Uno llevaba años replanteándose la fama de “maldito” de Terry Gilliam, argumentando que malditos eran, por ejemplo, Iván Zulueta, que después de revelarse como autor en “Arrebato”, se hundió durante los 30 años siguientes en los limbos de la heroína sin regresar jamás al cine, o, a otra escala, Gilles Mimouni, que, tras haber firmado uno de los debuts más prometedores del cine francés de los 90, “L’appartement”, parece confinado en telefilms sin repercusión. En cambio, Gilliam, pese a sus azarosos rodajes, sus peleas con los estudios, su cancelación del “Quijote” y la repentina muerte, en pleno rodaje, de Heath Ledger, puede presumir de una ya larga filmografía con actores estelares de Hollywood, edición de casi todas sus películas en los más modernos soportes audiovisuales y distribución de sus nuevas creaciones en todo el mundo.
Pero estoy empezando a cambiar de opinión a causa de este
último punto: parece ser que “The Zero Theorem” no se verá en cines españoles,
lo cual marca una primera vez en toda su carrera: productos tan difíciles de
vender como “Miedo y asco en Las Vegas” o “Tideland” se vieron sin problemas en
la cartelera madrileña, mientras que parece que ya no hay hueco para esta
última creación, a lo cual no ayuda el rechazo visceral hacia ella de algún que
otro espectador profesional a quien aparentemente los distribuidores hacen caso
(lean ustedes un reciente artículo de “Fotogramas” sobre la distribución de “Érase
una vez en Anatolia” y saquen sus conclusiones). De lo que yo llamo la pudibundez del sector
distribuidor (relacionada estrechamente con la pudibundez del sector
espectador) ya hablaré otro día, lo importante ahora es por qué “The Zero
Theorem” se ha convertido exclusivamente en forraje para gente que cree ver
películas cuando las mira de vez en cuando por el rabillo del ojo mientras
chatea por WhatsApp, juega en red y se pone al día de las últimas sensaciones
virales de Twitter y YouTube.
Uno puede argumentar que Gilliam, como buen veterano
superviviente inadaptado a los tiempos que corren, es un cascarrabias que
muerde la mano que da de comer a muchos: arremeter hoy en día contra la cultura
de lo virtual, el culto a Internet y la descorporización de las relaciones
personales puede parecer a muchos tan reaccionario y cerrado como cuando
Fellini, en su postrera “La voz de la luna”, quería presentar como un pequeño
infierno lo que para muchos hoy por hoy sería un paraíso: una discoteca de
jóvenes guapos y bien educados bailando al ritmo de un temazo como “The way you
make me feel” de Michael Jackson. Como revisión de “Brazil”, “The Zero Theorem”
ha subido en puntos de desesperación: Sam Lowry, aunque atrapado en una intriga
kafkiana, parecía un héroe del Hollywood de los 40, con aplomo y recursos,
calándose a la perfección el sombrero. Qohen Leth, su descendiente espiritual,
ya bajó en la escala evolutiva: es un calvo cuyas cejas afeitadas producen
cierta repulsión física, que ni siquiera comprende su trabajo y que se calza un
ridículo traje rojo de captura de movimientos para tener sexo irreal con una guarrilla
que se exhibe por la red sin pudor alguno (comparen con la bonita camionera que
escondía su lado insinuante tras una irónica inversión de los roles sexuales y
constatarán cómo la opinión de Terry sobre las mujeres también parece haber ido
a peor).
Los colores chillones y la falta de gusto estético del mundo
futuro de la película suponen un comentario social no muy sutil, pero
pertinente, sobre el mundo de hoy. El departamento de dirección artística
parece haberse recorrido la red completa de tiendas de todo a 100 de Rumanía en
busca de los objetos más feos, para contrastar mejor con el santuario donde
vive Qohen, que es, literalmente, una iglesia, con el ordenador colocado
prácticamente en el altar. Qohen pasa su vida ante la pantalla persiguiendo una
entelequia sin sentido. Incluso su psiquiatra (una Tilda Swinton sin sentido
del ridículo, como debe ser) es un programa informático cuyo avatar parece
tener tantos más problemas mentales, o más, que su paciente.
Como ya es habitual en Terry, hay toda una poética de la
descompensación: no se puede reflejar un mundo caótico y sin referencias adoptando
una forma armoniosa. La película es fea e irritante a propósito, y supongo que
eso sentará mal a los que van al cine para sentirse seducidos. En cierta
manera, se la puede entender como el reverso, a muchos niveles, de “Her” de
Spike Jonze: no hay nada de minimalismo “cool” (a veces llegué a pensar que los
pantalones de franela de Joaquin Phoenix eran tan primordiales en la película
como toda su problemática personal) , se evitan casi a propósito los tropos que
puedan caer en gracia a cierto tipo de crítica, se entra a saco en una visión
de las relaciones sexuales que a alguno le parecerá sexista y troglodita, en
lugar de conformarse, como parece sintomático en estas épocas en que las
ficciones tienen miedo a la carne, con las entonaciones aterciopeladas de
Scarlett Johansson, y se comete el pecado mortal de ser simbólico y alegórico
en una cultura hambrienta de satisfacciones literales y en la que la riqueza de
informaciones disponibles por línea telefónica parece haber creado un espíritu
de los tiempos en el que absolutamente todo se tiene que explicar y detallar y
en el que todos los enlaces tienen que funcionar si se hace clic en ellos.
Encuentro significativo que en algún país se haya censurado
del cartel el culo desnudo de Christoph Waltz flotando en el espacio ante un
agujero negro. “The Zero Theorem” enseña lo que muchos no quieren ver, con un nihilismo irónico que no me parece muy
lejano de algunas ficciones de Houellebecq, y un uso de los elementos
fantacientíficos lejano de las reflexiones fáciles sobre la crisis económica
que unen a títulos tan dispares como “Take shelter", la saga de “Los juegos
del hambre” o "Snowpiercer". Mientras que Jonze parece ser moderadamente optimista,
preconizando la vuelta a las relaciones personales tras el paréntesis de
adicción a los dispositivos que estamos viviendo, para Gilliam estamos abocados
a la playa de acero, que diría John Varley, presenciando, completamente solos, un eterno crepúsculo
artificial.