sábado, 7 de julio de 2018

510: "Davy" de Edgar Pangborn


Enuncia el concepto “relato post-apocalíptico” y las primeras asociaciones automáticas serán muerte, destrucción, desolación, barbarismo, supervivencia despiadada. Dado el complejo de culpa que suele sacudir a la civilización occidental (mientras que los bárbaros allá en torno al muro no se sienten culpables por absolutamente nada), se suele además considerar la idea de su posible colapso como un castigo más o menos merecido, producto de años acumulados de indignidad e injusticia.

Por esas razones, no deja de sorprender que “Davy” de Edgar Pangborn, ambientada en los siglos posteriores a un holocausto, posiblemente nuclear, sea una novela optimista, luminosa y picaresca, en la que brillan la voluntad de vivir, de disfrutar del sexo, de ver mundo, de interpretar música y de adquirir todo el conocimiento que se pueda, incluso si hay quienes acusan a ese mismo conocimiento de haber causado la gran catástrofe y por tanto buscan reprimirlo.

No acudamos a este libro buscando una descripción detallada y plausible de cómo se disgrega y reagrega un mundo. La sociedad en la que nace Davy, niño acogido por la beneficencia y fruto de los amores de una prostituta con un cliente, es una construcción vagamente medieval carente de la heráldica exhaustiva de un George R.R. Martin y de la que apenas se esboza una estructura de castas y un dominio férreo por parte de la Iglesia. Los Estados Unidos se han balcanizado, con las inevitables escaramuzas entre vecinos, y la sabiduría e historia de los Viejos Tiempos sobreviven de una manera desvirtuada, deformada, mezclando diferentes ideas y acontecimientos como buenamente se ha podido, de tal manera que la historia siempre suena a mito. Las viejas ciudades, o se han destruido, o reformado bajo un nuevo nombre que a menudo alberga entre sus letras un eco distante del lugar original, mientras que los viejos bosques reafirman su dominio sobre amplios sectores de territorio.

Pero lo importante no es el contenido especulativo, sino el espíritu indomable de Davy, su masculinidad solar vista como una condición ineludible de supervivencia. De un modo previsible en plenos años 60, se opone la potencia del amor libre y de la creatividad (Davy arrebata a un mutante una trompa que le permite formar parte de una troupe de músicos ambulantes) a la oscuridad represiva de la religión y las instituciones, que han regresado a la resignación medieval ante un valle de lágrimas.

La picardía de Davy y la sinceridad con la que aborda sus andanzas eróticas pueden haber ayudado a mantener la popularidad de la novela, puesto que dan una impresión de libertad a buen seguro agradecida por lectores en edad adolescente, siempre considerados, según la tradición, los lectores fundamentales del género (quien esto suscribe aún no se quita de encima el cierto sofoco cuando una compañera de trabajo le espetó “lees los mismos libros que mi hijo de 13 años”), pero hay en todo ello algo más que cálculo y comercialidad, si tenemos en cuenta los frecuentes estudios sobre la pérdida del deseo y el descenso de la actividad sexual en las sociedades “desarrolladas” y si consideramos que el regreso a una moral conservadora ha devuelto cierto carácter revulsivo a un libro que, publicado en 1964, podría haberse considerado, en un ambiente más floreciente y liberado, como una simpática reliquia precursora de la cultura hippy.

Amén de que la actividad reproductora es central en un mundo con la espada de Damocles de las mutaciones sobre la cabeza. Una de las funciones del clero futuro es asegurar la no supervivencia de los nacimientos con malformaciones, vistos como un producto blasfemo de los pecados ancestrales. Cuantas más restricciones quiera imponer la moral a las actividades libidinosas, menos probabilidades habrá de concebir descendencia, y, por tanto, menos probabilidades habrá de que el porcentaje de nacimientos con mutaciones quede empequeñecido en un aluvión de nuevos bebés. Como bien sabía el doctor Strangelove, el apocalipsis debería ser el mejor afrodisiaco, y todo desde el más estricto pragmatismo.

Echo un poco de menos un examen más detallado del problema mutante: Pangborn se conforma con hacer de uno de los monstruos supervivientes el custodio de la trompa sustraída por Davy y que constituye todo un objeto mágico simbólico de la “llama sagrada”, de todo lo mejor de los Viejos Tiempos. Es divertido cómo, cuando Davy intenta usar la trompa como instrumento de batalla para reagrupar a las tropas de su provincia en su batalla contra un ejército invasor, pocos o ninguno reconocerán su rol en aquel momento, mientras que, unos cuantos capítulos después, su técnica incipiente le valdrá un lugar en la formación de los Trotamundos de Rumley, así como ocupar el vértice de un triángulo amoroso entre la mandolinista y la violinista.

El narrador en primera persona es sincero: le ha interesado más contar sus andanzas juveniles, su huida del poblado, los personajes que fue conociendo, sus primeros amores, su relación con un mentor que bien podría haber sido su padre, su carrera como músico itinerante y miembro de una caravana que, al estilo del viejo Oeste, vende también chucherías y remedios milagrosos, que detallar toda su trayectoria posterior como “hereje” defensor del conocimiento de los Viejos Tiempos y luchador por restaurar la civilización contra el oscurantismo, una guerra que, en el momento de la escritura, ha vivido un importante revés y ha obligado a la facción derrotada, de la que Davy y su esposa forman parte, a exiliarse a las islas Azores. Pero Pangborn no hace gala de pesimismo: Ni siquiera el lenguaje ha sufrido un deterioro o una deformación irreversible, como en “Riddley Walker” de Hoban: estamos más bien ante una lengua vernácula de inspiración rural, llena de giros pintorescos que buscan y a menudo logran dibujar una sonrisa. Se piensa a veces en una versión actualizada, o más bien mutante, de esa Norteamérica profunda de Mark Twain, energética y efervescente pese a sus ribetes oscuros y difícil de matar incluso a golpes de uranio y megatones.

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