viernes, 31 de marzo de 2017

503: XIV Muestra Syfy: No se puede parar después de ya 10 años




Aunque di casi por terminado hace tiempo mi recorrido bloguero, se me hace raro llegar a marzo y faltar a mi cita con la crónica de la Muestra Syfy, que, como ya he dicho otras veces, es un raro fogonazo de la vida que debería haber llevado, insertado en medio de una existencia más prosaica y menos chiflada, amén de una constante puesta en cuestión del tópico según el cual los gustos compartidos acercan a las personas, cuando en realidad podía llegarse a argumentar que, si en una sala se sientan, digamos, 400 personas a ver la misma película, asomándonos a la mente de cada una nos encontraríamos procesos de comprensión y asimilación que a la salida resultarían en 400 películas diferentes cuyos efectos positivos o negativos sobre sus sensibilidades dependerían de factores tan aleatorios como que la casa del protagonista le recordaba a la de su tía Josefina, en cuyo patio el espectador A le robó sus primeros besos a una prima, o que la música del tema principal está plagiada del grupo preferido de un ex novio de la espectadora B que le hizo la vida imposible en la universidad antes de dejarla por una búlgara.

Suerte que en la vida actual lo de la diferencia de pareceres se resuelve de una manera más sencilla: vas a Internet, lees un par de opiniones, copias y pegas en tu mente lo primero que te suene bien y de esa manera tienes algo que decir en la conversación. Antes por lo menos te encontrabas opiniones excéntricas pero originales: ahora el primero que marca tendencia en Twitter ve su juicio repetido en eco decenas de cientos de veces. Y a falta de Twitter, el lado oscuro de los visionados en sala: lo que un servidor llama “el linchamiento colectivo”. Cuando un par de espectadores marchosos se cachondean en voz alta de una película y sus compañeros de butaca les siguen, la percepción del pase se ve inevitablemente coloreada por las intervenciones de los graciosos de turno.

  

Este es el motivo de mi desazón ante el pase del que iba a ser uno de los títulos estrella de la Muestra, “Seoul Station”, el proyecto animado principal del que salió esa especie de spin-off en imagen real, “Train to Busan”, tan bien acogido y con tanta repercusión que hasta lo vimos en salas comerciales españolas a inicios de este mismo año. Pues bien, se trató de una peli que no solo no cayó en gracia sino que se tomó directamente a guasa y los guays a la salida iban hablando de lo mala que había sido y todo el percal. Considerando que son proyectos “gemelos”, surgidos del mismo director y guionista, uno solo puede aventurar que parte del público de hoy ya es incapaz de admirar una animación tradicional, realizada sin ordenador, y que apuesta conscientemente por cierta tosquedad y fealdad para ser coherente con una temática más dura y sucia. A Yeon Sang-Ho ya le funcionó esta estrategia con las anteriores “The king of pigs” y “The fake”, pero, por alguna razón, el público del Palacio de la Prensa no recibió bien su nueva propuesta de este estilo. A uno se le ocurren varias explicaciones. En primer lugar, al revés que “Busan”, “Seoul Station” no es una película de espectáculo, no es un blockbuster, sino una serie B oscura de ritmo lento. En segundo lugar, los personajes no están creados pensando en la identificación con el espectador (si se piensa bien, todo el terror teen está lleno de mozalbetes salidos y confusas aspirantes a reinas de la belleza), sino que son seres tarados, estúpidos, incapaces de tomar una decisión correcta, todo bajo el signo de una voluntad de crítica social que nuestros vecinos de sala tomaron de manera contumaz por mala escritura de guión (a propósito, sigo sin tener tan clara la coña de “cierra la puerta” que se fue repitiendo de película a película durante el fin de semana: estoy seguro de que la mayoría de las personas, si fueran perseguidas por un “zombi rápido”, no pararían su carrera para cerrar una puerta de la que no tienen llave, amén de que, si una chica, teniendo una cama detrás, se sienta a una mesa y se queda dormida, es para intentar decir que está tan cansada que le da igual cualquier sitio y postura para conciliar el sueño; a muchos me gustaría verlos escribiendo un guión y haciendo una peli, a ver si lograban sacar algo de lo que no se riera nadie). Otro punto interesante es que “Train to Busan” es un blockbuster, con todo lo bueno y lo malo, con una moraleja humanista muy general y sus buenas dosis melodramáticas, mientras que “Seoul Station” aborda temáticas más espinosas, como la prostitución, la pobreza, la disgregación familiar, la conflictividad política o la brutalidad policial. ¿Una estética más low cost predispone más a sacar defectos a una ficción? ¿Unas actuaciones algo flojas de los actores de doblaje (sensiblemente por debajo de las de los seiyuu japoneses) roban legitimidad dramática a un film de animación “serio”? ¿Una peli de animación siempre va a ser peor valorada que una de imagen real? ¿La influencia nefasta de Pixar (que, por cierto, jamás produciría una peli de animación con una historia como esta) terminará por conseguir que al público joven no les gusten los films dibujados a mano? Preguntas que no me estaría planteando si hubiera visto “Seoul Station” con otros cuatro gatos en una sala de versión original y por tanto la considerara, a falta de feedback exterior, como una firme candidata a peli de culto en la década de los 20.


El segundo linchamiento que presenciamos en la Muestra estaba más que anunciado, pues se trataba de la presentación de una película española, el western de Víctor Matellano “Stop over in hell”, cuya falta de calidad se daba por supuesta entre el público desde mucho antes de verla. No voy a entrar en el tema del negativismo en torno a nuestro cine, que veo llegar una digresión y me conozco, pero lo cierto es que la película, ya de entrada, parecía llegar a un lugar equivocado: al contrario que el “Bone Tomahawk” de la edición pasada, “Stop over in hell” no es cine fantástico o de terror, ni su mirada es lo suficientemente ambigua para admitir lecturas surreales o sobrenaturales. Es simplemente una película española del Oeste, la primera hecha en serio en quizá cerca de 50 años. Pero, a pesar del énfasis en la violencia, con momentos de un gore un poco rústico, y los intentos de apropiación de grandes momentos clásicos del spaghetti o de Tarantino (menos presente de lo que se ha dicho: no basta con que el psicopático “Coronel” repita la misma frase siempre que mata, necesitaríamos laberínticos monólogos de 15 minutos que por alguna razón aumentan la tensión en lugar de acabar con ella), la película es más una carta de amor o una declaración de intenciones que una obra acabada con universo propio, y puede ser vista con simpatía si uno piensa que las llanuras del Far West están en Colmenar Viejo y si sabe ver las apariciones de Antonio Mayans o Enzo Castellari como vínculos con una época que creemos más feliz porque no la vivimos. Confieso que intenté que me gustara: Pablo Scola está convincente como el villano protagonista y hay una clara intención, que no se puede o no se sabe plasmar visualmente, de evocar los sórdidos años 70 del rape and revenge, de “La última casa a la izquierda” o “Los visitantes” de Elia Kazan, pasando por las galerías de tarados secundarios del cine de Peckinpah (uno de ellos, el negro apodado “Cuba”, se erigió en uno de los héroes de la Muestra, a poco que un actor de color se asomara siquiera un poco a la pantalla), pero el pulso narrativo va decayendo a ojos vista porque la decisión de no apoyar el desarrollo con subtramas o sorpresas obliga a que los dos momentos culminantes sean una demostración de fuerza y virtuosismo en la dirección y actuación a los que no se aspira lo suficiente. Lo que recordaré más del momento “alfombra roja” fue la bajada del escenario de un ya anciano Mayans, ayudado por el también anciano Colin Arthur a descender los escalones. El hecho de que el ex actor fetiche de Jess Franco llenara la pantalla en su breve intervención, cuando en su juventud exasperó a legiones de fanáticos de la serie B, hace concebir esperanzas positivas, por una vez, acerca del paso del tiempo.


Otra de las películas impopulares fue “47 metres down”, del director Johannes Roberts, cuya historia en torno a las tribulaciones de dos turistas estadounidenses cuya jaula anti-tiburones se suelta del barco para aterrizar en el fondo marino tenía al menos las distinciones de estar rodada casi íntegramente bajo el agua, desafío técnico del que salía más bien airosa, y de no abusar del CGI chungo como en multitud de telefilmes de nuestro canal patrocinador. Lo malo, claro está, es que la película, como el western de Matellano, pinta poco en un evento como la Muestra (de hecho, el componente terrorífico es tan bajo que la película podría ser emitida en horario infantil sin problemas) y tiene toda la pinta de ser un reemplazo de emergencia para la ya anunciada en febrero “Swiss army man”, que por haber sido estrenada en salas la semana anterior, aprovechando una ventana de exhibición disponible, tuvo que caer del cartel, desafortunadamente a mi entender, pues el humor marciano y las extravagancias del film de los Daniels habrían generado los suficientes cachondeo, polémica, admiración e irritación para dotar de energía a una jornada que, entre el frío exterior, mínimo histórico de temperatura en los 14 años de la Muestra, y el frío interior generado por la mala acogida a un título programado tras otro, estuvo a punto de pasar a la historia también como la más triste.


Sin embargo, a dos semanas de distancia, la peli inicial de la tarde, “Worry dolls”, se recuerda con un poco menos de desprecio, dado que tendrá el guión todo lo flojo que queráis, y el protagonista, Christopher Wiehl, será todo lo mazacote que queráis, pero tener una cabeza atravesada por una taladradora mecánica a los tres minutos de metraje es todo un manifiesto de desprecio al mainstream (de hecho, apenas un canal tan grindhouse como Dark se animaría con algo así, y con lo de grindhouse aludo también a la calidad técnica de su imagen). Si vemos la película como lo que es, una serie B que, con un presupuesto que no llegaría ni para los cafés de Brad Pitt, intenta presentar persuasivamente un concepto que aspira a ser original y atractivo sin serlo en realidad pero cae en una confusión sin remedio (los amuletos que un psicópata llevaba colgados al cuello, pasando a otras personas, las impulsa a cometer horribles asesinatos basados en sus peores miedos) y hace gala de una ingenuidad que a veces la hace involuntariamente graciosa. Miro en IMDB al director Padraig Reynolds, veo que “Worry dolls” es su segundo largometraje tras un periodo de espera de cinco años, y me convenzo de que estas películas pequeñas y modestas tienen que existir, como parte de un proceso de aprendizaje, como una manera de formar parte de esos escalafones medios de la industria que en EEUU sí existen (aquí en España solo hay dos opciones: triunfar o morir) y como una perpetuación de una manera de hacer cine artesanal pero honrada que parece perdida para la pantalla grande entre tanto blockbuster y que, si bien ha dado, da y dará muestras con más talento que el evidenciado en esta película, debe tener un lugar en muestras como esta. Lo que me inquieta es la ecuación “si quieres tener cabezas taladradas y litros de sangre, no puedes esperar también personajes, argumentos y diálogos de interés”.


Algo que se podría aplicar también, aunque intente de un modo grandilocuente demostrar lo contrario, la que para mí fue la peor película de la Muestra, peor que “Worry dolls”, peor que el western de Matellano y peor que la de los tiburones. Y me da rabia decir esto, porque la anterior película de Rob Zombie, “The Lords of Salem”, me pareció de lo mejor que ha sabido hacer un director que no escribe guiones, que improvisa en todo momento y busca crear un efecto acumulativo de ideas brillantes e impactos visuales. Normalmente, lo de Zombie es un batiburrillo de carnavales ambulantes siniestros, brutalidad provinciana, sexo sucio y surrealismo pop, aspirando casi a ser una versión grindhouse de David Lynch y renunciando a contar una historia “como Dios manda” ya desde su debut con “La casa de los 1000 cadáveres”. Pero lo bueno de “The Lords…” era que Zombie aplicaba su morro soberano a crear atmósferas e imágenes extrañas y abigarradas, de una manera ciertamente pretenciosa (palabra que para mí, en esta época en que los youtubers amenazan con convertirse en la corriente principal de la cultura, es más un elogio que otra cosa) y ciertamente mal recibida por muchos seguidores del terror que, básicamente, lo que quieren es carnaza. Y supuestamente “31” es lo que la gente quiere: ambientes setenteros y sórdidos y carnaza a kilos. Pero no una carnaza cualquiera, sino una carnaza “de autor”, pero “de autor” en el mal sentido: casi todas las decisiones narrativas o visuales parecen arbitrarias, cualquier laguna parece taparse con la excusa del surrealismo (pones a Malcolm McDowell con una peluca del siglo XVIII y ya da igual que largues el enésimo refrito de “El malvado Zaroff”) y se pretende remachar que se te está transmitiendo una visión oscura del mundo a través de interminables monólogos “tarantinescos” con una pinta improvisada que echa para atrás (yo sigo esperando la historia que Richard Brake, alias Doomhead, iba a contar a su primera víctima allá por el minuto 4 o 5 de peli) y que dan lugar, al final de la película, a un momento autoparódico que sería divertido de no ser porque los planos finales lo desmienten porque sí. En un claro caso de mezclar mil ingredientes en una cazuela para un guiso que no sale, se combinan a propósito elementos que chocarían a un estadounidense medio o incluso progre (esos personajes negros en pleno estereotipo de “máquina sexual”, lenguaje malsonante a cascoporro, una burla inmisericorde al respeto por las minorías a través de personajes como el famoso enano mexicano con una esvástica tatuada, o la sexualización de una mujer ya avejentada como Meg Foster, cuando Hollywood nos quiere hacer creer que a partir de los 35 todas ya son mamás o abuelitas), pero la progresión narrativa no existe (es apenas una escena brutal después de otra, lo cual llega a fatigar) y el resultado visual, con esa especie de nave industrial abandonada como plató de rodaje, tampoco se diferencia demasiado de cientos de otras series B y Z a las que no se buscó dar un toque Kubrick poniendo a McDowell una peluca a lo “Barry Lyndon” mientras le atienden sirvientas en topless sacadas de “Eyes wide shut”. Que la película se rodara en 20 días se nota para mal, y un servidor alberga cierta preocupación de que Zombie convoque otro crowdfunding para hacer continuaciones, el asunto vuelva a prosperar y tengamos que tragarnos otros 100 minutos de sinsentido en una futura Muestra Syfy. Lo mejor de todo, corear en los créditos iniciales ese temazo que siempre ha sido “Walk away” de James Gang.

 (No me resisto a hacer un pequeño inciso sobre el conato de escándalo mediático formado durante el pase de esta película, en la sala supuestamente “no mandanguera”, y que intentó ser controlado por la dirección del evento solicitando amablemente el borrado de varios mensajes en Twitter, esa red tan peligrosa que hasta puede facilitar la venganza de ultratumba de Carrero Blanco. Aunque al parecer se trató de un tipo con manos largas tratando de aprovechar los sobresaltos de la película para tantear las formas de una vecina de butaca, la sucia mente colectiva de la red lo convirtió en un perturbado excitado sexualmente por el gore que se la meneaba allí mismo hasta que alguien de su entorno lo descubrió y fue expulsado de la Muestra, en teoría para siempre, lo que me evoca imágenes de una foto sumistrada al personal de entrada en años sucesivos con un pie de foto en plan “persona non grata”. Uno en serio no sabe qué es peor, porque el punto de vista oficial le dejó perplejo. Ahora resulta que el típico imbécil que mete mano en los cines es un monstruo peor que Hitler, mientras que por otro lado estabas dando una imagen de los fans del terror y el gore como unos locos peligrosos que se la menean cuando ven imágenes de sangre y violencia, al estilo de Nacho Martínez en “Matador” de Almodóvar, cuyos sucedáneos del porno eran “Seis mujeres para el asesino” de Bava y “Colegialas violadas” de Jess Franco. No nos parece bien ninguna de las dos cosas, pero la primera, magnificada desde el escenario del cine, se arregla tan solo poniendo en su lugar al tonto de turno, mientras que la segunda daña mucho más la imagen y respetabilidad del género de terror y sus seguidores. Con este clima un tanto inquisitorial que quiere establecer el feminismo más hardcore, para el cual, si haces siquiera la más pequeña ironía que ponga en duda el dogma de la igualdad entre los sexos, se te puede culpar de todas las mujeres asesinadas por sus respectivos, uno casi está tentado de empatizar con el pajillero, aunque lamente su elección de material para excitarse. Pero al final es la única opción cuando no haces más que incurrir en micromachismos en tu vida cotidiana. Un servidor, por su parte, ya no vuelve a ceder asientos o ayudar a llevar nada pesado a ninguna chica, pues con ello está menoscabando su fuerza y sus capacidades y por tanto dando por hecho que es un ser débil que necesita la ayuda de un fuerte y magnánimo macho).




Volviendo al hilo principal, por mirarlo desde el lado positivo, al menos “31” es una película que no tendremos oportunidad de volver a ver en la gran pantalla y que supone un cierto antídoto, si bien estomagante, a la supuesta tiranía del mainstream y los blockbusters, que también estuvo muy bien representada en esta edición, pues se abrió con “Logan” y se cerró con “Kong: La Isla Calavera” (en claro contraste con la XIII Muestra y sus dos “sujetalibros” de neto carácter indie, “La invitación” y “High-Rise”). Probablemente se debiera a mi cansancio acumulado, pero quedo muy guay y muy alternativo diciendo que perdí un poco el hilo de la historia por sueño durante ambos títulos, como supuesta demostración de que lo comercial y adocenado ya me aburre y que mi espíritu solo se estimula ya con material más cutting edge (pose estúpida que es solo tres cuartos falsa: el año pasado, en la misma tarde, llegué al extremo de aplaudir con las orejas “Cemetery of splendour” de Apichatpong y a continuación ver con desdén y hastío “Captain America: Civil War”). Como son películas que vamos a tener hasta en la sopa, tampoco me extenderé demasiado en cada una. “Logan”, supuesto carpetazo (hasta el siguiente reboot, al menos) de la saga sobre Lobezno, apuesta por un tono crepuscular, una violencia explícita y una seriedad dramática que por sí mismos no inventan la pólvora pero se aprecian más en el contexto de un universo fílmico Marvel en el que el Doctor Extraño usa wifi y hace chistecitos sobre Beyoncé. Nunca he sido un seguidor acérrimo de la franquicia mutante que acabó con mucho del potencial de Bryan Singer, de modo que solo me queda la opción de exhibir mi ignorancia: por más que Lobezno haya perdido aquí su inmortalidad, sigo encontrando a Hugh Jackman demasiado fornido y apuesto en esta entrega para considerarlo el personaje decadente que se nos quiere vender (no así ese profesor Xavier en plan viejo chocho perdido), la trama sigue siendo un poco la de siempre y para colmo se nos recicla esa trama en plan “el mentor y guía de los niños perdidos” que tan poco gustó hace 32 años en “Mad Max: Más allá de la Cúpula del Trueno” (que por cierto tiene un final, con la tribu aguardando a otros supervivientes en la ciudad desierta, que encuentro de todo menos esperanzador). Algo interesante de la película es un diseño de producción que trata de dar un aspecto de “futuro cercano” a través de muchos detalles que solo advertirán los que se fijen bien, empezando por los coches, y que suponen un ejemplo de departamentos “secundarios” haciendo un trabajo en el que guionistas o directores no quieren entrar. Eso sí, James Mangold tiene el detalle de citar en los agradecimientos finales a Alexander Mackendrick, pero los cinéfilos más maleados, en lugar de ver en estos niños mutantes asilvestrados un tributo a “Viento en las velas”, harán bien en interpretarlos como los cimientos de la próxima generación fílmica de la eterna “Patrulla X”.


En cuanto a “Kong”, me soprende un poco que a Peter Jackson se le afeara hace 12 años pasar tanto metraje en la isla de los monstruitos y ahora el hype de la superproducción de Legendary nos lo quiera hacer pasar por una idea originalísima. No es mala idea hacer tabla rasa de todo lo hecho anteriormente sobre el gran simio, e incluso incurrir en una cierta justicia poética (después de haber sido abatido tres veces por la aviación en EEUU, sienta bien verlo victorioso frente a un batallón de helicópteros militares), y sería un tanto injusto reprochar a la peli ser poco más que un festival de peleas entre bichos gigantes, pero no dejo de ver el pretexto algo débil (esperé en vano motivos ulteriores para el viaje a la isla), trasladar la ambientación a unos años 70 post-Vietnam, que podría haber dado bastante juego temático, sirve para poco más que crear una mixtape con éxitos de Bowie, Black Sabbath o la Creedence, y juntar un reparto de campanillas para luego dar a sus personajes muertes estúpidas no tiene mucha lógica artística. El concepto oficialista, transmitido en la presentación de Dolera, de que las majors ahora dan sus superproducciones a jóvenes talentos surgidos de Sundance para así imprimirles un tono personal me suena un tanto hueco aquí, pues, ni hay conceptos atípicos ni sorprendentes (la única nota anti-establishment, que podría consistir en hacer del líder militar un villano vengativo que conduce a sus hombre hacia la muerte, se palía por comité con el entrañable veterano de la II Guerra Mundial abandonado en la isla que interpreta John C. Reilly), ni tampoco Jordan Vogt-Roberts hizo una declaración fundamental sobre el arte y la vida con la simpática “The kings of summer”. Seamos prosaicos: estos directores jóvenes y ambiciosos lo que son es más manejables. Comparemos “Kong” con la denostada en su momento versión de Jackson y lo cierto es que la de Jackson era mil veces más “de autor” (esta vez en el buen sentido, que ambos existen), con una sensibilidad hacia lo pulp, lo fantástico y lo terrorífico que aquí me cuesta ver. Ni siquiera creo que los efectos de la película de 2005 hayan quedado lo suficientemente anticuados para que una reactualización fuese tan necesaria. Se ha creado un nuevo Kong, y se le ha hecho más grande, con el objeto de que en unos años se va a enfrentar a Godzilla, no hay más. Solo me quejo de que los responsables de esta peli se hayan olvidado de espectadores pretenciosos y gafapastiles como un servidor, que realmente quieren subtextos, simbolismos, metáforas y todas esas chorradas. Y para colmo hubo demostración fehaciente durante el pase de que solo se “lincha” al cine pobretón que carece de glamour y padrinos: en las primeras apariciones del militar antagonista, de raza negra, ya surgía la voz guasona invocando a “Cuba”, momento en el que una airada voz femenina saltó: “¡Es Samuel L. Jackson!” Acabáramos: de unos dibujos coreanos “mal hechos” o de un western español rodado en Colmenar te puedes reír todo lo que quieras, pero al actor de “Pulp Fiction” (aunque también sea el de “The Spirit” o “El hogar de Miss Peregrine”) se le debe un respeto. Que aún hay clases, leñe.


En cuanto a la relación entre el público y las películas programadas, hay otro fenómeno curioso que es el de los títulos de los que absolutamente todo el mundo sabe que van a ser malísimos sin necesidad de verlos, pero que aun así son programados, quizá por algún tipo de obligación contractual u otras sórdidas componendas acaecidas detrás de la pantalla, y con los que todos alegremente se ceban, quizá como chivo expiatorio de situaciones o personas de su vida privada a las que nunca podrían atacar porque el ataque les sería devuelto, mientras que, bueno, los que están en el negocio del espectáculo deben encajar el golpe y sonreír. Lo cierto es que la finlandesa “Lake Bodom” prometía poco: ¿una especie de slasher nórdico sobre unos excursionistas que acampan en el lugar de unos célebres crímenes, y que tontamente se convierten en víctimas propiciatorias? Como todo el mundo que va a escribir las crónicas de la Muestra, he leído en Wikipedia la historia de los crímenes del lago Bodom (inspiradores también del nombre de la banda de heavy rock nórdica Children of Bodom) y la verdad es que ahí hay varias películas potenciales muy interesantes, entre las cuales habría una al estilo “Departamento Q” de Jussi Adler-Olsen, con el caso reabierto 40 años después y uno de los supervivientes acusado en virtud de los análisis de ADN recién descubiertos entonces, o incluso, dado que uno de los sospechosos oficiales era un conocido espía finlandés del KGB, se podría haber hecho una flipante panorámica de los años 60 fusionando estética pop, la incipiente revolución sexual y la paranoia de la Guerra Fría. Claro está que basarse en el caso real con un cierto margen creativo habría sido difícil debido a la aparición de personas reales que se habrían visto afectadas, y cambiar los nombres de los personajes y lugares habría robado a la peli de una de sus bazas, que es lo icónico del “caso Bodom”, mítico como lo es todo crimen aún no resuelto y sin visos de serlo. Romperé una lanza por esta película y diré que no es tan mala: está rodada de manera bastante profesional, con buen ritmo y cierta atmósfera, y tiene un par de secuencias bastante conseguidas. Lo malo es que se trata de un producto que aspira a parecer hollywoodense, y alguno de sus temas de fondo optan a captar el espíritu de los tiempos de una manera bastante oportunista: no hay película que aspire a un target adolescente en la que Internet y las redes sociales no desempeñen alguna función, y aquí, en efecto, tenemos como raíz del conflicto la caída en desgracia de una estudiante por unas supuestas fotos de desnudo difundidas en la red que todo el mundo afirma haber visto, y que la ponen en serias dificultades con su familia, de una estricta religiosidad protestante digna de algunas pelis de Ingmar Bergman. La excursión morbosa para visitar los escenarios del célebre crimen será el pretexto para un ajuste de cuentas con finalidad oculta entre dos parejas jóvenes y guapas (por cierto, di por hecho que Mimosa Willamo sería la lánguida y mullida rubia víctima del engaño, pero IMDB me revela que era la morena dura y espabilada, una prueba más de que uno no se puede fiar de un nombre), que, previsiblemente, se terminarán topando con el verdadero asesino nunca castigado. Dejo al lector la capacidad de juzgar si el perpetrador de unos asesinatos en el año 1960, es decir, 55 años antes del año de estreno de la película, estaría aún en condiciones de repetir la hazaña, así como de evaluar la pertinencia de haber desechado la vía de un suspense aséptico con sus momentos puntuales de violencia, tal como lo vemos en pantalla, y en su lugar crear una espectacular pesadilla ultra-gore que a buen seguro habría indignado a los conocidos y familiares aún vivos de las víctimas de un crimen que parece haber marcado la conciencia colectiva nórdica (no me parece muy descabellado ver en él el origen de la tienda de campaña roja de la saga noruega “Villmark”). Probablemente veremos a Taneli Mustonen al frente de alguna secuela de un éxito de terror made in USA. En cuanto a cine finlandés se refiere, no parece haber término medio entre dos historias de éxito tan diferentes como las de Aki Kaurismäki y Renny Harlin.


El tema de los estragos de Internet aparece también en una de las películas bien recibidas de la Muestra, “The good neighbor”, ópera prima de Kasra Farahani, hasta ahora dibujante y asistente del director artístico en un buen número de producciones importantes, últimamente en “La serie Divergente” o “Guardianes de la Galaxia Vol. 2”. Vendida al público de la Muestra como una inteligente comedia negra con un papelón de James Caan casi en plan “abuelito cabrón”, descorazona un poco ver que en el fondo no es una película de James Caan, sino de los no muy conocidos joveznos Logan Miller y Keir Gilchrist, con una de estas tramas “guays” que aseguran la atención de un público adolescente porque, ya lo dijimos antes, los protas usan Internet, en este caso para espiar y hostigar a un vecino malhumorado que supuestamente maltrató a su esposa hasta que ella murió. No niego que es ingenioso hacer de la puesta en escena y de la posición de las cámaras un motivo argumental básico (lo que sí dudo es que no se haya hecho antes), ni que la estructura en flash-backs, durante un juicio por unos hechos que aún no conocemos, sea eficaz a la hora de mantener el suspense (aunque el uso clásico de ese procedimiento sea la novela “¿Acaso no matan a los caballos?” de Horace McCoy, publicada allá por 1935), y la narración está dosificada de un modo eficaz e impropio de un director debutante, pero he de admitir que el resultado me emociona menos que a otros espectadores de la Muestra: el estilo visual viene más marcado por el hardware usado que por decisiones humanas (ya dijo Godard, en una de sus típicas meadas fuera del tiesto, que “El odio” estaba rodada por Sony y no por Mathieu Kassovitz), los jovencitos protagonistas irritan (claro que en el tipo de pelis programadas aquí no voy a ver muchos personajes de cuarentón sexualmente frustrado con los que pueda identificarme) y la “zona de ambigüedad” no está muy bien lograda (dudo que algún espectador, tal como están presentadas las cosas, pueda creer durante siquiera cinco minutos en el posible lado oscuro del “inquietante vecino”). Es interesante en cierto modo cómo, para uno de los protagonistas, se logra convertir un desenlace desastroso en todo un happy end gracias al cual todas las tribulaciones futuras merecerán la pena, pero ese inquietante cambio de prioridades me parece un poco hueco cuando gran parte del atractivo de lo que sucede se basa en las cosas tan chulas que te permite hacer la tecnología. Es como los que piensan que “La red social” es una ácida crítica a Facebook, cuando lo que logró básicamente es subir el perfil mediático de Facebook unos cuantos enteros, amén de legitimarla culturalmente. No se puede luchar contra la industria del armamento a tiro limpio.




Curiosamente, después de “The good neighbor”, que podría ser definida como “una falsa película de James Caan”, tuvimos la agradable sorpresa de “I am not a serial killer”, que contra todo pronóstico terminó siendo “una verdadera película de Christopher Lloyd” y se ganó el entusiasmo de los asistentes pese a ser una producción indie de ritmo moroso que, imaginamos, perderá bastantes enteros en revisión una vez perdido el elemento sorpresa. Pero, mientras tanto, la película de Billy O’Brian nos proporcionó el placer de la película festivalera de la que no sabíamos nada y que terminó dando más de lo que prometía en un principio. Me gustaría no decir nada del argumento (de hecho, una de mis reglas hoy por hoy como espectador es tratar de no leer nada sobre la temática y argumento de las películas y llegar ante la pantalla lo más virgen posible), pero baste decir que lo que parecía en un principio una comedia negra costumbrista sobre los problemas de un adolescente diagnosticado como posible psicópata (interpretado por Max Records siete años después de su papel protagonista en “Donde viven los monstruos” de Spike Jonze) termina convirtiéndose en una película de fantástico / ciencia ficción con todas las de la ley, y que lo que parecía un cameo geriátrico más del intérprete de Doc Brown (ver la reciente "Cold moon", programada en el festival Nocturna) acaba por ser un papelón completamente tomado en serio con sus momentos emocionantes y todo. El ambiente invernal y nevado suele funcionar bastante bien en este tipo de historias, y las evocaciones del “universo Stephen King” (durante un tiempo creemos estar ante una variante de “Apt pupil”, alias “Verano de corrupción”) así como un sentido de la cotidianeidad macabra (la madre del chico tiene una funeraria) que puede traer a la mente la serie “A dos metros bajo tierra” son puntos de anclaje eficaces pero también muestran que la película es mucho menos original de lo que parece (y es que la originalidad tiene un precio, como pueden atestiguar infinidad de autores de películas únicas consideradas obras de culto, y que hubiesen preferido tener una carrera profesional en el cine antes que ser reivindicados 20 años después por gente rara), y que en definitiva lo que hace es pulsar una serie de botones a los que nuestro tipo de público siempre responde. Pero da igual. No me importa que me pulsen botones, siempre que sea consciente de ello. El placer en la vida es menos frecuente de lo que se cree. Y no olvidemos, antes de pasar a otra peli de la Muestra, la curiosidad friki que gustará a más de uno: el monstruo fue creado por Toby Froud, hijo de Brian Froud, diseñador conceptual de “Dentro del laberinto” de Jim Henson, y efímero actor infantil como aquel niño que raptaba Bowie para llevárselo a su dimensión fantástica. 




Otra figura célebre de la fantasía fílmica, vista este año en un contexto diferente, es la del hobbit Merry (¿o era Pippin?), interpretado en la trilogía de “El Señor de los Anillos” por el actor británico Dominic Monaghan, que solo volvió a tener un momento de gloria como uno de los náufragos de la isla de “Perdidos” (“Flash Forward” no cuenta) antes de ponerse a las órdenes del catalán Carles Torrens en “Pet”, enésima reactualización de los paralelismos entre relación de pareja, secuestro, psicopatía y sadomasoquismo que llevan coleando en el mainstream más o menos desde que John Fowles publicó su novela “El coleccionista” en 1963. Es interesante ver a un actor especializado en personajes “monos” en la piel de un enamorado obseso y secuestrador, aunque eventos posteriores que no deberíamos relatar aquí vuelven a poner su papel en la perspectiva correcta: el pobre Seth no tiene oportunidad ninguna frente al personaje que interpreta la letona Ksenia Solo. Es posible que ahí se haya buscado la solución fácil, pues quizá habría sido más interesante tener como actor principal a una mala bestia que terminara por revelar su lado vulnerable, en lugar de a un hombre peculiar pero que en el fondo nunca fue malo del todo. Hacer sentir miedo por el malo habría sido un desafío mucho más interesante, pero la película, fiel devota de la estrategia contemporánea “un giro de guión cada 15 minutos” cumple su cometido de mantener cierta tensión, intrigar ligeramente y ofrecer sus ocasionales escenas gore. Respecto a esto último, es interesante recordar que “Pet” se rodó en el mismo plató que el primer “Saw” y que podría en cierto modo verse como la cuna del efímero subgénero torture porn. Como no estoy tirando demasiado de Wikipedia, me llama la atención en la trayectoria de Torrens que no haya prácticamente nada en ella, incluso desde su etapa cortometrajista, que tenga ambientación spanish. Si la intención es crear proyectos competitivos, que puedan camuflarse sin problemas entre títulos estadounidenses “de pura cepa”, se ha logrado el objetivo: la factura es impecable, la planificación muy eficaz y las interpretaciones anglosajonas más que correctas. Claro que existe un lado negativo en esa ambición, el riesgo de pasar desapercibido entre muchos otros proyectos similares que aparecen cada año. Volvemos a lo de “Lake Bodom”: ¿es mejor aspirar a una personalidad creativa única que hará que tu producto sea marginado por muchos pero eliminará toda la competencia para quien quiere lo que tú hagas o por el contrario es preferible una eficiencia sin cara que te permita optar a un pedazo, aunque sea pequeño, del mismo pastel que todos se disputan? Bueno, siempre puedes incluir tu toquecito creativo, como hizo el compositor de la música de “Pet”, que, en sintonía con el tema de la perrera y el sacrificio de animales abandonados que nadie quiere, incluyó ladridos en el ritmo de uno de los fragmentos musicales… sin conocer al público de la Muestra ni imaginarse que esos ladridos iban a ser coreados por gran parte de los espectadores.




Este año, contrariamente a otros, sí hemos tenido “sesiones golfas” a la altura, no solo gamberras sino también ofreciendo valores cinematográficos más allá de la desvergüenza. Entre el viernes y el sábado vimos “The funhouse massacre”, que en clave de comedia juvenil cumplió las pretensiones frustradas de dos películas recientes: por un lado, homenajea al típico slasher de los 80 como “The final girls”, pero sin verse obligada a ser para todos los públicos y por tanto a prescindir de ese elemento tan esencial que es el gore, y por otro, “Escuadrón Suicida”, al no tener entre su supergrupo de psicópatas a ningún Will Smith ni a un todopoderoso comité detrás preocupado por invertir millones del conglomerado Warner en las aventuras de unos personajes que nunca les caerían bien a la gente sanota de la América profunda. El director Andy Palmer, ya desde el principio en el que Robert Englund pasa revista a los internos de una especie de Arkham Asylum, se plantea su historia en clave de tebeo caricaturesco y salido de madre, con una presentación antológica de cada uno de los psycho-killers encerrados, y su manejo de los estereotipos teen del grupo de incautos jovenzuelos que entra en el parque temático sobre asesinos en serie del que sus inspiradores evadidos toman el control es lo suficientemente divertido y habilidoso, y está lo suficientemente bien conjuntado con una progresión eficaz del suspense y la comedia, y con un despliegue de efectos físicos que suponen todo un balón de oxígeno en medio de la tiranía CGI que vivimos, que el hecho de que la peli sea básicamente una tontería entretenida acaba por convertirse en una virtud más que en un defecto, sobre todo después de las dos películas anteriores, a saber, la de los tiburones y el western de Matellano. Lo único que lamento es que los proyeccionistas no hicieran zoom y visionáramos la peli en un formato “no anamórfico” de 1:2,35 con bandas negras arriba y abajo que supuso todo un retorno a aquellos pases en el Palafox de títulos como “Cargo”, “Tucker & Dale vs. Evil” o “Shadow”. Un recuerdo involuntario para una antigua sede que, tras su cierre, recompra y previsible reforma, nunca volverá a ser la misma, hecho que nadie mencionó y que me obligó a quitarle el micrófono a Dolera en la sesión de clausura para tributar un pequeño homenaje a la entrañable sala donde un servidor ha vivido algunos de los mejores momentos fílmicos de su vida.




Mejor aún fue la proyección de madrugada a altas horas del domingo, con “Scare campaign”, obra de Cameron y Colin Cairnes, otro tándem de hermanos australianos (como los Spierig), que, a juzgar por lo visto aquí, darán que hablar dentro del género. Al igual que en “Pet”, se emplea una estructura de guión que un servidor denomina “de cajas chinas”, en el que un módulo argumental contiene un giro que lleva poco después a otro y así sucesivamente, con lo que la propia naturaleza de la historia se va replanteando cada cierto tiempo. Así, una comedia sobre un reality show de falsas apariciones fantasmales va convirtiéndose en una verdadera película de terror que traza un camino desde el sentido de la diversión ochentero hasta la obsesión por el morbo de las imágenes de asesinatos reales, enfrentando al equipo televisivo del programa, obligado a cambiar a un formato más terrorífico o ser despedido, contra una misteriosa sociedad internetera de enmascarados que actualizan la cámara-arma de “El fotógrafo del pánico” y desprenden una convincente impresión visual de satanismo y brutalidad (esas máscaras animales que llevan un poco más allá al asesino de “You’re next”). Es cierto que las sorpresas, como suele suceder, no son del todo sorprendentes, pero el impulso narrativo superó al de casi todo lo visto durante el fin de semana, y fue exactamente lo que necesitaban los espectadores que ya llevaban cuatro pases a sus espaldas: esa especie de rock’n’roll fílmico que solo puede darte una buena película de terror y acción, mezclando imaginación, adrenalina con un componente revulsivo de horror físico (aún no sé en qué estaban pensando los que programaron “4:44 last day on Earth” de Ferrara en un pase de medianoche de la edición de 2012, pero me callo porque al menos la vimos: es una película que sigue oficialmente inédita entre nosotros a día de hoy). Y, después de Rob Zombie, al menos nos quedamos tranquilos: una película gore podía ser creativa en el buen sentido y ofrecer un material que dé una moderada impresión de originalidad sin salirse del tiesto a cada momento. A partir de ahora, pienso mantenerme al tanto de qué hacen los Cairnes. No diré la tópica frase “están destinados a hacer grandes cosas” porque habría que definir primero qué son “grandes cosas”. Si “grandes cosas” es un mega-blockbuster estilo “Kong”, o una saga de éxito planetario al estilo Lucas o Peter Jackson, que hipotecan tu creatividad para los restos, prefiero que los Cairnes se tomen otros cuatro años entre peli y peli, siguiendo con sus trabajos por la mañana, y ofrezcan más pequeñas sorpresas como esta. Claro que, si les preguntaran a ellos, probablemente dirían “a nosotros dadnos una franquicia de superhéroes con un mínimo de 12 partes por contrato, una casa con piscina y un estilo de vida por todo lo alto, y el público de la Muestra Syfy que se quede con sus peliculitas simpáticas”. Son dos formas igualmente válidas de ver la vida.

Dejo para el final el díptico del domingo tarde, que para mí resume, por su carácter contrastado y el abanico de emociones que despierta, lo que la Muestra Syfy aporta a mi vida y echo de menos durante el resto del año. No se puede decir que se trate de películas que vayan a ser difíciles de ver, pero acotemos un poco el asunto: una de ellas se estrenó a las dos semanas pero desaparecerá de cartel en un par de días según escribo, y la otra, a no ser que me equivoque (y ojalá sea así) quizá tenga un fastuoso estreno en cuatro o cinco salas de todo el país en pase único a las 22:30. Pero, en fin, volvamos a aquello con lo que estábamos: si recuerdo la XIII Muestra y comparo aquella tarde del domingo (un found footage en Jerusalén visto a través de gafas Google y una comedia fantástica pasable que despedía melancólicamente al ya muy malito Terry Jones) con esta (un ambicioso anime que combina de modo laberíntico comedia, romance y una ciencia ficción “para inteligentes” y una peli de autor francesa con ribetes de horror físico y saltos conceptuales que abofetean a mucho espectador “normal”), me creo vuelto a los tiempos felices del Palafox, a aquel evento para “modernos” donde podías ver cine minoritario con la sala llena hasta las trancas y así creerte en un universo alternativo, saliendo de la sala a la glorieta de Bilbao, que para muchos de nosotros tiene mucha más credibilidad como centro neurálgico de Madrid que una plaza de Callao mucho más mercantilista y ruidosa.




En todo caso, “Your name”, como tanto anime, logra la rara proeza de ser muy comercial (en Japón ha batido récords) y a la vez notablemente compleja: desafío a cualquiera a resumir en una sola frase simple de pocas palabras el concepto de la película y que se le entienda. La sospecha de que se han refundido guiones que tuvieron una existencia por separado es muy fuerte: un chico y una chica que intercambian sus cuerpos cada cierto tiempo y se ayudan mutuamente en sus dificultades intentan conocerse en persona pero no lo logran, porque, tras el impacto sobre Japón de un meteorito desgajado de un cometa, la comunicación entre ambos se interrumpió al ser destruido el pueblo de ella, muerta junto con todos sus ocupantes, catástrofe que quizá aún pueda evitarse porque el vínculo no era simultáneo, pues ella viajaba al futuro de él para ocupar su cuerpo, mientras que él se trasladaba al pasado de ella… Observen que he ocupado ya nueve líneas en letra Calibri punto 16 y aún no he empezado a desentrañar las verdaderas complejidades y ramificaciones de la historia. Y fíjense que en Japón esto no lo tira ningún comité preocupado por mantener las cosas sencillas y no perder dinero: este barroquismo se sirve con una paleta cromática llamativa y exquisita, personajes principales dibujados al viejo estilo (nada de animación 3D) y una banda sonora rebosante de “J-pop”, y arrasa en taquilla. Makoto Shinkai, tras sus años “solitarios” en los que fraguaba pequeñas maravillas de melancolía emo, fabrica la que es con facilidad su mejor película, abrazando muchos de los estilemas del anime mainstream de los que antes parecía renegar (entre ellos, el humor adolescente y el énfasis en lo kawaii), aparcando su minimalismo (hasta en duración: se pasa de los 40 minutos de “El jardín de las palabras” a cerca de dos horas bien llenas de guión) para caer sin remordimientos en el exceso, con una densidad capaz de revelar detalles nuevos a lo largo de unos cuantos visionados, pero reteniendo una sensibilidad especial y alternativa, como muestra el increíble impacto emocional de un desenlace basado en la situación más común y menos espectacular del mundo, pero que adquiere una resonancia inaudita después de todo lo que hemos visto. Lo siento por los millenials duros y cínicos que vean aquí sacarina y cursilería; que se queden ellos en su habitación sucia y desordenada disfrutando sus vídeos de autopsias mexicanas y ejecuciones reales en la Camboya de Pol Pot. Yo disfrutaré de esta joya esteticista hasta el delirio (no es casual que “Your name” haya ostentado el récord de aplausos a la Luna de toda la Muestra) y me emocionaré creyendo durante 100 minutos que el guión de la vida no tiene por qué estar escrito de antemano y que conocer a una persona nueva puede representar una diferencia cósmica en el orden de las cosas.




Después llegó “Crudo”, sobre la que ya su título internacional da una impresión equivocada. Lo que pasa es que “Grave” es demasiado francés y demasiado intraducible: hay un matiz ahí de argot y de locura juvenil que ninguna traducción podría reproducir, con lo cual se nos deja con el mensaje de que es una película sobre canibalismo, que no es necesariamente el caso. Al revés que “I am not a serial killer”, que era una peli cien por cien de género con ropajes indies, “Crudo” es una peli indie cuyos componentes de terror han sido empujados a primer término por su publicidad, pero que ignora olímpicamente, y hace bien, toda la parafernalia y toda la lógica interna propia de los códigos del terror como género. Entre algunas de las quejas suscitadas por la película (amén del decepcionado “no era para tanto” entre los que esperaban algo tan fuerte o más que una autopsia mexicana o una ejecución camboyana) hay una que tiene fundamentalmente razón pero revela que se está procesando la experiencia con un chip equivocado: “la historia no hay quien se la crea”. Y es verdad: es difícil o imposible admitir que determinadas escenas podrían suceder en la vida real, incluso si queremos admitir que en materia de comportamiento aberrante todo es posible. Del mismo modo que es difícil leer “Crash” de Ballard (o ver su adaptación al cine por Cronenberg) tomando al pie de la letra que podría haber un grupo de personas que realmente buscaran tener accidentes de circulación con un objetivo de gratificación erótica. “Crudo” es en definitiva una fábula, una transmutación metafórica del proceso de paso a la edad adulta, la transición entre una infancia en la que se te mantiene ignorante de una serie de hechos de la vida y la abrupta entrada en esos secretos, que a los ojos de un niño son irremediablemente sucios y violentos. La clave para entender el rol del canibalismo en el argumento es que la familia, ante los ojos del mundo y la sociedad, practica un vegetarianismo estricto, pero en privado la pulsión por comer carne cruda es irresistible. En cierto modo, convertirse en adulto equivale a aprender a fingir, a ser hipócrita. Si te pillan en público, puedes ir hasta a la cárcel, por tanto lo importante es que no te pillen. Junto a esa dimensión social, también hay una dimensión política, ejemplificada en el bizutage que sufren los alumnos de primer curso de la facultad, lo cual lleva a una división férrea entre clases sociales: los novatos, obligados incluso a dormir al aire libre con sus colchones, y los veteranos, que disfrutan de un frenético tren de vida lleno de música, orgías y drogas. Únanle a esto el momento “rap feminista”, con el tema titulado “Plus putes que toutes les putes”, que ha irritado por doquier a unos cuantos espíritus sensibles de variado espectro ideológico, y quedará claro que esto no tiene nada que ver con el famoso y efímero “cine extremo francés” ni estamos ante un psycho-killer al uso, e incluso, si nos ponemos pijoteros, podríamos no estar ni ante una película de terror. Pero, al contener temática extrema manejada de un modo no realista, y por momentos surrealista, a un servidor le costaría negar de un modo tajante la pertenencia de “Crudo” a ese escurridizo dominio llamado “cine fantástico”. La película, aunque posee un par de momentos que dan cierta aprensión, parecerá casi de Disney a los que quieren ver sangre y vísceras, pero en cambio será muy embarazosa para gran parte del público educado del cine de autor. El que suscribe la valoró bastante, le pareció una plasmación muy válida de todo ese imaginario sangriento femenino que tiene su origen en los traumas de la menstruación y el resto de brutales peajes que se pagan a la biología por pertenecer a ese sexo y no al otro, una aportación curiosa al subgénero coming of age con un enfoque yo creo que nunca visto sobre el tema de la rivalidad con la hermana mayor y más experimentada, y considera muy meritoria la interpretación de Garance Marillier y las distintas etapas, desde ángel adolescente a demonio depredador, por las que atraviesa su personaje. Por un momento pensé que las prometidas “imágenes fuertes” tendrían a menudo su origen en las prácticas de la facultad de veterinaria, pero ya vi que no: eso sí habría provocado una verdadera controversia en la época en que vivimos, y realmente no era necesario en una película bastante arriesgada y novedosa, que fue a esta edición lo que “Canino” a la VII Muestra en 2010, a saber, un título en la frontera entre lo artístico y lo explotativo, que sobre el papel podría no pintar mucho en un evento así, pero que una vez visto no deja lugar a dudas. Aparte, sorprende que Universal haya apoyado tanto la distribución y la promoción de una película que horrorizaría a la mayor parte del público “normal”. El precedente de “La bruja” muestra que a esta multinacional no le importa dar el espaldarazo a un cine malrollista y con pretensiones, siquiera como gesto de cara a la galería: luego el canal patrocinador muestra la verdadera cara mainstream del conglomerado mediante sus telefilms de gárgolas invasoras contra Edward Furlong, pero al César lo que es del César.

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