Toda la comunión mirando hacia esa jarra de zumo de naranja convertida, a posteriori, en símbolo temprano de esos deseos inalcanzables que irían abonando el terreno para su desencanto precoz de la vida, el pequeño Igor, a quien no le faltaba demasiado para empezar a ejercer de abuelo, esboza ante la cámara un rictus de coquetería perpleja, de sabiduría prisionera, que lo asemeja a un Alfred Hitchcock en miniatura.
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