martes, 31 de julio de 2007

Ingmar Bergman (1918-2007)


No se suele decir muy a menudo, pero el cine de Ingmar Bergman da miedo.

Hay algo en su quietud, en su silencio, en la manera que tiene de sugerir el enorme espacio vacío justo al lado de la vida, que lo hace inquietante.

Esos terrores de la religión, ese instinto sexual incansable, esa incertidumbre tras la muerte. Ahora se lleva mucho desestimar a Bergman como un pesado, un obseso aburrido, un ombliguista del arte y ensayo que no comulga con la religión del entretenimiento.

No le perdonan ponernos cara a cara con nuestra mortalidad en “Gritos y susurros” o en “Fresas salvajes”, cuyo reloj sin agujas mide la cuenta atrás de todos nosotros.

Ahora se lleva muy poco lo espiritual, lo metafísico, lo filosófico. Cualquiera hubiese dicho hace sólo unos pocos años, cuando pesaba sobre nosotros la losa nacionalcatólica, que llegaríamos a empacharnos del hedonismo, la alegría de la carne y el “carpe diem”.

Bergman, como por otro lado casi todos los iconos del cineclubismo, lleva consigo un cierto olor a sacristía, y no es raro que algunos de sus entusiastas, como mi amigo Santos, sean renegados del seminario.

Pero, mal que nos pese, quedan muchas preguntas sin responder, orígenes del misterio. “El rostro” plantea la existencia o no existencia de lo sobrenatural, desmontando supercherías con suma ambigüedad pero dejando claro que la persona necesita, por su propia naturaleza, elevarse sobre la mera materia.

Porque tarde o temprano surge el horror. El horror de las imágenes cristianas mal digeridas (esa mano clavada a una tabla, inolvidable entre las pesadillas de “Persona”), esa extrañeza del mundo incomprensible recién descubierto (el fantasmagórico bazar del judío en “Fanny y Alexander”), la sombra funesta e imborrable de una educación represiva (también en “Fanny”, el terrorífico fantasma del predicador que afirma “Nunca te librarás de mí”).

Saber comunicar este cúmulo de angustias en mitad de la fiesta perpetua de un insensato fin de milenio, saber trascender una sabiduría teatral innegable para convertirse, con la complicidad de Sven Nykvist, en un sin par creador de imágenes simbólicas y oníricas, hacer avanzar el lenguaje del cine a base de incorporar figuras de estilo ajenas al literalismo embrutecedor de lo que se considera el “cine clásico”, son la marca de un personaje irrepetible.

Bien es verdad que Bergman llevaba unos años retirado de la luz pública, que sus trabajos fílmicos eran ya muy ocasionales, que ya lo considerábamos una persona lejana cuyo trabajo no dejaba de crecer y estar presente. Un largo adiós consumado por fin, una cita final, agotadas las triquiñuelas, con el ajedrecista pálido a quien dio vida Bengt Ekerot.

Hasta que nosotros accedamos a la verdad que Ingmar ya conoce, nos queda su obra inagotable, fascinante e incómoda.

Yo tengo en casa sin ver aún “El silencio”, “Como en un espejo”, “Sonrisas de una noche de verano”, “La hora del lobo” y “Secretos de un matrimonio”. No os pasará nada si dejáis durante unos instantes las síncopas del “reggaeton” y los colores primarios del chiringuito veraniego para sumergiros en las brumas nórdicas del alma de la mano de todo un maestro.

De esos ya van quedando cada vez menos.

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