sábado, 28 de febrero de 2015

Salirse del marco



Los seguidores de las películas y las series animadas, que defendemos el medio como un modo de expresión ninguneado como arte y merecedor de una consideración más seria (cuesta asimilar que un lienzo casi en blanco pueda cotizar millones en ARCO mientras que 24 lienzos abigarrados por segundo durante hora y pico no merezcan una única mirada), no nos damos cuenta tal vez de la inmensa fábrica de dinero que representa. Hay multisalas enteras que se sostienen de las hordas infantiles acudidas al reclamo del Pixar de turno, mientras que en la parrilla de la TDT un buen número de canales difunden sin cesar las aventuras de Bob Esponja y compañía. Pasados al otro lado de la barrera, no es difícil ver los productos animados como fábricas de estandarización, como fijadores de estética y ética adocenadas aliados a una visión consumista de la vida.


Por eso sorprenden a varios niveles algunas muestras europeas del oficio. Uno comparaba hace tiempo “El ruiseñor del emperador” de Jiri Trnka, en el que se enseña a los niños a dejar a un lado los divertimentos artificiales y buscar la compañía natural de las niñas, con la saga “Toy story”, que tiene entre sus subtextos más asimilables por las criaturas el de “Los juguetes son tus mejores amigos”. Sorprende también, en una película que no descarta la visión por públicos de todas las edades como “Le tableau”, de Jean-François Laguionie, las ideas de que el universo y la sociedad son perfectibles, de que no podemos esperar que el creador venga a solventar las imperfecciones, y de que resulta posible, con un poco de imaginación, salirse del marco prefijado de nuestras vidas y marcar la diferencia por nosotros mismos.


Llama la atención también, especialmente en una obra generada en gran medida utilizando animación por ordenador (ya se sabe que las películas confeccionadas con los mismos programas tienden a parecerse), que el mundo visual se salga de los moldes habituales y extraiga su inspiración de la pintura de la primera mitad del siglo, con un poco de fauvismo por aquí, un poco de Aduanero Rousseau por allá, un poco de Franz Marc por el otro lado y un poco de surrealismo conceptual sirviendo de argamasa al invento (los reseñadores anglosajones de IMDB no solo perdonan la vida a la película por su pecado original de ser francesa, sino que se plantean cuestiones como que es trampa que los personajes se paseen por escenarios no contenidos originalmente en el marco de su pintura o que sería imposible que se descolgaran de un lienzo a otro porque las distancias para ellos serían astronómicas; decididamente, Internet es un temible vehículo para la transmisión del literalismo).


Otra opción poco corriente en una película animada para todos los públicos es que uno de los personajes principales, a saber el retrato de la amante del pintor, aparezca, como es lógico dado el contexto, con los pechos al aire. Sospecho que esto ha debido de bastar para que los exhibidores la desestimaran en su momento y que permanezca inédita en España. Entre los valores que se supone que una ficción para un público joven debe respetar sigue siendo preeminente, me temo, la vergüenza ante el cuerpo humano.

domingo, 22 de febrero de 2015

El rondador nocturno

Durante mucho tiempo tomé “Nightcrawler” por un spin-off de la Patrulla-X, pero resultó ser una historia sobre reporteros amarillistas sin escrúpulos, que recorren las calles de la noche con una radio de la policía esperando conseguir antes que nadie las imágenes de tal accidente o tal asesinato. La confluencia de un ambiente urbano y sucio, un aire de thriller automovilístico que a muchos les ha recordado a “Drive” y una interpretación de Jake Gyllenhaal que parece buscar el punto de encuentro entre un toxicómano y un gurú empresarial, soltando frases lapidarias sobre la búsqueda de beneficio mientras le corroe una ambición sin límites que parece consumir su propio cuerpo, han cosechado admiración casi universal entre los (pocos) que la han visto en salas, admiración acrecentada por el supuesto malditismo que le confiere el ser ignorada en las nominaciones a los Oscar de Hollywood.

Puesto a hacer una película incómoda de denuncia contemporánea, Dan Gilroy parece haber escogido un tema bastante poco polémico, o al menos lo ha presentado de una manera que ofrece pocas dudas al espectador: Lou Bloom es un ex ladrón de cable de cobre, un pícaro, un ser sin escrúpulos, protege a los criminales que le pueden dar buenas imágenes e incluso mata por persona interpuesta. Todo un antihéroe presentado de la manera menos agradable posible, inmerso en una carrera hacia el éxito cuya coronación final sabemos de antemano. Sus andanzas cámara en mano dentro de una casa, captando a las víctimas de unos asesinatos recién cometidos, le convierten en una especie de Peeping Tom de la franja “prime time”, pero el impulso narrativo de la película no es lo bastante fuerte para contrarrestar una deriva argumental bastante previsible.

Quizá habría sido más interesante plantear a Bloom como un personaje movido en parte por principios, o que tuviese un lado positivo que nos avergonzara admirar superponiéndolo a su corrupción moral. No estamos en los años 70 de “Network” para hacernos los sorprendidos ante el poder manipulador de los medios de masas, o para percibir su insidiosa complicidad con las noticias de crimen y violencia que suponen su materia prima esencial de cara al espectador. La película, interesante en su manera de resultar sórdida y cutre sin apenas recurrir a socorridos trucos seudo-documentales, se nos antoja por momentos la obra de unos cineastas tan hambrientos y deseosos de atención como su protagonista ficticio, que recurren a un argumento impactante de fácil adhesión por parte de espectadores con una elemental conciencia crítica, pero que pasa por alto que el verdadero campo de batalla de la manipulación informativa se encuentra hoy por hoy en esa red que se tiene ingenuamente por un paraíso de la transparencia, cuando en realidad está compuesta por hilos movidos entre las sombras por vaya usted a saber quién.

sábado, 14 de febrero de 2015

Parálisis permanente



Dentro del repertorio de camisetas negras con texto de mi sobrino, junto a las de “Matar fuma”, “Tu novia nos engaña” o “Todo es ponerse”, durante una época se vio con mucha frecuencia la de “Odio a Carlos Saura, reflejando la idea que de este cineasta podrían tener los jovencitos veinteañeros con ínfulas alternativas e irreverentes: la de una vaca sagrada de la cultura oficial llenándose los bolsillos con musicales flamencos construidos a partir del talento ajeno, con riesgo nulo, implicación creativa personal limitada, y beneficios asegurados en el extranjero. El hecho de que Saura fuera durante largos años uno de los portaestandartes del cine de autor patrio tampoco ha jugado en su favor, pues ya se sabe que para ser guay es mejor hacer 300 pelis malas de serie B que, digamos, dos o tres de autor con aureola de obras maestras.

Y, sin embargo, desterrando los prejuicios, lo cierto es que el cine de Saura tenía interés y se las arreglaba para hablar de la España franquista sorteando la censura a base de metáforas que apuntaban por encima de la cabeza de los funcionarios sombríos que decidían la exhibición o el secuestro de las películas. En estos casos, hacer cine “raro” era mucho más que una pose de intelectual o de exquisito. Erice podía hablar de los “maquis” y los desaparecidos de la Guerra Civil disfrazándolo de cuento de terror infantil, y Saura recurría a un surrealismo de vaga raíz buñueliana para hablar de una España anquilosada en el nacionalcatolicismo y los sindicatos verticales.

El hecho de que José Luis López Vázquez, normalmente un hiperactivo actor cómico dado a pontificar con voz chillona sobre las virtudes físicas de las suecas, apareciera, en “El jardín de las delicias”, como la víctima paralizada de un accidente, es en sí mismo todo un programa: no es difícil ver al actor como una suerte de Louis de Funès a la española, parodiando una serie de idiosincrasias nacionales como el autoritarismo, la histeria más o menos reprimida o la rijosidad concomitante. Verle en la silla de ruedas, midiendo cada gesto, guardando silencio, es toda una revelación, como ver a otro actor, de los que nominan al Oscar en Hollywood y lo ganan con menor esfuerzo.

El concepto es brillante: tras un accidente de tráfico en compañía de su amante, un capitán de la industria, insustituible en la pirámide jerárquica de entonces, y evasor de ingentes capitales cuya situación exacta solo él conoce, pierde las facultades y los recuerdos, que su familia intenta hacerle recuperar mediante una terapia de choque consistente en recrear ante sus ojos acontecimientos que lo marcaron, desde cuando sus padres lo encerraron con un cerdo en una habitación por desobediente hasta el despertar de su líbido gracias a los mimos de su sensual tía, pasando por la irrupción de milicianos de la República en la iglesia durante su primera comunión. El ingenio satírico de muchas escenas revelará a algunos la mano de Rafael Azcona, aunque un servidor, quizá un poco harto de la pervivencia de provocaciones tardofranquistas  en el cine español hasta muy entrados los 90, reconozca más el espíritu del guionista en la escena en que una de las criadas se saca un pecho del sostén para animar al señor a sorber de una pajita.

Lo que puede frustrar es que no se lleve la historia a una resolución, y que se opte más bien por un simbolismo de los que hoy tanto irritan: no solo el protagonista, sino todos los actores principales, terminan surcando en sus respectivas sillas de ruedas el mismo campo en el que antes vimos la batalla onírica en que dos ejércitos de niños se masacraban mutuamente: del paroxismo bélico al marasmo dictatorial solo hay un paso que se puede prolongar durante unos cuarenta años.

sábado, 7 de febrero de 2015

La muerte viaja en tanque



La perversidad de la figura de Hitler va más allá de los desastres bélicos, del Holocausto o de su puesta en escena wagneriana del totalitarismo. Le debemos también el uso de su nombre como talismán mágico para justificar la posible bondad de las guerras y como espantajo para agitar cada vez que los poderes mundiales ven amenazado el orden geopolítico y necesitan intervenir. Jerry Bruckheimer y Ridley Scott lo intentaron con la imagen al ralentí de un marine corriendo con un niño somalí en brazos, pero no hay nada como la II Guerra Mundial para centrarse en la realidad brutal de la guerra sin necesidad de coartadas morales o políticas. Ahí realmente se hizo lo que se debía hacer, punto y pelota.

Eso es lo bueno de “Fury”, la película de David Ayer: cómo se compromete a no juzgar, a dejar que el espectador absorba la realidad del combate en toda su confusión moral, a colocarle en medio de una situaciòn en que los implicados terminan percibiendo como normal que se extermine a niños cuando estos eran los últimos recursos humanos de un III Reich sitiado, o que los encallecidos combatientes alivien sus deseos sexuales con las vencidas. Los tripulantes del tanque comandado por Brad Pitt (que saca partido a su bótox para erigirse en una figura casi monumental de soldado bronco, profesional y sin sentimientos) parecen por momentos una cuadrilla de bárbaros que han perdido su humanidad por el camino. Uno no sabe si el joven Logan Lerman, pese a su desagrado inicial ante ellos, termina por comprenderlos tras compartir el inimaginable día a día del combate, o si, como su adopción final del nombre de guerra “Máquina” hace pensar, renuncia a su alma por honor a la patria.

Es difícil no quedar fascinado ante la salvaje recreación de las batallas, con atronador sonido, gore generoso y ambientación barrosa y grisácea por doquier. A uno le da cierto remordimiento al percatarse de lo estéticamente satisfactoria que sigue siendo la guerra, el cosquilleo que sigue sintiendo nuestro ADN reptiliano ante la puesta en escena del asesinato en masa de millones de personas a manos de sus semejantes y la destrucción sistemática de las viviendas, obras públicas y monumentos de la humanidad. Ignoro qué pensará Jacques Rivette de una película como esta, aunque quizá le agrade que esté varios puntos por debajo de Spielberg en virtuosismo visual y pueda permitirse escupir ideas incómodas a la cara del espectador por aquello de que se trata de crímenes absueltos por la historia.

martes, 3 de febrero de 2015

Héroe o timador



La ficción imita la realidad, pero al mismo tiempo termina influyéndola. Pongamos por caso “Crónica de una mentira”, película francesa del año 2009 inspirada en el caso de Philippe Berre, quien, haciéndose pasar por ingeniero, llegó a contratar personal para retomar las obras de la autopista A-28, interrumpidas para evitar la extinción de un escarabajo conocido popularmente como el “pica-ciruelas”.

La película, como suele ser el caso, “redondea” el suceso, trata de “arreglarlo”, desarrollar un potencial de cuento moral ausente del prosaico timo original. La interpretación de François Cluzet no da lugar a sorpresas: desde el principio es un personaje sombrío y triste, con una nube depresiva sobrevolándolo en todo momento, que, si bien es adecuada para la idea de los cineastas de un ex presidiario arrepentido que busca su redención, le hace a uno preguntarse cómo le es posible engatusar a todo el mundo en una sociedad que valora la extroversión como una prueba de competencia.

Hay una curiosa e improbable intersección entre el subgénero de timadores y la fábula social: el estafador se ve envuelto por pura casualidad en el posible asunto lucrativo, y, tal como nos lo presentan el guión y la dirección, se deja llevar por sus tendencias naturales de pícaro, construyendo con habilidad una empresa ficticia a la que dota de verosimilitud mediante detalles fascinantes (por ejemplo, a la hora de crear el membrete recortando anuncios de prensa, el resultado es tan obviamente falso que finge el deterioro por lluvia de todo su material impreso para delegar su fabricación en una imprenta profesional).

El cambio de mentalidad se justifica sentimentalmente: el chaval que sobrevive robando en coches y vendiendo droga le recuerda su propia juventud, la alcaldesa del pueblo inmerso en el paro y la postración (una cesarizada Emmanuelle Devos que, a juzgar por sus artísticas poses de desnudo, ha envejecido mejor que muchas actrices de su quinta) le inspira un amor problemático (él entiende en un principio que ella se le ofrece para sellar la alianza económica que salvará la situación), su antiguo colega de fechorías (un Depardieu orondo y desprejuiciado que ya encarnaba a la perfección el arquetipo de mafioso y corrupto de poca monta incluso antes de mudarse a Rusia) querrá intervenir en el asunto y le decidirá aún más a comprometerse para salvar distancias.

El idealismo del personaje de Cluzet parece haber dejado mella en el propio Philippe Berre, quien, celoso de la fibra moral de su contrapartida ficticia, dio un giro solidario a sus actividades de usurpación de personal consiguiendo combustible para el socorro a los afectados por el temporal Xynthia. Cluzet, en la pantalla, es el vaquero solitario cabalgando hacia el crepúsculo al estilo Lucky Luke, y los rótulos pre créditos nos hacen creer que la policía nunca lo volvió a atrapar después de su última detención, mientras que Berre, por lo visto, prosigue impenitente su carrera de impostor.  La A-28 fue finalmente llevada a término pese al escarabajo, pero toda relación causa-efecto con los manejos del timador pertenece al reino de la imaginación.