Enuncia el concepto “relato post-apocalíptico” y las
primeras asociaciones automáticas serán muerte, destrucción, desolación,
barbarismo, supervivencia despiadada. Dado el complejo de culpa que suele
sacudir a la civilización occidental (mientras que los bárbaros allá en torno
al muro no se sienten culpables por absolutamente nada), se suele además
considerar la idea de su posible colapso como un castigo más o menos merecido,
producto de años acumulados de indignidad e injusticia.
Por esas razones, no deja de sorprender que “Davy” de
Edgar Pangborn, ambientada en los siglos posteriores a un holocausto,
posiblemente nuclear, sea una novela optimista, luminosa y picaresca, en la que
brillan la voluntad de vivir, de disfrutar del sexo, de ver mundo, de interpretar
música y de adquirir todo el conocimiento que se pueda, incluso si hay quienes
acusan a ese mismo conocimiento de haber causado la gran catástrofe y por tanto
buscan reprimirlo.
No acudamos a este libro buscando una descripción
detallada y plausible de cómo se disgrega y reagrega un mundo. La sociedad en
la que nace Davy, niño acogido por la beneficencia y fruto de los amores de una
prostituta con un cliente, es una construcción vagamente medieval carente de la
heráldica exhaustiva de un George R.R. Martin y de la que apenas se esboza una
estructura de castas y un dominio férreo por parte de la Iglesia. Los Estados
Unidos se han balcanizado, con las inevitables escaramuzas entre vecinos, y la
sabiduría e historia de los Viejos Tiempos sobreviven de una manera
desvirtuada, deformada, mezclando diferentes ideas y acontecimientos como
buenamente se ha podido, de tal manera que la historia siempre suena a mito.
Las viejas ciudades, o se han destruido, o reformado bajo un nuevo nombre que a
menudo alberga entre sus letras un eco distante del lugar original, mientras
que los viejos bosques reafirman su dominio sobre amplios sectores de
territorio.
Pero lo importante no es el contenido especulativo, sino
el espíritu indomable de Davy, su masculinidad solar vista como una condición
ineludible de supervivencia. De un modo previsible en plenos años 60, se opone
la potencia del amor libre y de la creatividad (Davy arrebata a un mutante una
trompa que le permite formar parte de una troupe de músicos ambulantes) a la
oscuridad represiva de la religión y las instituciones, que han regresado a la
resignación medieval ante un valle de lágrimas.
La picardía de Davy y la sinceridad con la que aborda
sus andanzas eróticas pueden haber ayudado a mantener la popularidad de la
novela, puesto que dan una impresión de libertad a buen seguro agradecida por
lectores en edad adolescente, siempre considerados, según la tradición, los
lectores fundamentales del género (quien esto suscribe aún no se quita de
encima el cierto sofoco cuando una compañera de trabajo le espetó “lees los
mismos libros que mi hijo de 13 años”), pero hay en todo ello algo más que
cálculo y comercialidad, si tenemos en cuenta los frecuentes estudios sobre la
pérdida del deseo y el descenso de la actividad sexual en las sociedades
“desarrolladas” y si consideramos que el regreso a una moral conservadora ha
devuelto cierto carácter revulsivo a un libro que, publicado en 1964, podría
haberse considerado, en un ambiente más floreciente y liberado, como una simpática
reliquia precursora de la cultura hippy.
Amén de que la actividad reproductora es central en un
mundo con la espada de Damocles de las mutaciones sobre la cabeza. Una de las
funciones del clero futuro es asegurar la no supervivencia de los nacimientos
con malformaciones, vistos como un producto blasfemo de los pecados
ancestrales. Cuantas más restricciones quiera imponer la moral a las
actividades libidinosas, menos probabilidades habrá de concebir descendencia,
y, por tanto, menos probabilidades habrá de que el porcentaje de nacimientos
con mutaciones quede empequeñecido en un aluvión de nuevos bebés. Como bien
sabía el doctor Strangelove, el apocalipsis debería ser el mejor afrodisiaco, y
todo desde el más estricto pragmatismo.
Echo un poco de menos un examen más detallado del
problema mutante: Pangborn se conforma con hacer de uno de los monstruos
supervivientes el custodio de la trompa sustraída por Davy y que constituye
todo un objeto mágico simbólico de la “llama sagrada”, de todo lo mejor de los Viejos
Tiempos. Es divertido cómo, cuando Davy intenta usar la trompa como instrumento
de batalla para reagrupar a las tropas de su provincia en su batalla contra un
ejército invasor, pocos o ninguno reconocerán su rol en aquel momento, mientras
que, unos cuantos capítulos después, su técnica incipiente le valdrá un lugar
en la formación de los Trotamundos de Rumley, así como ocupar el vértice de un
triángulo amoroso entre la mandolinista y la violinista.
El narrador en primera persona es sincero: le ha interesado
más contar sus andanzas juveniles, su huida del poblado, los personajes que fue
conociendo, sus primeros amores, su relación con un mentor que bien podría
haber sido su padre, su carrera como músico itinerante y miembro de una
caravana que, al estilo del viejo Oeste, vende también chucherías y remedios
milagrosos, que detallar toda su trayectoria posterior como “hereje” defensor
del conocimiento de los Viejos Tiempos y luchador por restaurar la civilización
contra el oscurantismo, una guerra que, en el momento de la escritura, ha
vivido un importante revés y ha obligado a la facción derrotada, de la que Davy
y su esposa forman parte, a exiliarse a las islas Azores. Pero Pangborn no hace
gala de pesimismo: Ni siquiera el lenguaje ha sufrido un deterioro o una
deformación irreversible, como en “Riddley Walker” de Hoban: estamos más bien
ante una lengua vernácula de inspiración rural, llena de giros pintorescos que
buscan y a menudo logran dibujar una sonrisa. Se piensa a veces en una versión
actualizada, o más bien mutante, de esa Norteamérica profunda de Mark Twain,
energética y efervescente pese a sus ribetes oscuros y difícil de matar incluso
a golpes de uranio y megatones.