sábado, 14 de febrero de 2015

Parálisis permanente



Dentro del repertorio de camisetas negras con texto de mi sobrino, junto a las de “Matar fuma”, “Tu novia nos engaña” o “Todo es ponerse”, durante una época se vio con mucha frecuencia la de “Odio a Carlos Saura, reflejando la idea que de este cineasta podrían tener los jovencitos veinteañeros con ínfulas alternativas e irreverentes: la de una vaca sagrada de la cultura oficial llenándose los bolsillos con musicales flamencos construidos a partir del talento ajeno, con riesgo nulo, implicación creativa personal limitada, y beneficios asegurados en el extranjero. El hecho de que Saura fuera durante largos años uno de los portaestandartes del cine de autor patrio tampoco ha jugado en su favor, pues ya se sabe que para ser guay es mejor hacer 300 pelis malas de serie B que, digamos, dos o tres de autor con aureola de obras maestras.

Y, sin embargo, desterrando los prejuicios, lo cierto es que el cine de Saura tenía interés y se las arreglaba para hablar de la España franquista sorteando la censura a base de metáforas que apuntaban por encima de la cabeza de los funcionarios sombríos que decidían la exhibición o el secuestro de las películas. En estos casos, hacer cine “raro” era mucho más que una pose de intelectual o de exquisito. Erice podía hablar de los “maquis” y los desaparecidos de la Guerra Civil disfrazándolo de cuento de terror infantil, y Saura recurría a un surrealismo de vaga raíz buñueliana para hablar de una España anquilosada en el nacionalcatolicismo y los sindicatos verticales.

El hecho de que José Luis López Vázquez, normalmente un hiperactivo actor cómico dado a pontificar con voz chillona sobre las virtudes físicas de las suecas, apareciera, en “El jardín de las delicias”, como la víctima paralizada de un accidente, es en sí mismo todo un programa: no es difícil ver al actor como una suerte de Louis de Funès a la española, parodiando una serie de idiosincrasias nacionales como el autoritarismo, la histeria más o menos reprimida o la rijosidad concomitante. Verle en la silla de ruedas, midiendo cada gesto, guardando silencio, es toda una revelación, como ver a otro actor, de los que nominan al Oscar en Hollywood y lo ganan con menor esfuerzo.

El concepto es brillante: tras un accidente de tráfico en compañía de su amante, un capitán de la industria, insustituible en la pirámide jerárquica de entonces, y evasor de ingentes capitales cuya situación exacta solo él conoce, pierde las facultades y los recuerdos, que su familia intenta hacerle recuperar mediante una terapia de choque consistente en recrear ante sus ojos acontecimientos que lo marcaron, desde cuando sus padres lo encerraron con un cerdo en una habitación por desobediente hasta el despertar de su líbido gracias a los mimos de su sensual tía, pasando por la irrupción de milicianos de la República en la iglesia durante su primera comunión. El ingenio satírico de muchas escenas revelará a algunos la mano de Rafael Azcona, aunque un servidor, quizá un poco harto de la pervivencia de provocaciones tardofranquistas  en el cine español hasta muy entrados los 90, reconozca más el espíritu del guionista en la escena en que una de las criadas se saca un pecho del sostén para animar al señor a sorber de una pajita.

Lo que puede frustrar es que no se lleve la historia a una resolución, y que se opte más bien por un simbolismo de los que hoy tanto irritan: no solo el protagonista, sino todos los actores principales, terminan surcando en sus respectivas sillas de ruedas el mismo campo en el que antes vimos la batalla onírica en que dos ejércitos de niños se masacraban mutuamente: del paroxismo bélico al marasmo dictatorial solo hay un paso que se puede prolongar durante unos cuarenta años.

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