No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
domingo, 17 de junio de 2007
"Jonathan Strange y el señor Norrell" de Susanna Clarke
Cuando reseño libros, acostumbro a sacarlos del tanque criogénico de su estantería e infundirles un breve aliento vital desde mi memoria. De improviso van desplegándose las experiencias que presenciaron, los lugares por donde se pasearon de mi mano, los estados de ánimo que fomentaron o hicieron lo posible por mitigar, en suma, los mil y un pormenores de esa relación íntima e intensa, marcada por el desagradecimiento de la promiscuidad, consustancial al acto lector.
Extraer de su hilera el libro de bolsillo de “Jonathan Strange & Mr. Norrell”, en su edición estadounidense con las letras del título sobre el fondo verde y misterioso del cuadro “Paseo nocturno” de John Atkinson Grimshaw, me despierta el reconocimiento de un hogar donde fui bien tratado, de unas promesas halagüeñas y escrupulosamente cumplidas. “Jonathan Strange” quedará en mi memoria como el lugar donde he pasado 19 de los días más felices en mi vida como buscador de refugios literarios.
El relativo fracaso comercial en nuestro país de la novela de Susanna Clarke posibilita hablar de ella en términos neutrales y moderados, lejos del mundanal ruido del mundo editorial, sus pompas y sus fastos. Por el contrario, en el ámbito anglosajón son inevitables las voces mefíticas llamando la atención sobre el sello editorial del libro, Bloomsbury, coincidente con el de las juveniles andanzas de Harry Potter, sobre los sustanciosos avances monetarios percibidos por una escritora británica semidesconocida, autora de una historia que casualmente trata sobre magia y hechiceros, y epicentro de una notable maquinaria promocional y el consiguiente ascenso de la obra a la odiada y envidiada categoría de “best seller”. Neil Gaiman, mito viviente por sus guiones para “Sandman” y gurú por excelencia del fantástico actual, echó leña al fuego con su cita controvertida: “Sin duda alguna la mejor novela inglesa de lo fantástico escrita en los últimos setenta años”. Todo lo cual basta y sobra para poner de uñas a cierta clase de individuos: repasando viejos foros sobre literatura de CF y fantasía, topé con diatribas de impresión contra la buena de Susanna... sin que el libro hubiese aún aparecido y sin que los firmantes hubiesen leído siquiera uno de los relatos breves que Clarke llevaba publicando desde el año 96. En todo caso, alguna agua debía llevar el río que sonaba, pues “Jonathan Strange” no sólo cosechó todo tipo de distinciones en los resúmenes literarios de 2004, y no sólo se alzó previsiblemente con el premio World Fantasy a mejor novela, sino que incluso se hizo con el Hugo, ¡cuando pertenece a un género muy diferente! Uno está por pensar que muchos lectores de CF tampoco hacen ascos a la fantasía, y que ninguna novela fantacientífica de ese año debía hacer mucha competencia literaria a la crónica de los dos magos empeñados en resucitar las artes mágicas británicas...
Artes mágicas desde luego no faltan en este libro, empezando por la popularidad y furores despertados por un volumen que en su edición de bolsillo llega a la cuenta de 1006 páginas y cuya acción, contraviniendo los evangelios del “best seller” no transcurre especialmente deprisa, sino que, por lo contrario, se detiene en un apreciable número de digresiones, tramas secundarias, retratos históricos y esbozos de personajes, sin entrar todavía en las abundante notas a pie de página. En la época de los Dan Brown y compañía, cuyo primer puñado de páginas suele equivaler a agarrar al lector por las solapas y obligarlo a seguir leyendo cueste lo que cueste, Susanna Clarke habla con placidez sobre una asociación de magos en la ciudad de York, las rarezas de sus miembros, la llegada de un joven entusiasta mal recibido por la caterva de pedantes, y los rumores de que en un apartado lugar de Yorkshire un tal Sr. Norrell poseía una abundante biblioteca de libros mágicos. En una época con una capacidad de atención digna de vertebrados acuáticos branquiales, semejante acercamiento equivaldría al beso de la muerte entre los poco lectores (hecho constatado por mí mediante el poco entusiasmo de mi hermana y por la editorial Salamandra al no sobrepasar la tercera edición del libro y ver amarillear día a día sus cubiertas blancas). Sin embargo, dos capítulos después, las estatuas de la catedral de York, por las artes del señor Norrell, comienzan a hablar de todo lo que llevan visto durante los últimos siglos; una de ellas habla de un crimen que vio cometer dentro de la nave; algunas se quejan de las esculturas que les ha tocado soportar como vecinas todo este tiempo; tras la debacle mágica, se descubre que algunos adornos esculpidos en forma de hojas, flores y zarcillos continuaron creciendo y ahora pueden encontrarse en sillas, tronos y sitiales originalmente carentes de tal ornamentación.
Lo cual prueba que Susanna Clarke confía en sí misma, sabe lo que tiene que contar y desdeña atrapar al lector con tretas vistosas. Una de las bazas con las que cuenta Clarke es un remedo estilístico de la época en la que ambienta su historia, el siglo XIX, una voz narrativa elocuente, precisa, irónica y penetrante, comparada hasta la saciedad con Jane Austen (si bien carezco de datos para confirmarlo o desmentirlo, pues nunca he leído a esa escritora), que complementa su sabor de época con algunas grafías alternativas (pienso por ejemplo en la encantadora palabra “surprize”), con un tono de comedia sofisticada de modales y con una reticencia muy británica. Hablando de este último adjetivo, a mí mismo, curtido en un cierto desprecio del anglocentrismo, me sorprendió hasta qué punto me seducía la esencia destilada de “britanicidad” que cuenta en lugar destacado entre las armas de escritora de Clarke. Pero sin ser ni mucho menos la única.
Si acaso las intrigas de salones no convencen, nos quedaría la evocación de un pasado mítico y mágico, inventado para la novela, y mantenido a una tentadora y frustrante distancia mediante el artificio de las notas al pie, que nos proveen con datos, aclaraciones e incluso cuentos completos y fascinantes sobre los magos de la “época áurea”, establecida desde que llegó del País de las Hadas un personaje conocido como el Rey Cuervo, señor de tres reinos, uno de los cuales ocupó la mitad de Gran Bretaña. Siguiendo un poco las lecciones de Tolkien, este Rey Cuervo, de quien se oye hablar durante todo el libro sin que se forme una imagen cabal de él hasta casi dos tercios, y que apenas aparece en la historia, es su protagonista oculto, la figura fascinante e invisible de la cual se quiere en todo momento saber más sin que nunca lleguemos a saber demasiado. Esta aureola de misterio se mantiene alrededor de muchas de las otras figuras principales, que se mueven en atmósferas de penumbras urbanas o campestres casi propias de Dickens pero renuncian a la pintura caricaturesca de este último para situarse en zonas de sombra psicológicas más propias de la narrativa del siglo XX.
Si las intrigas de salones, y toda una cautivadora mitología sobrenatural, no convencen, nos queda el ángulo histórico. Jonathan Strange, el joven entusiasta, y Gilbert Norrell, el viejo avaro de su sabiduría, prestarán su ayuda mágica a la Corona contra los avances europeos de Bonaparte, y trabarán relaciones con la flor y nata de la época. El Duque de Wellington se referirá a Strange como “Merlín”, y las aventuras militares de los dos hechiceros incluirán mantener las naves francesas en sus puertos, sitiados por falsos buques británicos hechos de lluvia, resucitar a diecisiete soldados napolitanos muertos para interrogarlos sobre la ruta del resto de sus tropas, crear carreteras nuevas más transitables para la marcha de los ejércitos, o, incluso, a defecto de esto, mover las ciudades u otras referencias geográficas de sitio, lo cual llegará a motivar una carta enfurecida del rey español Fernando VII exigiendo que Strange vuelva y deje el país tal como estaba antes de la Guerra de la Independencia.
Aparte de la historia política y militar, llegaremos a conocer en Venecia a lord Byron, que trabará relación con Strange durante un oscuro período de su existencia e incluso se inspirará un tanto en él para su “Manfred”. No olvidemos que Jane Austen, gran inspiradora de Clarke para su ambientación de realismo hogareño decimonónico, fue contemporánea estricta del Romanticismo exaltado de los Byron, Shelley y compañía; el grado en que ambas concepciones, a priori opuestas, son capaces de funcionar bien juntas, es sólo una de las múltiples felicidades de un libro espléndido que nos ha llegado a las manos como un regalo del cielo.
Pero todavía hay más. Que Clarke no se interese en atrapar al lector como máxima prioridad no significa que su libro se limite a primores expresivos, curiosidades de época o adorables excentricidades. Antes bien, la trama exhibe un diseño de acero y se mueve en direcciones que podemos intentar anticipar pero que nos mantienen intrigados hasta casi las últimas páginas. Cómo olvidar al misterioso y jamás nombrado “caballero del pelo como el vilano del cardo”, juguetón y maligno señor del dominio de Esperanza Perdida, en el País de las Hadas, cuyas maquinaciones atrapan a la mayoría del elenco principal desde que Norrell tuvo la mala idea de convocarlo para resucitar a la difunta señora Pole y de este modo interesar a las altas esferas en el potencial de la magia, caída en desuso desde años y años; cómo no sentirse cautivado por Vinculus, el agorero mago de la calle Threadneedle, vagabundo miserable con tres esposas a quienes visita de vez en cuando, portador de una inquietante profecía del Rey Cuervo y depositario de mucha más sabiduría oculta de la que jamás admitirá; cómo no simpatizar con el criado Stephen Black, nacido en una galera de esclavos negros y destinado a ser rey, o intrigarnos ante Childermass, el inquietante servidor de Norrell, lector del Tarot, aspirante a mago en contra de la intención de su amo de monopolizar el arte, y revestido poco a poco de un papel muy peculiar.
El giro final del libro, mucho más romántico que de Austen, de nuevo se desmarca de la previsibilidad de los “best sellers” y entra en terrenos razonablemente oscuros, incluso violentos, pese al interludio cómico y encantador que supone la aparición veneciana de la familia Greysteel, tan odiada por Clute en su injusta reseña, y se encamina hacia una conclusión que se las arregla para resultar a la vez grandiosa, feliz, cómica y llena de melancolía (pienso en la inolvidable escena final). El larguísimo trayecto por una novela de extensión más que generosa, de un barroquismo capaz de revelar nuevos detalles en lecturas sucesivas, cuenta incluso con algo difíil de encontrar hasta en los más prometedores narradores actuales: una conclusión satisfactoria.
Y la verdad es que un servidor habría continuado leyendo “Jonathan Strange” si hubiera contado con el doble de páginas: ya expuse que más que un libro se trata de un lugar, y yo me encontré en él a las mil maravillas, saboreando sus mil y un recovecos, sonriendo con su ingenioso humor, maravillado por sus fantasmagóricas invenciones. Mucho me temo que Gaiman no se equivocaba: admitiendo, ya lo explicaré en otra ocasión, que “El señor de los anillos” no es una novela “inglesa” ni “de lo fantástico” (si bien yo personalmente prefiero a Clarke, pues mi fascinación por Tolkien no se prolongó hasta mi edad adulta), “Jonathan Strange” deja en la cuneta a muchos de los otros pretendientes a mejor novela del género en los últimos setenta años, empezando por “Camelot” de T.H. White, demasiado premiosa y reticente en su segunda mitad, o por la “Trilogía de Gormenghast”, de Mervyn Peake, estomagante a fuerza de riqueza descriptiva, anémica de argumento y contando como único elemento fantástico real con la idea de “una casa muy grande”. No nos dejemos llevar por el resquemor de los envidiosos, ni por los manejos publicitarios, ni por la tontorrona etiqueta de “Harry Potter para adultos”, ni por la inevitable película, sin posibilidades de reproducir la enloquecedora, pero razonable y organizada, exuberancia del libro. Susanna Clarke ha entrado por la puerta grande desde su primer libro, un clásico instantáneo que, incluso si no volviera a escribir nada más, la colocará como una referencia inamovible en las historias de la fantasía literaria y en el corazón de los buenos lectores.
Estupenda la reseña. Después de leerla me han dado ganas de ponerme de inmediato con su lectura.
ResponderEliminarEs una de las lecturas que tengo previstas para el mes de vacaciones que tengo a la vuelta de la esquina y que será de las primeras en caer.
Por cierto, el libro lo compré de segunda mano hace poco en el mercado de Sant Antonio de Barcelona. Esto viene a reforzar tu tesis sobre lo poco que ha trascendido esta novela entre los lectores; no se ha vendido mucho y lo que la han comprado se deshacen de ella con cierta brevedad.
Saludos.