domingo, 8 de abril de 2018

509: Martes 20 de marzo de 2018 en el Cine de la Prensa

Y el epílogo a la historia se traslada al Polo Norte, como en “Frankenstein” de Mary Shelley.

Bueno, no. Siendo sinceros, ya hubo Polo Norte el domingo, cuando me tocó ser el primero de la cola tras el cordón que dejaba libre la entrada de la tienda situada junto al cine, y tuve que sufrir de frente los rigores de la intemperie, viento, frío y lluvia incluidos. El martes 20 no se anunciaba tan mal, porque SyFy, en un tuit, preveía una buena organización de la clausura diferida, con apertura de puertas a las 19 horas y comienzo de la proyección del segundo “Pacific Rim” a las 20. En la práctica, los fieles de la Muestra estuvimos tiritando en la calle hasta más de las ocho, con el frío gastando malas pasadas a nuestra percepción, como reconocer a Gérard Depardieu en el tráiler de la última película de Lamberto Bava (aunque lo hemos comprobado después y no soñábamos, no).

Una vez en la sala, vimos menor asistencia y un clima no tan entusiasta. Ni cereales “Lion” ni smoothies, ni Dolera (a quien deliberadamente no he mencionado en mis tres crónicas anteriores, puede que porque ahora busco otros referentes de mujer y de todas maneras considero que Leticia parece haber disminuido su implicación en el evento, quizá por tener mayor perfil mediático; yo la recuerdo presentando las sesiones de las 4 en el Palafox, mientras que en la XV Muestra no se la veía aparecer hasta la sesión de las 8 por lo menos. Tampoco he hablado de los dos cortos, el olvidable en sí mismo “La última cita”, aunque inolvidable porque un gran número de invitados ocupó las cuatro primeras filas antes de la proyección de “Brawl” y luego se fueron en tropel, con lo cual muchos de los fans de sentarnos delante salimos corriendo hacia nuestras butacas preferidas; y el mucho más memorable “RIP”, que contaba con glorioso humor negro las consecuencias de que el muerto por quien se celebra un funeral no se muera ni a tiros).



Luego, “Pacific Rim: Uprising”, pese a la invocación inicial a Todd Acosta, no recuperó el tono de aquel fin de semana tan reciente y a la vez tan lejano. A pesar de un comienzo prometedor, donde se mostraba un paisaje postapocalíptico en ruinas, fruto de la guerra contra los kaiju y lleno de esqueletos de los mismos, por los que Nicolas Cage, si es cierta la leyenda urbana, podría haber pagado un buen dinero, y donde se insinuaba una nueva estructura social donde los viejos modelos económicos no servían y se reinstrauraba el trueque, se abandona pronto ese hilo para incidir por enésima vez en la academia de nuevos reclutas y en una nueva amenaza capitaneada por uno de los científicos de la entrega anterior, en contacto telepático con los Precursores. O sea, otra vez a mamporro limpio con los bichos, pero esta vez sin el primor estético de Guillermo, a quien ahora los frikis odian por encumbrar en los Óscares el romance entre una muda y un hombre pez, cuando lo que deberían estar haciéndole es una estatua. Pero en fin, volviendo a “Pacific Rim: Insurrección”, lo que retengo más de un producto que, en clásico estilo blockbuster, es tan técnicamente admirable como poco acreedor de mi recuerdo, son dos detalles actorales: primero, John Boyega soltando una arenga a los reclutas y soltando un “chance” con acento ultra-“british” que le roba a la escena todo su americanismo, y Burn Gorman demostrando que sabe poner caras diferentes a su habitual rictus de enfurruñamiento estreñido y que al fin y al cabo es un actor, y tal vez no muy malo. Aunque citar su actuación como lo mejor de la película quizá sea un deliberado menosprecio a una entrega que, recién vista, se pierde sin esperanzas de retorno en el Almacén de las Continuaciones Innecesarias.

viernes, 6 de abril de 2018

508: Domingo 11 de marzo de 2018 en el Cine de la Prensa


La única excepción a mi heroico mantenimiento del tipo en las “sesiones de los motivados” de la XV Muestra fue “I am not a witch”, de la directora británica de origen zambiano Rungano Nyoni. Y no es porque no fuera una buena película, pero ni siquiera los smoothies de sabores “Bahía” y “Frutal” situados a ambos lados de mi butaca evitaron que perdiera al final un poco el hilo en esta película, a medio camino entre la sátira y la denuncia, en la que una niña, de manera un tanto arbitraria, es catalogada como “bruja” (palabra que, aparentemente, significa en zambiano “mujer desobediente o que puede dar problemas”) y se la relega al campamento donde las demás “brujas” están prisioneras y atadas al final de un enorme carrete de cinta blanca, del cual, si se les ocurre liberarse, sufrirán una transformación en cabras. Bueno, y también puedes desatarte del carrete de vez en cuando, aunque no en público, en caso de que aceptes ser la amante de algún hombre poderoso. Y, sin embargo, aunque se margine a las brujas, se espera de ellas que traigan la lluvia que alivie la sequía que asola los campos. Se ha hablado bastante mal de esta peli entre los asistentes a la Muestra, pero pongo mi mano en el fuego de que está bien, merece verse, tiene incluso momentos graciosos, una peculiar versión de “El verano” de Vivaldi y un final muy “de autor” bastante bien ejecutado. El problema para mí es la idoneidad en una muestra de cine fantástico de una película que en esencia denuncia el uso del imaginario del fantástico con fines de exclusión y opresión social. Siendo consecuentes con esta postura, entonces tendríamos que rechazar las verdaderas películas de brujas por perpetuar el estereotipo de una femineidad maligna (aunque sospecho que nadie encontraría problemas con la masculinidad depredadora de Drácula, por ejemplo) y empezaríamos a pensar que la cultura es la enfermedad y no el síntoma, como parece que está empezando a suceder en la historia de las otras artes más asentadas. Ahora que lo pienso, “La bruja” de Robert Eggers termina planteando la hechicería como una fuga del corsé puritano, y esa sí es una peli de género fantástico de pata negra, pero como para cuando llegó ese final los mismos detractores de la de Nyoni también estaban durmiendo o jugando al God of War, yo os digo: ved las dos películas y el debate será interesante.

El predicamento que está consiguiendo en el cine de nuestros géneros la pareja Justin Benson-Aaron Moorhead me sorprende un poco: proponentes de un fantástico “de autor” ajeno a los topicazos festivaleros, cocinado a fuego lento, con guiones sin forma y referentes más literarios que fílmicos, sus películas no suelen tener ni ritmo ágil ni brillantez formal, aunque sí ideas sugerentes, y sin embargo hemos visto ya dos de ellas en la Muestra SyFy, que se gana a pulso una fama de evento frívolo y vocinglero al que los cinéfilos más puntillosos sentencian con orden de alejamiento. “The Endless” me interesa mucho menos que “Spring”: entre las paranoias de fumetas lectores de Lovecraft de la primera y el romance en la bella Italia entre un chico “traicionado por la vida” (como diría mi ex-cuñado) y una especie de diosa elemental, no hay duda de cuál resuena más conmigo, aunque ninguna de las dos tuvo poda a nivel de guión ni montaje que la hiciera más efectiva en pantalla. Y para empeorar las cosas, “The Endless” resulta ser una especie de continuación de “Resolution”, la ópera prima del tándem, película que un servidor rescató del canal Dark y que funciona admirablemente a la hora de crear la impresión de una pesadilla cíclica que parece no ir a terminar nunca. Y no se trata de un elogio. “The Endless” tiene una secta apocalíptica, misteriosas cintas de vídeo (que parecen estar reemplazando en el imaginario de la fantasía a los pergaminos medievales) , bucles temporales, barreras invisibles que sellan un valle, varias lunas en el cielo (con multiplicación de ovaciones de los asistentes), entidades innombrables en el fondo de un lago y la dialéctica entre formar parte de una comunidad y ser libre. Y si todo eso suena bien sobre el papel, es porque resulta obvio que hay ideas y cosas que se quieren contar. Por desgracia, ni a cuatro manos se logra esculpir una forma visible a partir de este amasijo de elementos, lo cual no significa que sea imposible para un espectador aventurero encontrar pepitas de oro en medio de la hojarasca.

 Casi al final de la Muestra llegó la que para mí fue su otro gran título, “Thelma”, una película que tenía distribución asegurada de todas maneras (se estrenó en salas el pasado viernes), pero que adquiere un sabor especial vista en la misma pantalla que “Brawl in Cell Block 99” o “Victor Crowley”. Bien es cierto que programarla en una muestra de cine fantástico es un poco “spoiler”, al igual que el último plano del tráiler oficial, que ya dice demasiado sobre lo que es la historia. El film de Joachim Trier (quien, por cierto, no es el primo noruego de Lars, aunque parece claro que ambos están emparentados de algún modo) lograría todo su efecto si lo viéramos, tras su enigmático e inquietante inicio, tan solo como la historia de una chica criada y educada en el aislamiento que sale a descubrir la vida y encuentra en su interior una serie de reacciones inesperadas. Ese inicio con el enorme plano general de la gente en la calle, del que muy poco a poco entresacamos a la protagonista, es una bonita manera de comunicarnos la universalidad de la historia, que todos somos un poco Thelma. Todo el asunto de sus “poderes”, centrados en la capacidad de desear, lleva al plano del fantástico, que no es sino la literalización de las metáforas, que el deseo es una facultad mágica pero a la vez muy peligrosa, especialmente en todo el contexto de la austeridad protestante, que enseña a reprimir y sublimar las inclinaciones más íntimas y espontáneas. Toda esa iconografía de lagos helados, bosques cubiertos de nieve, todos esos recursos del thriller nórdico, escamoteando secretos bajo fachadas imperturbables y dosificando con habilidad los datos fundamentales, contraponen océanos de frialdad al rostro joven e inocente de Eili Harboe, quizá el gran hallazgo de la película, que se distingue de otras historias similares por la atención prestada a un personaje que llegas a amar. Incluso como historia de amor lésbica, “Thelma” me parece mil veces preferible a “La vida de Adèle”, menos exhibicionista en cualquiera de los sentidos (ya escribí en algún lado que las escenas eróticas de la peli de Kechiche parecen hechas para que un varón hetero se excite y masturbe) , y su conclusión optimista calienta el corazón después de un largo y pausado viaje de descubrimiento y dudas, narrado con el pulso de un buen film de misterio y que no dejaría el mismo poso si hubiese sido un relato graciosete y rapidito. Y he de decir, que, digan lo que digan las voces disidentes que consideraron que a la película de Trier "le sobraba media hora", el público de la Muestra, tan mal considerado entre cinéfilos tuiteros que han jurado no volver por culpa de su “mala educación”, degustó la propuesta con silencio y atención, demostrando que con ellos no todo es “mandanga”.

El final tenía que haber sido con “Pacific Rim: Insurrección”, pero diversos factores obligaron a sustituirla con otra película de un director noruego, pero bastante diferente a Joachim Trier. “Siete hermanas”, al parecer, ya había sido estrenada en cines, pero dentro de una limitadísima campaña que quería disimular su pobreza mediante creatividad: se proyectó en siete cines, durante siete días y con la entrada a siete euros. Y tal vez con siete espectadores por sala. Con lo cual la peli, si no era inédita, poco le faltaba. Pero, mirando hacia atrás, salimos ganando, pues es una propuesta más interesante que la secuela del film de robots de Guillermo del Toro. Volviendo a una temática ya no muy transitada, la de un futuro superpoblado, al que se contextualiza en la vieja Europa gracias al rodaje en Bucarest, Tommy Wirkola construye una película de acción en la que Noomi Rapace encarna a un grupo de hermanas septillizas que, en virtud de las leyes que obligan a tener un hijo único, fingen ser la misma persona cada una durante un día de la semana distinto, ingenioso plan urdido por su abuelo Willem Dafoe pero que topará con problemas que deberán ser resueltos a base de peleas, tiros y violencia variada. La película me hizo gracia: las caracterizaciones de Lunes, Martes, Miércoles, Jueves, Viernes, Sábado y Domingo juegan con desparpajo al estereotipo, casi como si se tratara de personajes de anime, y el concepto permite algo tan infrecuente como ver morir al personaje principal, y no una vez sino varias. Quizá, sobre todo después de haber visto hace poco creaciones visuales tan apabullantes como “Blade Runner 2019”, pueda parecer que la ambientación futurista es un poco del montón, mero telón de fondo para lo que es en el fondo un “corre que te pillo”, pero en conjunto vi “Siete hermanas” como un intento muy honorable de blockbuster a la europea, mucho más estimulante y refrescante que el menú corporativo recalentado que vino a sustituir en el último momento. Y con la satisfacción añadida de que es una película que en gran parte del mundo ha sido carne de Netflix y aquí pudimos ver en suntuosa pantalla grande.

jueves, 5 de abril de 2018

507: Sábado 10 de marzo de 2018 en el Cine de la Prensa



La rivalidad China-Japón hace ya casi un siglo que se resolvió a favor del país del Sol Naciente, al menos en lo que a la animación se refiere, que, aunque le pese a algunos exquisitos, es una de las aportaciones señeras del archipiélago a la cultura mundial, estatus que otros países asiáticos están empezando a quererle disputar. Lo que pasa es que una cosa es querer y otra muy diferente poder. El mal karma acumulado por el público de la Muestra el año pasado por burlarse de “Seoul Station” se tomó la revancha al inicio de la tarde del sábado gracias a “Have a nice day”, intento chino de usar la animación para dar un componente “pop” a un relato en clave “thriller”, tarantinesco en sus sueños más optimistas, sobre el difícil paso a la modernidad de una China profunda transformada por el capitalismo internetero y la moralidad del “sálvese quien pueda” de un continente que ya no cree ni en las religiones ni en las ideologías (como bien prueba la parodia de la iconografía comunista en una de las secuencias). Supongo que saldrá por ahí algún reseñador inteligente que elogiará a Liu Jian por ajustarse más a una estética realista, dibujar personajes con verdadero aspecto asiático y huir del narcotizador escapismo estético nipón, pero seamos realistas de verdad: los dibujos son fotogramas calcados, el movimiento convierte a la más limitada de las series televisivas en un dechado de dinamismo e incluso se incurre en argucias para evitar dibujar movimientos difíciles, como apagar la luz y mostrar a continuación a un personaje tumbado en el suelo sin sentido, escamoteando así la escena en la que es golpeado, o insertar cerca de tres minutos de metraje solarizado real  del mar para resolver una escena onírica. Habrá quien diga que Liu se hizo la película casi el solo y que hay que disculparle en aras de sus logros, pero eso también lo solía hacer Makoto Shinkai y había cierta diferencia. Cuando se sobrepasa el límite del minimalismo para internarse un poco en la cara dura, a uno le dan menos pena las chanzas del público, que se lo pasó en grande esperando los carteles negros con el número de capítulo, imitando el efecto sonoro que acompañaba el deslizar por la pantalla del dibujo de un coche en marcha o sacando punta a todo lo sacable. Un servidor en un principio encontró bueno que “A silent voice” no fuera a la Muestra, por no cuadrar temáticamente, pero al menos es una gran película, de lo cual “Have a nice day”, pese a sus aciertos ocasionales, no puede presumir.


A continuación tuvimos “The cured”, enésima aportación al cine de zombis infectados que nos trajo el ángulo irlandés, con una lectura histórica evidente desde los primeros minutos: la plaga es el nacionalismo terrorista, los antiguos enfermos, ya casi recuperados, son los antiguos terroristas que intentan reinsertarse, y los infectados rabiosos que aún son guardados y estudiados en laboratorios estatales son los presos por delitos de sangre. La película de David Freyne es interesante para los que se pregunten qué podría hacer Ken Loach con los tropos del fantástico, y tal vez un poco menos a los que adviertan desde el principio adónde se dirige el guión y no se sientan muy atrapados por la narrativa. A Ellen Page se le nota un poco que no sabe por qué está allí, y da un poco de penita ver tan avejentada en tan poco tiempo a Paula Malcomson, la Trixie de “Deadwood”, aquí haciendo de doctora que estudia a los infectados. Bien es verdad que le tengo un poco de manía a Irlanda desde que una profesora de la facultad puso a caldo un trabajo mío sobre el presidente Éamon de Valera, y desde que los chicos y chicas jóvenes vienen de los cursos de verano hablando como los duendes y gnomos de los dibujos animados, pero hubiese querido sacar de una película de hora y media, contada de manera pausada y morosa, algo más que la constatación de que un ataque de infectados en las calles irlandesas y las imágenes de archivo del “Bloody Sunday” tienen básicamente el mismo aspecto.



La sesión siguiente, con la rusa “Salyut 7”, tuvo la virtud de obligar a desdecirse a la considerable cantidad de espectadores que la tenían condenada de antemano como un pestiño de los países del Este. Curiosa la mala reputación de los pestiños: yo me comí alguno de pequeño y eran de hojaldre con miel, estaban buenos, y en cuanto a los países del Este, habría que definir primero el Este dentro de un mundo esférico y dentro de una Europa que ya solo tiene muros dentro de las cabezas de sus habitantes. La evidencia de que no sabemos prácticamente nada del cine comercial de la “gran Europa” es tozuda: estamos ahora mismo “descubriendo” el gran nivel técnico y expresivo al que rayan los húngaros, mientras que supongo que más de un espectador de la Muestra habrá visto por ahí los dos primeros minutos de “Solaris” y “Stalker” y pensará que sus impresiones son extrapolables a una cinematografía entera. La película de Klim Shipenko no es un alarde de autoría, reconstruye hechos históricos de la carrera espacial soviética que probablemente todos los ciudadanos de las ex-repúblicas socialistas con cierta edad recuerdan perfectamente (aunque no necesariamente los occidentales, lo que aporta un “bonus” inesperado de suspense al visionado), con una reconstrucción histórica y una selección de temas musicales que, imagino, serán una aportación de peso al “ochenterismo”, versión eslava, aunque a nosotros (con la excepción del osito Misha) poco o nada nos suene, una definición de personajes sencilla y eficaz que consigue que nos importe lo que les suceda o deje de suceder a esas personas, y una notable solvencia técnica que no puedo comparar con “Apolo XIII” al tratarse de una de esas películas que se las han arreglado para evitarme durante los últimos 23 años. Los planos de la Luna, invitaciones al aplauso, como bien saben los espectadores de la Muestra, muchos de los cuales saben el origen de la tradición por el que suscribe, fueron especialmente sublimes, por lo inusual de su perspectiva.


Luego tuvimos los cereales “Lion”, de los cuales este año me llevé cinco cajas, que me durarán más o menos hasta mayo o junio, y una de las joyas de este año, “How to talk to girls at parties”, que, a falta de ver la serie “American Gods”, supone el primer producto con implicación de Neil Gaiman capaz de despertar mi entusiasmo en mucho tiempo. Antes de ver la película de John Cameron Mitchell, releí el cuento original y más o menos pensé lo mismo que al leerlo por vez primera: es un esbozo interesante, con los típicos tropos de su autor (estrellas vivientes, personificaciones de lenguajes e ideas, extrañeza cósmica filtrada desde un punto de vista normal y cotidiano, calculadamente “british”, tímido y majete), jugando con una idea (las chicas son en esencia alienígenas) que todo adolescente, y no tan adolescente, ha tenido alguna vez en su vida, pero en definitiva de poco peso, fácil de leer y fácil de olvidar (como la mayor parte de la literatura de su autor, y mira que me duele decir esto porque adoro “Sandman” sin reservas y la defiendo a capa y espada contra todos los que la consideran una serie sobrevalorada, pero tener que pasar más de tres semanas con “El océano al final del camino”, que en teoría está pensada para que te dure una tarde, no me pareció ni medio normal). La película de Mitchell toma todo el aspecto juguetón de la propuesta, desarrollando todos los gérmenes de ideas presentes en el relato, y se las arregla para funcionar a muchos niveles. Como reconstrucción histórica del ambiente punk en 1977, se las arregla para enganchar y divertir incluso a personas como el que suscribe, que adoran el rock progresivo e incluso el yacht rock y desprecian la revolución de los imperdibles por cargarse la noción de calidad artística en la música popular moderna en nombre de una rebeldía en la que no es que no crea al borde de los 50, es que nunca he creído en ella: como buen estudiante, respetuoso con las normas y amante de la cultura oficial y reaccionaria, yo era tan enemigo para los punkis como el clero o la policía. Pero aquí me resulta imposible no sonreír viendo a Nicole Kidman disfrazada de mentora del movimiento, como también encuentro imposible no sentir simpatía por Elle Fanning como “inocente en el extranjero”, emisaria alienígena, parte de una cultura opresora destinada a fagocitarla y que encuentra en los rebeldes terrícolas inspiración para iniciar un camino alternativo. La extravagancia de la plasmación visual, uno de los puntos fuertes de la película, trae a la memoria a muchos de los maestros del delirio, no tanto el cine asociado a Warhol, que era casi siempre muy austero, como el “Ciclo de la Linterna Mágica” de Kenneth Anger, o incluso el bueno de Ken Russell, presente en la especie de videoclip visionario que cantan a dúo los dos protagonistas, pero no crean al leer esto que el aspecto experimental lleva a perder de vista una historia que ante todo es dicertida y llena de valores positivos sobre la aceptación y defensa de la propia diferencia. Incluso la decisión de hacer sexualmente explícita la razón por la que el punki macho alfa y ligón abandona llorando, según Gaiman, la fiesta de las chicas estelares, me parece acertada, valiente y planteada de un modo que, creo, no ofenderá a casi nadie, lo cual me parece todo un valor en un momento en el que valoro menos que antaño la provocación por la provocación. 


El fin de fiesta, con “Victor Crowley”, colofón por el momento de la saga “Hatchet”, nos devolvió al mundillo del splatter cómico, lleno de un mal gusto deliberado y a ratos ingenioso, con algunos de los personajes de la saga regresando a los pantanos de Louisiana y el vengador de ultratumba regresando a sus masacres gracias a que, entre todos los “youtubers” que intentan recitar el conjuro de su resurrección, siempre va a haber alguno que lo pronuncie de manera correcta. Ejemplo de que a los 43 años, si se es cineasta, se puede prolongar sin problemas una adolescencia gamberra, el director Adam Green, quizá dentro del espíritu de los tiempos, incluye menos desnudos femeninos que en otros títulos de la saga (y, en un alarde de malicia que lo honra, contrapunta la escena en que una exuberante chica exhibe sus pechos para que se los firme el superviviente célebre de los crímenes de Crowley con otra en que un seguidor masculino, gordo y calvo, hace lo mismo con su pene) y supongo que da a los seguidores de este subgénero todos los chistes sin complejos, despanzurramientos creativos, menudillos desparramados, y litros de sangre salpicando la platea que están esperando, plasmándolo todo con ritmo y eficacia. No es del todo mi taza de té, como dicen los ingleses, pero tiene sus momentos. Me dio pena que muriera la aspirante a directora de terror que quería rodar con el superviviente en los escenarios reales, me resultaba un personaje simpático. Yo creo que ese es parte de mi problema con el splatter, que se fundamenta en una misantropía sublimada y yo voy un poco en dirección contraria, en busca de personas que me caigan bien.