de transplantar a España esquemas de comedia costumbrista italiana, encontrando raro un localismo sin acentos regionales y con actores principales extranjeros, e incluso siendo consciente ahora de connotaciones un poco más incómodas. Aunque nos guste ver en “Calabuch” algo así como un “Vive como quieras” a la española, lo cierto es que se la puede entender, y así quizá fuese como se le supo vender a la censura de la época, como un canto al aislacionismo, un retrato de ironía amable sobre una sociedad un tanto atrasada y rudimentaria, con el ejército y la iglesia como principales fuerzas vivas, donde sin embargo, y pese al descontento de algunos amargados o inadaptados, se vivía al abrigo de amenazas internacionales como la Guerra Fría o la escalada nuclear y se hacía gala de un “dolce far niente” que los extranjeros no podían sino ver con admiración, cuando no envidia. 

Obviamente, Berlanga no era de esa cuerda, o al menos su trayectoria posterior convierte esta lectura malintencionada en algo presente pero coyuntural, tal vez necesario para hacer realidad la película (también se terminó convirtiendo una peli de pícaros como “Los jueves milagro” en una fábula religiosa con la aparición verdadera de un santo). Eran microbios flotando en el aire, de los que no se podía escapar, y a los que uno se tiene que enfrentar por fuerza a la hora de considerar la cultura de los años de postguerra. Por ejemplo, antes de ser vistas como himnos proto-gays, canciones como “Digan lo que digan” o “Qué sabe nadie” de Raphael eran consideradas por los expertos musicales más progres como apologías del régimen franquista contra las acusaciones internacionales que no sabían apreciar la “extraordinaria placidez” en la que, según Mayor Oreja, se vivía entonces. Resulta irónico que muchos basen ahora su rechazo del cine español en su presunta politización, cuando, si uno echa la vista atrás, es raro encontrar un cine más politizado que el nuestro, desde los géneros populares hasta el emergente arte y ensayo de los 70, que buscaba esconder su mensaje mediante tropos que quedasen más allá de las limitadas entendederas de los censores.

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