La rivalidad China-Japón hace ya casi un siglo que se
resolvió a favor del país del Sol Naciente, al menos en lo que a la animación se refiere, que, aunque le pese a algunos exquisitos, es una de las
aportaciones señeras del archipiélago a la cultura mundial, estatus que otros
países asiáticos están empezando a quererle disputar. Lo que pasa es que una
cosa es querer y otra muy diferente poder. El mal karma acumulado por el
público de la Muestra el año pasado por burlarse de “Seoul Station” se tomó la
revancha al inicio de la tarde del sábado gracias a “Have a nice day”, intento
chino de usar la animación para dar un componente “pop” a un relato en clave
“thriller”, tarantinesco en sus sueños más optimistas, sobre el difícil paso a
la modernidad de una China profunda transformada por el capitalismo internetero
y la moralidad del “sálvese quien pueda” de un continente que ya no cree ni en
las religiones ni en las ideologías (como bien prueba la parodia de la
iconografía comunista en una de las secuencias). Supongo que saldrá por ahí
algún reseñador inteligente que elogiará a Liu Jian por ajustarse más a una
estética realista, dibujar personajes con verdadero aspecto asiático y huir del
narcotizador escapismo estético nipón, pero seamos realistas de verdad: los
dibujos son fotogramas calcados, el movimiento convierte a la más limitada de
las series televisivas en un dechado de dinamismo e incluso se incurre en
argucias para evitar dibujar movimientos difíciles, como apagar la luz y
mostrar a continuación a un personaje tumbado en el suelo sin sentido,
escamoteando así la escena en la que es golpeado, o insertar cerca de tres
minutos de metraje solarizado real del mar para resolver una escena onírica.
Habrá quien diga que Liu se hizo la película casi el solo y que hay que disculparle en aras de sus logros, pero eso también lo solía hacer Makoto Shinkai y había cierta diferencia. Cuando se sobrepasa el límite del minimalismo para internarse un poco en la
cara dura, a uno le dan menos pena las chanzas del público, que se lo pasó en
grande esperando los carteles negros con el número de capítulo, imitando el
efecto sonoro que acompañaba el deslizar por la pantalla del dibujo de un coche
en marcha o sacando punta a todo lo sacable. Un servidor en un principio
encontró bueno que “A silent voice” no fuera a la Muestra, por no cuadrar
temáticamente, pero al menos es una gran película, de lo cual “Have a nice
day”, pese a sus aciertos ocasionales, no puede presumir.
A continuación tuvimos “The cured”, enésima aportación
al cine de zombis infectados que nos trajo el ángulo irlandés, con una lectura
histórica evidente desde los primeros minutos: la plaga es el nacionalismo
terrorista, los antiguos enfermos, ya casi recuperados, son los antiguos
terroristas que intentan reinsertarse, y los infectados rabiosos que aún son
guardados y estudiados en laboratorios estatales son los presos por delitos de
sangre. La película de David Freyne es interesante para los que se pregunten
qué podría hacer Ken Loach con los tropos del fantástico, y tal vez un poco
menos a los que adviertan desde el principio adónde se dirige el guión y no se
sientan muy atrapados por la narrativa. A Ellen Page se le nota un poco que no
sabe por qué está allí, y da un poco de penita ver tan avejentada en tan poco
tiempo a Paula Malcomson, la Trixie de “Deadwood”, aquí haciendo de doctora que
estudia a los infectados. Bien es verdad que le tengo un poco de manía a
Irlanda desde que una profesora de la facultad puso a caldo un trabajo mío
sobre el presidente Éamon de Valera, y desde que los chicos y chicas jóvenes
vienen de los cursos de verano hablando como los duendes y gnomos de los
dibujos animados, pero hubiese querido sacar de una película de hora y media,
contada de manera pausada y morosa, algo más que la constatación de que un
ataque de infectados en las calles irlandesas y las imágenes de archivo del
“Bloody Sunday” tienen básicamente el mismo aspecto.
La sesión siguiente, con la rusa “Salyut 7”, tuvo la virtud de obligar a desdecirse a la considerable cantidad de espectadores que
la tenían condenada de antemano como un pestiño de los países del Este. Curiosa
la mala reputación de los pestiños: yo me comí alguno de pequeño y eran de
hojaldre con miel, estaban buenos, y en cuanto a los países del Este, habría
que definir primero el Este dentro de un mundo esférico y dentro de una Europa
que ya solo tiene muros dentro de las cabezas de sus habitantes. La evidencia
de que no sabemos prácticamente nada del cine comercial de la “gran Europa” es
tozuda: estamos ahora mismo “descubriendo” el gran nivel técnico y expresivo al
que rayan los húngaros, mientras que supongo que más de un espectador de la
Muestra habrá visto por ahí los dos primeros minutos de “Solaris” y “Stalker” y
pensará que sus impresiones son extrapolables a una cinematografía entera. La
película de Klim Shipenko no es un alarde de autoría, reconstruye hechos
históricos de la carrera espacial soviética que probablemente todos los
ciudadanos de las ex-repúblicas socialistas con cierta edad recuerdan
perfectamente (aunque no necesariamente los occidentales, lo que aporta un
“bonus” inesperado de suspense al visionado), con una reconstrucción histórica
y una selección de temas musicales que, imagino, serán una aportación de peso
al “ochenterismo”, versión eslava, aunque a nosotros (con la excepción del
osito Misha) poco o nada nos suene, una definición de personajes sencilla y
eficaz que consigue que nos importe lo que les suceda o deje de suceder a esas
personas, y una notable solvencia técnica que no puedo comparar con “Apolo
XIII” al tratarse de una de esas películas que se las han arreglado para
evitarme durante los últimos 23 años. Los planos de la Luna, invitaciones al
aplauso, como bien saben los espectadores de la Muestra, muchos de los cuales
saben el origen de la tradición por el que suscribe, fueron especialmente
sublimes, por lo inusual de su perspectiva.
Luego tuvimos los cereales “Lion”, de los cuales este
año me llevé cinco cajas, que me durarán más o menos hasta mayo o junio, y una
de las joyas de este año, “How to talk to girls at parties”, que, a falta de
ver la serie “American Gods”, supone el primer producto con implicación de Neil
Gaiman capaz de despertar mi entusiasmo en mucho tiempo. Antes de ver la
película de John Cameron Mitchell, releí el cuento original y más o menos pensé
lo mismo que al leerlo por vez primera: es un esbozo interesante, con los típicos tropos de
su autor (estrellas vivientes, personificaciones de lenguajes e ideas,
extrañeza cósmica filtrada desde un punto de vista normal y cotidiano,
calculadamente “british”, tímido y majete), jugando con una idea (las chicas
son en esencia alienígenas) que todo adolescente, y no tan adolescente, ha
tenido alguna vez en su vida, pero en definitiva de poco peso, fácil de leer y
fácil de olvidar (como la mayor parte de la literatura de su autor, y mira que
me duele decir esto porque adoro “Sandman” sin reservas y la defiendo a capa y
espada contra todos los que la consideran una serie sobrevalorada, pero tener
que pasar más de tres semanas con “El océano al final del camino”, que en
teoría está pensada para que te dure una tarde, no me pareció ni medio normal).
La película de Mitchell toma todo el aspecto juguetón de la propuesta,
desarrollando todos los gérmenes de ideas presentes en el relato, y se las
arregla para funcionar a muchos niveles. Como reconstrucción histórica del
ambiente punk en 1977, se las arregla para enganchar y divertir incluso a
personas como el que suscribe, que adoran el rock progresivo e incluso el yacht
rock y desprecian la revolución de los imperdibles por cargarse la noción de
calidad artística en la música popular moderna en nombre de una rebeldía en la
que no es que no crea al borde de los 50, es que nunca he creído en ella: como
buen estudiante, respetuoso con las normas y amante de la cultura oficial y
reaccionaria, yo era tan enemigo para los punkis como el clero o la policía.
Pero aquí me resulta imposible no sonreír viendo a Nicole Kidman disfrazada de
mentora del movimiento, como también encuentro imposible no sentir simpatía por
Elle Fanning como “inocente en el extranjero”, emisaria alienígena, parte de
una cultura opresora destinada a fagocitarla y que encuentra en los rebeldes
terrícolas inspiración para iniciar un camino alternativo. La extravagancia de
la plasmación visual, uno de los puntos fuertes de la película, trae a la
memoria a muchos de los maestros del delirio, no tanto el cine asociado a Warhol,
que era casi siempre muy austero, como el “Ciclo de la Linterna Mágica” de
Kenneth Anger, o incluso el bueno de Ken Russell, presente en la especie de
videoclip visionario que cantan a dúo los dos protagonistas, pero no crean al
leer esto que el aspecto experimental lleva a perder de vista una historia que ante todo es dicertida y llena de valores positivos sobre la aceptación y
defensa de la propia diferencia. Incluso la decisión de hacer sexualmente
explícita la razón por la que el punki macho alfa y ligón abandona llorando,
según Gaiman, la fiesta de las chicas estelares, me parece acertada, valiente y
planteada de un modo que, creo, no ofenderá a casi nadie, lo cual me parece
todo un valor en un momento en el que valoro menos que antaño la provocación
por la provocación.
El fin de fiesta, con “Victor Crowley”, colofón por el
momento de la saga “Hatchet”, nos devolvió al mundillo del splatter cómico,
lleno de un mal gusto deliberado y a ratos ingenioso, con algunos de los
personajes de la saga regresando a los pantanos de Louisiana y el vengador de
ultratumba regresando a sus masacres gracias a que, entre todos los “youtubers”
que intentan recitar el conjuro de su resurrección, siempre va a haber alguno
que lo pronuncie de manera correcta. Ejemplo de que a los 43 años, si se es
cineasta, se puede prolongar sin problemas una adolescencia gamberra, el
director Adam Green, quizá dentro del espíritu de los tiempos, incluye menos
desnudos femeninos que en otros títulos de la saga (y, en un alarde de malicia
que lo honra, contrapunta la escena en que una exuberante chica exhibe sus
pechos para que se los firme el superviviente célebre de los crímenes de
Crowley con otra en que un seguidor masculino, gordo y calvo, hace lo mismo con
su pene) y supongo que da a los seguidores de este subgénero todos los chistes
sin complejos, despanzurramientos creativos, menudillos desparramados, y litros
de sangre salpicando la platea que están esperando, plasmándolo todo con ritmo
y eficacia. No es del todo mi taza de té, como dicen los ingleses, pero tiene
sus momentos. Me dio pena que muriera la aspirante a directora de terror que
quería rodar con el superviviente en los escenarios reales, me resultaba un
personaje simpático. Yo creo que ese es parte de mi problema con el splatter,
que se fundamenta en una misantropía sublimada y yo voy un poco en dirección
contraria, en busca de personas que me caigan bien.