lunes, 29 de agosto de 2016

502: Recuperar a Kaneto Shindo




Todos hemos experimentado alguna vez, investigando sobre alguna figura de las artes o la sociedad, ese peculiar sentimiento perplejo al enterarnos de que el personaje en cuestión, si bien ha desaparecido de la percepción pública hace decenios, resulta estar aún vivito y coleando, no sabemos si rodeado de su familia en plan sabio patriarca capaz aún de llevar las riendas de su propia vida o tal vez incluso las de los demás, o bien en alguna residencia para la tercera edad o algún remolque en mitad del desierto, con su cuerpo frágil zarandeado por las olas inconstantes de una memoria fugitiva. Por ejemplo, es curioso saber que Sly Stone, pionero del funk-rock y famosísimo a principios de los años 70, aún vive semiolvidado a la edad de 72 años, mientras alguno de sus seguidores e imitadores más jovenes cría ya malvas y va por buen camino hacia convertirse en mito.


En el caso del cine japonés, el caso es aún más sangrante debido a la escasa visibilidad de muchas de sus figuras en nuestro panorama, siempre sometidas a los vaivenes cambiantes de la distribución, las comisiones de selección de los festivales o sus relaciones diplomáticas con la Academia de HollywoodYasuzo Masumura murió en 1986, mucho antes de que Occidente lo “descubriera”, pero Masahiro Shinoda o Kiju Yoshida, si bien retirados, aún viven, ya en su octava década de existencia. ¿Masahiro quién, Kiju quién? Considerando que una novedad editorial estelar  en España las pasadas navidades fue la reedición de “El emperador y el lobo”, libro de Stuart Galbraith IV sobre la tumultuosa relación entre Akira Kurosawa y Toshiro Mifune, parece que no estamos para ir reivindicando a los exponentes de la nuberu bagu de los 60.


Pero Yoshida y Shinoda viven un merecido descanso y retiro. En cambio, Kaneto Shindo estrenó su último título, “Postcard” en el año 2011, a la edad de 99 años, pocos meses antes de despedirse del mundo como un venerable centenario homenajeado por doquier en su país. Sin embargo, el momento de gloria de Shindo en las pantallas mundiales terminó allá a finales de los 60, con su historia fantasmal “Kuroneko”, precursora de la ola noventera del J-Horror y responsable, junto con la mucho más inclasificable “Onibaba”, de un cierto encasillamiento de su figura en el cine fantástico, temática que, mirando con lupa su filmografía, no fue especialmente representativa de su obra.

Un servidor, al enterarse en 2012 de que Shindo aún vivía, y siendo un gran admirador de las tres películas que le valieron su fama entre nosotros, llevó a cabo una pequeña campaña de reivindicación en algún que otro foro y a través de las hojas de encuesta que la Fundación Japón distribuye en sus proyecciones, para lograr que se celebrara el centenario de su nacimiento como figura en activo y testigo vivo de una de las grandes épocas de la historia del cine japonés. Por desgracia, el cineasta apenas superó el siglo unos pocos meses, y su figura no conoció una retrospectiva española hasta octubre de 2015.


Lo primero que salta a la vista, recordando la quincena de películas proyectadas en Madrid durante los tres últimos meses del año pasado (y proyectadas posteriormente en otras dos ciudades españolas) es algo relativamente habitual en las figuras señeras del cine nipón, a saber, su versatilidad y la dificultad de establecer el tipo de narrativa autoral a la que los cahieristas nos han malacostumbrado. Mientras que los primeros títulos proyectados, “Niños de Hiroshima” y “Lucky Dragon No. 5” pueden situarse en unas coordenadas testimoniales, digamos neorrealistas, los títulos posteriores disparan en muchas direcciones, del melodrama social a una especie de naturalismo alucinado, del erotismo al cine negro o a la combinación de ambos, de la etnografía a la reflexión sobre el fin de la vida o sobre el papel de un artista. Parece increíble que el número de títulos vistos no proporcione una idea total de quién fue Shindo, pero ese parece ser el caso: sin incursiones en el jidai geki como “Conquest”, sin su examen detallado del comportamiento sexual en películas con títulos occidentales tan significativos como “Lost sex” o “Libido”, sin echar una ojeada más atenta a su versión del cine criminal, no parece que seamos capaces de situar a este director en la gráfica general del cine (aunque claro, es difícil situar a un cineasta nipón en la gráfica general del cine, porque para ello necesitamos un acceso total a su obra disponible, y eso por el momento es posible apenas con Kurosawa, Mizoguchi o Ozu).


Lo que parece más relevante a la hora de definir quién fue Kaneto Shindo es el hecho ineludible de haber nacido en Hiroshima, lo cual viene a subrayar en su caso particular la impresión general de que todo el cine japonés, a un nivel u otro, pertenece en parte al género post-apocalíptico. “Genbaku no ko” (“Los niños de Hiroshima”, 1952), la única película de Shindo mencionada en las historias del cine antes de su tríptico sesentero, trata explícitamente el tema de la supervivencia tras la bomba, pero resulta difícil no hacer una lectura similar del poblado semi-chabolista en “Dobu” o de la campiña devastada por las guerras samuráis en “Onibaba”, por poner solo dos ejemplos. Los historiadores del cine tratan a veces “Los niños de Hiroshima” con cierta displicencia, enfatizando el melodramatismo del abuelo enfermo por la radiación y su intención de mantener junto a él a su nieto, o los mútiples momentos en los que los personajes pierden la compostura y lloran. Si esto fuera un defecto, probablemente tendríamos que borrar a Kurosawa del canon: siempre me ha admirado el modo en que, contrariamente al tópico de laconismo y represión de las emociones que persigue sin pausa a los japoneses, o quizá debido a él si entendemos la ficción como una manera de desfogarse, no suele haber demasiado pudor en la cinematografía del sol naciente a la hora de soltarse la melena y dar rienda suelta a los sentimientos en pantalla. Por otro lado, la película contiene momentos de interés de los que raramente se suele hablar: la evocación del momento de los bombardeos es poderosa y explícita, casi a un nivel de cine de terror, mientras que el final deja una incógnita en el aire que ahora ya está resuelta pero que entonces debía de angustiar. El sonido de un avión hace que todos miren hacia el cielo inquietos, pensando que el bombardeo va a repetirse, y encapsulando en un solo plano todo lo que Kurosawa relató más tarde en “Vivo en el miedo” (alias “Crónica de un ser humano”), a saber, la paranoia post-bomba invadiendo la vida cotidiana. Es factible ver gran parte del cine japonés como una respuesta a este tipo de angustias, y de ese modo considerar “Los niños de Hiroshima” como uno de los títulos fundacionales de la cinematografía japonesa de postguerra, con toda la candidez desgarradora propia de subgéneros clásicos de los 40 como el neorrealismo, y Nobuko Otowa como la everywoman representando al espectador de a pie que, de una manera o de otra, ha de reaccionar ante la tragedia, desplegándose en una serie de interrogantes que los títulos posteriores desarrollarán: tanto el niño enfermo de leucemia de “Madre” como la vagabunda perturbada de “Dobu” o la juventud conflictiva de “Vive hoy, muere mañana”, son, en cierto modo, niños de Hiroshima, si no en edad, sí en espíritu.


La temática sexual es esencial en la obra de Kaneto Shindo,  aunque su primera aparición en el ciclo, “Shukuzu” del  53 (título inglés “Epitome”) lo aborda desde el ángulo de la denuncia social, denunciando la situación de las mujeres que han de prostituirse de manera forzosa y no pueden abandonar el oficio. Shindo, en sus primeros títulos como director, se arrima a los maestros, concretamente en este caso a las temáticas de Kenji Mizoguchi, con quien había trabajado en los decorados de “Los leales 47 ronin” (y no como guionista, como era la intención primitiva de Kaneto, al manifestar Mizoguchi que el aspirante “no tenía talento” para ello, algo en lo que el maestro se equivocó en vista de su larga y brillante carrera posterior como redactor de libretos para sí mismo y para otros directores). En esta película también se va perfilando el rol de Nobuko Otowa, joven actriz encasillada al principio en papeles de ingenua que fue amante de Shindo durante unos 25 años y su esposa durante otros tantos, en una de esas asociaciones director-actriz tan clásicas en el cine nipón y que en este caso cosechó resultados sorprendentes, yendo bastante más allá de los roles femeninos tradicionales en la cinematografía del sol naciente. 


Si uno tuviera, así a bote pronto, que diferenciar los enfoques de Mizoguchi y Shindo sobre el tema de la prostitución, probablemente señalaría el mayor componente grotesco en la obra del segundo. Me cuesta imaginar, en una película como por ejemplo “La calle de la vergüenza”, una escena en la que la esposa del dueño del local evite que éste abuse de la joven y sufrida protagonista aplicándole una efectiva y dolorosa llave de judo, así como la analogía maquinista, tan querida a Kaneto cuando se trata de describir la pérdida de humanidad y dignidad mediante el trabajo, con una especie de juego, entre el “calientamanos” y el strip poker, en el cual los que se equivoquen a la hora de coordinar sus movimientos con una cancioncilla deben ir despojándose de sus vestimentas, sirviendo de metáfora de un círculo estúpido e irritante, a la par que sumamente folklórico y tradicional, convertido en cárcel inexpugnable para la pobre Ginko una vez que su pretendiente, haciendo honor a uno de los universales del melodrama, renuncia a casarse con ella por factores de prestigio social. No obstante, estamos en los 50 y sigue prevaleciendo la filosofía de sugerir en lugar de mostrar, con varias elipsis de notable elegancia, quizá dictadas, contrariamente a la filosofía recibida, más por el clima de censura que por cuestiones de estilo.


Mi título inaugural del ciclo también fue uno de los más sorprendentes: “Dobu” (“La zanja”) de 1954, combina el retrato de barrios chabolistas y marginales como imagen del Japón devastado de postguerra, al estilo de “El entierro del sol” de Nagisa Oshima o “Dodeskaden” de Kurosawa, con el retrato de un personaje femenino gestual y chaplinesco, abocado mayormente a la mala vida si no a la prostitución, que recuerda poderosamente, en versión más alocada y guiñolesca, a los personajes de Giulietta Masina en “La strada” (estrictamente contemporánea del título que nos ocupa) o la posterior “Las noches de Cabiria”. Tras un inicio inolvidable en el que los habitantes del poblado, sabedores de la llegada del tren del carbón, salen corriendo detrás de él para recoger los pedazos de combustible que caen a la vía de manera inevitable como resultado de su traqueteo, nos ponemos en situación cuando el personaje incorporado por Taiji Tonoyama encuentra a una peculiar vagabunda dormida y es seguido por ella, que incluso lo solicita sexualmente con una gestualidad inequívoca. Tsuru, el personaje de Nobuko Otowa, es claramente excesivo en muecas y teatralidad y probablemente más de un espectador reniegue de la película tan solo por esta interpretación que, como otros aspectos del cine de Shindo, relega el “menos es más” a la papelera de los lugares comunes. Sin embargo, basta ver otras actuaciones de Nobuko para darse cuenta de que sí era buena actriz, y de que el recurso histriónico no era una cuerda que pulsara con tanta frecuencia. El entusiasmo y la extroversión de Tsuru, lo que podríamos llamar su inocencia de ojos desorbitados, quieren claramente representar el espíritu del pueblo reprimido, así como de la mujer reprimida (pese a la tendencia, sobre todo posterior, de Kaneto a desnudar a sus actrices, incluyendo a su esposa cincuentona, no se le puede acusar con seriedad de menospreciar al sexo femenino, visto a menudo en su cine como más capaz y emprendedor que el masculino), y es bien sabido que cuando hay inocencia disponible, no faltarán desaprensivos que quieran aprovecharse de ella. Desde los abusivos dueños de la fábrica que fuman en la sombra hasta el hirsuto dueño de la cabaña aparentemente desierta que sugiere con una mirada insinuante y un gesto hacia el granero el precio que se necesita pagar por la comida, pasando por los vividores del poblado que buscan explotarla como camarera de restaurante primero y prostituta después, Tsuru es objeto de mil explotaciones relatadas con un estilo expresionista a veces vecino del cine mudo y que comienzan a poner en compromiso el lugar común que quiere hacer de la sutileza la vía expresiva por excelencia del celuloide japonés. 


Esas chabolas vecinas de una charca, ese microcosmos donde campan actores arruinados que recitan a Chéjov, bellas muchachas que se venden a los amos y demás fauna pintoresca, vive bajo la amenaza de una venta y recalificación del terreno que dejaría a todos los supervivientes en la calle, y solo un oro que se revelará inexistente es capaz de mantener la esperanza de salvación. Nagisa Oshima irá más lejos haciendo de su barriada un lugar cuyos habitantes venden su sangre y las bandas violentas imponen su ley, pero el tono picaresco y fabulador de Shindo, a pesar de su muy melodramático e insistente final, evita cargar las tintas en el apocalipsis como catarsis de la desesperación, o al menos no tanto: donde en Oshima hay una explosión destructora, Shindo se conforma con un tiroteo en las calles. Ustedes deciden.


A pesar de la visibilidad y la relevancia histórica de “Los niños de Hiroshima”, tiendo a considerar más interesante la posterior “Madre”, de 1963, que comparte escenario en la ciudad bombardeada y continúa y amplia parte de la misma temática. Recuerdo con bastante claridad el comienzo, por su manera de jugar psicológicamente con el espacio. Tamiko, la madre que da título a la obra (interpretada, como es habitual, por Nobuko, en un registro casi opuesto al de Tsuru), observa, durante su visita a un hospital, los arrumacos que se hace una joven pareja en una habitación. Poco después surgirá la revelación de que esa escena, supuestamente localizada en una pieza contigua de acuerdo con la gramática convencional del montaje, transcurría en realidad en el edificio de enfrente, pero eran los deseos reprimidos de una viuda sin hombre los que “acercaban” y amplificaban unos sucesos que en realidad tenían lugar a una cierta distancia. Siempre he sostenido que el cine japonés, incluso en los años clásicos, ha tratado el deseo femenino como una realidad, en lugar de ocultarlo como hace Occidente. “Madre” lo incluye como uno de los vectores de su narración, incluyendo evocaciones del pasado que, si no son autobiográficas, pueden parecerlo, como el pezón erecto de la madre dormida que supone una revelación perturbadora para la joven Tamiko e insinúa todo un universo inquietante asociado a la presencia opresiva de la progenitora que marcará gran parte del camino de su existencia.


Otro motivo fundamental de la película es la ruptura y la reestructuración de las familias, claramente a causa de la guerra y sus estragos, que también cabría responsabilizar, si no literalmente sí metafóricamente, de la enfermedad de su hijo Toshio, aquejado de un tumor que le hace perder la vista poco a poco y que prácticamente obliga a Tamiko a contraer matrimonio nuevamente, nada menos que con un miembro de una etnia tan despreciada entre los japoneses de pura cepa como podía ser la coreana (otro aspecto social en el que Shindo se adelanta a Oshima). Parte del argumento se centrará en las reticencias de Tamiko a la hora de conceder los favores conyugales a Tajima, fabricante de bolsas de papel cuyo trabajo manual continuo y alienante tiene una inolvidable plasmación en la máquina usada para imprimirlas, conglomerado de engranajes, palancas y bobinas que exigen del operario una atención absoluta y lo sumergen en un ambiente de ruido infernal que convierte el hogar en una factoría. La manera en que Tamiko se ofrece a los deseos de Tajima se asemeja a la de una víctima propiciatoria, resignada a una experiencia repulsiva y probablemente dolorosa. La vida no es fácil para una madre y esposa, sobre todo cuando las privaciones de la postguerra han intensificado las cargas de ambos oficios.


Esta lectura histórica de la película está aún más presente en otra de las subtramas, la centrada en el hermano de la protagonista, Haruo, joven desorientado, camarero en un bar, que mayormente vive de las mujeres y está dispuesto a todo por conseguir para su sobrino, ya desahuciado por la medicina, el último deseo que sirva para endulzar sus últimos días, a saber un órgano eléctrico (no me resisto a insertar aquí una mención para la pareja de hipsters, uno de ellos tan barbudo como reza el tópico, que puntuaron los aspectos más melodramáticos de la peli con carcajadas llenas de inteligente ironía, o al menos así les pareció a ellos). No es casual que la retribución de Haruo por haber robado el dinero a la mujer del jefe, a saber una tremenda, o directamente mortal, paliza, se lleve a cabo en un lugar tan significativo como el Memorial de la Paz (alias Cúpula Genbaku), que viene a simbolizar la supervivencia de Japón tras la bomba y que nunca será restaurado, para servir de recordatorio de una destrucción que dejó cicatrices permanentes. La violencia al pie de las ruinas resulta desasosegante por lo que tiene de sugerencia de que la guerra continúa, de que el caos social del “sálvese quien pueda” hace imposible una paz efectiva y no meramente nominal. El diagnóstico para el Japón de los 60 es oscuro: el futuro y el presente mueren, y Tamiko ha de apostar por un nuevo sacrificio entregándose en cuerpo y alma al esforzado Tajima, pero nadie sabe si volverá a ser capaz de concebir. Este es el tipo de historias que motivaron que Shindo formara su productora independiente Kindai Eiga Kyokai, después de sufrir los reproches de la Shochiku por su visión “demasiado oscura” de la vida. Pero la película es inolvidable, inédita en el naturalismo sexual de su enfoque y en un descontento social que tal vez no entre formalmente en la definición de la nuberu bagu pero desde luego lo hace en lo temático.


“Lucky Dragon Nº 5” reincide en el tema del peligro atómico, a través de la historia de unos pescadores que, en busca de bancos fértiles en capturas, tuvieron la mala suerte de navegar hacia las inmediaciones del atolón de Bikini mientras eran el escenario de pruebas nucleares estadounidenses.  El polvo brillante que recubrió a la tripulación no motiva que comiencen a empequeñecer, como le sucedía al pobre Scott Carey en la novela de Matheson y la película de Arnold, sino que produce en ellos males degenerativos que culminan en la muerte de uno de ellos y en las disculpas oficiales de Estados Unidos. Lo que reconforta sobre este cine sobre temas candentes aparentemente superados es saber que estas historias cumplieron su propósito y que las zonas de radiación letal a civiles no han supuesto un enorme problema durante los últimos 50 años. Por lo demás, la película posee el interés formal de estar rodada en el formato scope ultra-ancho 1:2,76, el mismo de “Ben Hur” y el mismo que Tarantino busca ahora poner de moda con “Los odiosos ocho”, tal vez para reaccionar contra el hipsterismo del formato cuadrado de los Anderson, Dolan, Pawlikowski y Hou. Las posibilidades ilimitadas de la pantalla ancha de cara a componer un encuadre se ajustan tanto a la aventura en alta mar como al intimismo claustrofóbico de la lucha contra la enfermedad radiactiva, pero el interés de la película es sobre todo histórico y producto de unas circunstancias concretas.


Las razones por las que esta película entró en la selección del ciclo y no por ejemplo la mil veces citada y proyectada en Occidente “Kuroneko” trae a la mente el siempre interesante tema de la diferente percepción del cine nipón según estemos en su propio país o en el “resto del mundo”. Siendo simplistas, podríamos decir que el resto del mundo ve los musicales de coplas protagonizados por Concha Piquer o Juanita Reina con una mirada de absoluta fascinación etnológica, mientras que los españoles suspiran de frustración porque preferirían que la imagen de su país en el extranjero no estuviera tan vinculada a tradiciones ancestrales vistas como retrógradas. El ejemplo es un poco extremo, pero quizá explica por qué Fundación Japón, de toda la filmografía de Shindo, ha seleccionado títulos con un criterio un tanto “nacionalista” o incluso “historicista”. Está claro que “Los niños de Hiroshima” debía estar, pero si está “Lucky Dragon Nº 5” en lugar de otros títulos, quizá sea porque, a pesar de su no muy buena  acogida comercial o crítica en su momento, se la percibe como una obra históricamente relevante, que sirvió para algo, mientras que “Kuroneko” quizá sea vista como un título comercial, precursor tardosesentero de los espectros con pelo en la cara de Nakata y compañía, ya muy difundido entre los cinéfilos filonipones y no necesitado de tanta revisión. De la misma manera, sorprende la inclusión de “La vida de Chikuzan” mientras se deja fuera “Hokusai manga”. ¿Es más importante la música popular que la pintura? ¿Se percibe tal vez que el retrato del intérprete ciego de shamisen es más respetuoso, mientras que en el caso del pintor se exploraba demasiado su lado escabrosillo, cuando por ejemplo dibujaba estampas eróticas de mujeres desnudas junto a pulpos? ¿Se quiso hacer prevalecer la imagen del anciano sabio reflexionando sobre el paso del tiempo, la vejez o la muerte por encima del etnólogo maduro que miró de frente la pulsión sexual en un díptico sesentero poco difundido y no cejó en incluirla como elemento capital, si no detonante, en la mayoría de sus tramas? 


Sea como fuere, Shindo fue un director inquieto que se adaptó a las nuevas tendencias con bastante facilidad, si es que no se adelantó a ellas. “Vive hoy, muere mañana” (1970), inspirada en el caso real de Norio Nagayama, quien siendo aún adolescente asesinó a varias personas con una pistola robada de una base estadounidense, tiene todo el aspecto vérité de algunos thrillers de Yoshitaro Nomura, mientras que su retrato en blanco y negro de los bajos fondos de Shinjuku, repletos de hampa, violencia y  joven carne desnuda, parece prefigurar los títulos más artísticos del roman porno de la Nikkatsu, como por ejemplo “Maruhi: Shikijo Mesu Ichiba” (“The Oldest Profession”, 1974) del gran Noboru Tanaka, con su blanco y negro semidocumental que no era óbice para una puesta en escena potentísima.


La historia de Nagayama es curiosa: asesino convicto, se reconvirtió como novelista dentro de la prisión, con cierto éxito y un reconocimiento visto con bastante recelo dentro del gremio, aunque esto no impidiera su ejecución por ahorcamiento en 1997, unos 29 años después de haber cometido los crímenes. Nagayama, nacido en 1949, puede ser visto, o al menos queda claro en la ficción de Shindo inspirada en su vida, como un producto del caos social de la posguerra: crecido con un padre ausente, en un ambiente en el que las mujeres son víctimas recurrentes de la violencia sexual (no solo la madre del personaje central, interpretada por una Nobuko Otowa a quien Kaneto, pese a ser su esposa, no ahorra escenas de desnudos y violaciones a su edad ya madura, sino incluso su hermana pequeña, en edad aún infantil, son prisoneras de la misma espiral cotidiana), y condenado a trabajos de poco fuste dada su baja extracción social, las armas y el crimen parecen una solución viable para al menos dejar clara a los demas su mera existencia como ser vivo en este mundo. Aunque la película no hace alusión a ello, el Nagayama real presenció los tiroteos de Zama y Shibuya en julio de 1965, durante los cuales un joven de 18 años asesinó a un policía y dejó tras de sí un reguero de 17 heridos. 


Nagisa Oshima ya contó algo parecido en su “Verano japonés: Doble suicidio”, pero en una vena más absurdista, “de autor”. Shindo hace un cine más social, menos dado al enfrentamiento con el espectador, aunque ambos inciden en señalar a los Estados Unidos como origen, siquiera lejano, de la violencia. Para Shindo basta la base del suceso real, el robo de un arma en una base militar estadounidense, para señalar que una guerra no se borra así como así, pasen diez años o pasen veinte. Oshima iba más lejos y ponía a un gaijin rubio disparando en la calle, dando ejemplo a la banda de japoneses con armas y ganas de disparar que hasta entonces no habían gozado de la oportunidad idónea para descargar su agresividad. Kaneto es menos cerebral, capta la pérdida del norte por una juventud desamparada que busca modos de vida alternativos en una jungla brutal que los aplasta sin remisión (el intento de vivir del cuerpo de su novia y otra joven amiga tropezará con la oposición de los proxenetas del lugar, que le administrarán a él una paliza y desfigurarán a una de las chicas como represalia). De un campo ignorante y brutal a una ciudad despersonalizada, retratada en un blanco y negro inmisericorde, seco visualmente, donde se rehúyen a menudo los diálogos para subrayar la soledad de un personaje sin luces que deambula y mata cual perro acorralado cuando las circunstancias se ponen en su contra, la película refrenda a un Shindo que entraba en sus 20 años de carrera como director manteniendo sus dedos en ese pulso del Japón turbulento que nuestros distribuidores y exhibidores, o quizá los productores y exportadores, siempre prefieren que no veamos.


“La vida de Chikuzan” (“Chikuzan hitori tabi”, 1977) se ajusta más a una imagen de exotismo folklórico, aunque sin dejar de lado el hecho de que el artista, para serlo, ha de ser un ser al margen de la sociedad por más que en el futuro sus creaciones terminen convirtiéndose en rasgos definitorios de esa misma sociedad en la que nunca gozó de un lugar propio. Al igual que en la aquí titulada “Una pastelería en Tokio” de Naomi Kawase, la tradición surge de unas condiciones de miseria que suelen olvidarse cuando se la celebra. Chikuzan, que surge de un campo japonés donde la vida es dura (en la estación invernal la nieve llega hasta las ventanas y se necesita excavar un túnel para franquear la puerta), queda ciego tras una enfermedad infantil y emprende una existencia itinerante junto a un maestro del shamisen. Las peripecias subsiguientes tienen en ocasiones un marcado sabor picaresco, aunque no faltan los ataques al ADN cultural japonés que, al menos a un servidor, cuesta encontrar en los Ozu y Mizoguchi de turno: no parece muy de recibo que a un músico ciego solo se le permita tomar una esposa ciega, o que resulte inconcebible socialmente que un maestro de una escuela para adultos ciegos pueda plantearse siquiera emparejarse con una de sus alumnas, como si no solo la economia, sino también la biología jugara un papel preponderante en el establecimiento de grupos de población estancos. El propio Chikuzan aparece al comienzo de la película, tocando unas notas en su instrumento y presentando la historia de su vida. No en balde el músico co-produjo la película, lo cual quizá explique su tono más sosegado, menos descarnado que el de otras obras de Shindo, aunque, por descontado, no falte alguna violación que otra…


El tema del artista marginal apareció en otras dos películas del ciclo, tres en cierto modo si contamos el documental dedicado a Kenji Mizoguchi. “Bokuto kidan” (“La extraña historia de Oyuki”, 1992) se centra en la figura de Kafu Nagai, escritor nipón que comenzó a publicar a principios del siglo XX y que, por lo que parece, cultivó una especie de decadentismo centrado en temáticas escabrosas para la sociedad más formal del país: prostitutas, erotismo, barrios marginales, la búsqueda del placer… Temáticas que parecen la expresión máxima del egoísmo para quienes defienden una función social del arte, pero que, como en “El imperio de los sentidos” de Oshima, adquieren una connotación subversiva cuando los situamos en un contexto de expansionismo imperial y militarismo histérico. De hecho, como bien nos dice Wikipedia (no voy a pretender, ojalá, ser un experto en literatura japonesa), fue precisamente esta testarudez de Nagai en no abandonar sus temáticas de “viejo verde” la que evitó que fuese objeto de depuraciones tras la guerra y le permitió mantener su popularidad. Shindo, por supuesto, aprovecha todas las oportunidades para explotar la cara erótica del argumento, con unas escenas de sexo en contraluces de neón que habrían hecho las delicias de un Adrian Lyne en su buena época, pero no se le puede acusar de emplear a Nagai como un mero pretexto para enseñar carne: la figura de Nagai, encarnado por Masahiko Tsugawa, encuentra un raro equilibrio entre dandismo, rebeldía, egoísmo, desprecio de las convenciones, y el inevitable patetismo de un hombre ya mayor que encuentra sus límites al querer proseguir una relación seria con una mujer mucho más joven. Hoy por hoy, en Occidente, se crucificaría en público a Shindo por desnudar tan a menudo a la protagonista Yuki Sumida (evidentemente, siguiendo una lógica políticamente correcta, en un papel de prostituta lo más lógico sería no enseñar ni un centímetro cuadrado de piel), y se consideraría que su actuación no tenía otro mérito que mostrar su cuerpo, y sin embargo parece ser que en Japón este tipo de despojamiento y renuncia a la imagen íntima es más apreciado en una actriz, como prueba de que incluso estrellas del roman porno como Junko Miyashita recibían reseñas elogiosas y premios, insinuando que quizá en el país del Sol Naciente el erotismo esté un poco más integrado en la tradición cultural y no se lo vea, al estilo occidental, como material de trastiendas sórdidas.


La visión más sorprendente del “artista marginal”, y una de las sorpresas del ciclo, fue “Sanmon yakusha” (“By Player”, 2000), biografía ficcionalizada del inconfundible actor secundario Taiji Tonoyama, a quien los lectores recordarán probablemente si evoco para ellos al anciano de pene fláccido que reconoce a Yoko Shimada como ex prostituta al inicio de “El imperio de los sentidos”, de Oshima, película que parece a estas alturas del artículo un referente inevitable, se quiera o no, para hablar del cine japonés posterior a Mizoguchi y a la era de esplendor de Kurosawa. El rostro característico de Tonoyama aparece en un número considerable de películas (IMDB enumera 233 en 50 años de carrera), pero muy a menudo sus apariciones son fugaces, casi imperceptibles si uno se descuida un momento. Shindo nos da ciertas claves para entender esto, describiendo a un hombre de temperamento volátil y caprichoso, capaz de tener una esposa en cada ciudad y de desaparecer durante días de sus rodajes para entregarse a juergas etílicas y sexuales de las que el equipo de producción debía rescatarle tras recorrer medio país en taxi. El actor Naoto Takenaka da el pego como Tonoyama por su complexión física, aunque quizá se le dé mejor relejar su lado macarra que esa bonhomía por la cual le reclamaban tan a menudo los cineastas nipones. 

Lo curioso es que, a la vez que un repaso a la trayectoria del autor, “By Player” es por momentos una historia encubierta de la carrera de Shindo y de su productora, la Kindai Eiga Kyokai (de la que Taiji fue socio fundador, con fragmentos intercalados (y muy prometedores) de películas no vistas en el ciclo como “Ningen” o “Akuto” e incluso apariciones lejanas del propio cineasta, visto por sí mismo, irónicamente, como un excéntrico dedicado a tareas tan absurdas como encender hogueras en la lluvia o pescar en estanques sin peces. Tonoyama, con su vitalismo, parece una especie de contrafigura, de doble oculto, del cineasta, un ser entregado a sus impulsos cuando un creador, para mantener una carrera, ha de ser calculador; un seductor nato que a pesar de ello logró de sus mujeres una lealtad tormentosa; un anarquista vital sin preocupación por la opinión ajena (llega a arrojar a la calle su premio al mejor actor por “Ningen”) que pasó largos años marginado de la industria por su conducta imprevisible (entrañables sus salidas de casa cada mañana, anunciando a los vecinos en voz alta “voy a trabajar”, cuando lo que hacía en realidad era caminar por la ciudad sin rumbo fijo, y gozosamente melodramática su alegría por obtener tres papeles secundarios, esperando resucitar su carrera, cuando el espectador sabe que se le han concedido al saberse lo que él desconoce, a saber, su enfermedad incurable). El tema principal de Hikaru Hayashi evoca una figura chaplinesca, tropezando, cayendo y volviéndose a levantar en la comedia de la vida, pero el epílogo, protagonizado en el tanatorio por el propio Shindo, es demoledor: para alguien tan vitalista como Taiji, que no creía en nada más en una bella mujer, el sake y las experiencias tangibles, la muerte es el final definitivo y al final no hay nada.


“Rakuyoju” (algo así como “árbol de hoja caduca”), de 1986, es una pequeña joya donde la inspiración autobiográfica de Shindo, siempre presente en cierto grado, toma el protagonismo, pues son los recuerdos de la infancia, y en concreto la relación con la madre, los motores argumentales de una película “retro” en todos los aspectos (se recurre al blanco y negro para crear el ambiente de un viejo álbum fotográfico) en la que no faltan, pese al bucolismo de la temática, sus pequeños apuntes turbios, como esa imagen repetida en varias ocasiones en la que, durante el baño del niño, su madre, presa de un arrebato de cariño, besa fugazmente su pequeño pene, recuerdo intrascendente al que la repetición dota de un carácter edípico que quizá influya en las relaciones distantes, o casi inexistentes, que el protagonista tendrá con las mujeres en su edad adulta: si Meiko Kaji, nada menos que Lady Snowblood en persona, apenas puede durar una noche con él, es que no tiene salvación. El hecho de que la intérprete de la madre sea, como no podía ser de otro modo, Nobuko Otowa, insinúa que, tal vez, sin una esposa así, la soledad habría sido inevitable. Por lo demás, la película observa la infancia como le corresponde a un director de 74 años: como un período de felicidad absoluta (incluso interminables caminatas por senderos campestres, de un pueblo a otro, se recuerdan como gozosas excursiones y no como síntomas de pobreza o incomodidad), absoluta si bien breve, pues precede un período de decadencia en el que los malos negocios paternos llevan a la venta del hogar familiar, primero, y a presenciar desde un local cercano cómo aquel es desmantelado poco a poco empezando por el tejado. No es raro que, tras esta mirada a la niñez, Shindo se dedique casi a continuación a reflexionar sobre la vejez en un díptico ya de los años 90, el formado por “A last note” y “Will to live”.


“Gogo no juigon-jo” (“A Last Note”, 1995) es sintomática de la actitud luchadora ante la vejez de un cineasta que filmó películas hasta los 99 años. La protagonista, una veterana actriz (tal como su intérprete, Haruko Sugimura, habitual en el cine de Ozu) contempla la decadencia de una colega de su misma edad, ya casi incapaz de recordar los viejos tiempos y de mantener una conversación coherente (aunque sí de desarmar a un asesino fugado, en un episodio cómico que sorprende dentro de un título mayormente dramático), y aprende que su marido la engañó con la cuidadora de la casa mientras ella se concentraba en su carrera teatral. Mientras los ancianos aprenden a sobrellevar la edad, el mundo a su alrededor continúa sin descanso su ciclo de vida y sensualidad, ejemplificado en los desnudos, que aquí se verán como gratuitos, de la joven Tomomi Seo, y en la captación semidocumental de los rituales de la fertilidad de la provincia, francamente explícitos (¿no sería tiempo de reevaluar y contextualizar el lugar común, muy fuerte en los últimos años entre nosotros, de Japón como el país sexualmente reprimido por excelencia?). La presencia obsesionante de una enorme y pesada piedra ovalada, preparada por el marido fallecido de la protagonista para colocar sobre su tumba, culmina, tras el doble suicidio de la actriz senil y su marido, cuando la piedra es arrojada por un puente: por muy viejo que se sea, hay que seguir viviendo y aprovechar hasta el final lo que pueda ofrecer la existencia.


“Ikitai” (“Will to Live”, 2000) plantea la difícil pregunta de qué hacer con la gente mayor que ya no es capaz de valerse por sí misma. En la opinión de Taro Aso, ministro de finanzas nipón en el año 2013, los ancianos deberían “darse prisa en morir” para dejar de ser una carga para la economía del estado. Carga considerable, puesto que Japón ocupa el primer puesto mundial en esperanza de vida, con una media de 83,7 años para ambos sexos. Para dramatizar el tema, Shindo yuxtapone la historia de Yasukichi (Rentaro Mikuni), anciano que vive con su hija bipolar (Shinobu Otake), sufre de incontinencia y se niega a ser internado en un asilo, con la supuesta historia de la montaña de Ubasuteyama, muy similar al clásico de Kinoshita, remakeado por Imamura, “La balada de Narayama”, en la cual, como en “Rakuyoju” se vuelve al blanco y negro para evocar el viejo cine japonés, aunque en este caso con una intención paródica que busca dinamitar los mitos sobre la vejez de la tradición nipona. Yendo a la contra de la serenidad y la aceptación ciegas, Shindo no teme ser crudo: Yasukichi se caga encima, provocando el rechazo violento de los parroquianos de un bar, y mantiene relaciones venales con una camarera famosa por su (cutre) aproximación al baile flamenco, que posteriormente le ridiculiza; Tokuko, su hija, está condenada a la soltería y al final ha de acarrear a hombros a su padre, como hacían los hijos en la montaña sagrada, solo que en esta ocasión no para dejarlo morir entre la nieve sino de vuelta al hogar,  donde sin embargo, como se apunta en el inquietante final, la muerte acabará un día por ser la única solución. Tan incómoda como cómica, con una espectacular planificación en los segmentos del pasado, que remite a aquella plástica de los espacios que ya parece cosa del pasado en la cinematografía del archipiélago, “Ikitai” se me antoja más reivindicable que la mayoría de la obra reciente de Yoji Yamada, a quien, después de haber ignorado los últimos títulos de Kaneto, Occidente parece haber otorgado el título de elder statesman del cine japonés, quizá porque se le ve como un heredero de Ozu. Aquí, un servidor, sin despreciar al director de “El pañuelo amarillo de la felicidad”, se permite preferir a Kaneto, que aún con noventa y pico años conservaba una rabia ausente de otros creadores más jóvenes. Y no querría cerrar la breve reseña de esta película sin homenajear a ese maravilloso compositor que es Hikaru Hayashi, por cuyo tema, inspirado en el “Bolero”, que acompaña el ascenso hacia la montaña, me decidí a revisar una película que ya había visto aquel mismo año. Los temas de Hayashi, evocadores y memorables, no tienen nada que envidiar a los de muchos compositores fílmicos nipones más prestigiados, pero ni siquiera en YouTube (supuestamente una fuente de cultura para el pueblo superior a la Biblioteca de Babel de Borges) puede encontrarse nada de él más allá de “Onibaba” o “La isla desnuda”. Amazon no tiene discos recopilatorios de su trabajo para el cine. Como tampoco hay ediciones videográficas no domésticas de la mayoría del trabajo del héroe de nuestro artículo. Eso de que “todo está en la red” pues va a ser que no.


La despedida cronológica del ciclo, “Fukuro” (“The owl”, 2000) demuestra de manera ejemplar el imperativo de “seguir hacia adelante” expuesto al final de “A last note”. Desmadrada comedia negra en la que dos mujeres, madre e hija, atraen a su casa, con la promesa de su cuerpo, a una serie de profesionales de la construcción a quienes asesinan por su dinero (merece la pena subrayar el detalle grotesco de que lo hacen mediante un veneno que les hace agonizar mientras profieren extraños sonidos animales), la película a la vez entronca con la premisa de “Onibaba” (no reseñada aquí, como tampoco "La isla desnuda", por tratarse de un título de sobra conocido) y mantiene un componente de denuncia (el pueblo abandonado donde viven las protagonistas fue construido para los colonos regresados de Manchuria, relegados a un mundo rural al que el gobierno dio la espalda), a la vez que muestra el espíritu irreverente y joven de un anciano de 88 años capaz de dar aún unas pocas lecciones a profesionales de la provocación como Takashi Miike o Sion Sono. El carácter tremendamente teatral de la película le da un aire de farsa difícil de concebir con un lenguaje más puramente fílmico, aunque no olvidemos que la localización única pudo venir dictada por la avanzada edad del director y su movilidad reducida (de la misma manera que las últimas apariciones en el cine de Michael Caine suelen ser en posición sentada, en la misma habitación, en diferentes partes de la película). Shinobu Otake, ya memorable en “Ikitai”, repite con Shindo en el papel de la madre, y nos recuerda que Shindo, aunque muchas en Occidente lo tildarían de machista por su afición a desnudar a sus actrices, hizo bastante por introducir en el cine nipón otros roles femeninos, como prueba el papel de Nobuko en “Onibaba”, esa madre coraje madura pero aún ardiente, celosa sexualmente de su nuera, que se va convirtiendo literalmente en demonio. “Fukuro”, que ni siquiera es la última película de Shindo (rodó aún otras dos), es defendible por varias razones pero yo ahora, que llevo siete meses escribiendo esto y ya tengo ganas de acabar, me quedo con la más halagadora para mi imparable edad madura: que se podrán decir muchas cosas de ella salvo que es, como le oí a alguien sobre “Ran” de Kurosawa en el 87, “la película de un viejo”. Kaneto llegó a los 100 como un gran clásico vivo, Occidente no lo ha incluido en su canon y la mayoría de su producción resulta difícil o imposible de ver, pero culquier título que encontréis de él por azar os hará pasar un par de horas con un joven inconformista que nunca perdió su curiosidad por la vida ni el contacto con las fuerzas instintivas de la naturaleza que nos hacen una parte integrante del universo vivo, y todo ello con un apasionamiento que se nos quiere hacer creer que los japoneses prefieren no mostrar.