No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
jueves, 12 de julio de 2007
"La bruja" de Jules Michelet
Un reproche que se podría formular a mis lecturas es su carácter caótico, casual, asistemático. Sólo un ejemplo: sin tener idea de quién era Jules Michelet ni de su posición como una de las autoridades de la historiografía francesa, un saldo casual de ejemplares de una traducción española de “La sorcière”, se cruzó en mi camino veinteañero e instaló con firmeza el libro en mi canon personal, hasta el punto de propiciar la revisión en el original cuando ya peino más canas que otra cosa.
Lo que me llamó la atención en su momento de “La bruja” fue el tono literario, lejano de la ortodoxia que busca revestir de una pátina científica hasta los saberes más humanos, con que se abordaban la brujería y sus orígenes remotos. Entre un lirismo casi de acuarela y ciertos conatos de crudeza, se esboza el retrato de una Edad Media sumida en el caos, huérfana de los viejos dioses, sometida al capricho de los más fuertes, donde Satán viene a llenar todos los vacíos que dejaron en la sociedad el cristianismo intransigente y el feudalismo pisoteador de la dignidad y los aún desconocidos derechos humanos. Como lector veinteañero, me regocijaba que un autor se situara en el partido diabólico y adoptara la licencia poética de referirse a lo sobrenatural con tintas verídicas; ahora advierto una intención de desbrozar las leyendas, desproveerlas de sus detalles grotescos y estrafalarios y buscarles una justificación profunda que, si bien chocan con mis querencias góticas e irracionales, no dejan de sorprender e iluminar.
Por ejemplo, la magia no sería sino los primeros pasos de la medicina y la farmacopea naturales; el aquelarre sería un festejo popular con ribetes de orgía, donde se empleaban métodos anticonceptivos ante la presión de la pobreza y de la mortalidad infantil; los encantos y filtros de amor vendrían a reflejar las inconmovibles diferencias entre amos y vasallos; el diablo se apropiaría todo lo que un cristianismo ensimismado y cazurro desterraba de su visión: el cuidado del cuerpo en oposición al del alma, la lógica en oposición a lo revelado, la ciencia práctica en oposición al misticismo, la vida terrenal en oposición al más allá. La intención de Michelet, por tanto, bajo la superficie llamativa de un libro en el que los duendes y diablos hablan, los señores y señoras del castillo torturan y explotan sexualmente a sus vasallos, la peste castiga el afán por confundir la pureza con el olvido de la piel y la carne, y los jueces consignan a la hoguera a todos cuantos caminan en las fronteras movedizas de la virtud, no es sino establecer la crónica de un error, de un dualismo pernicioso, y anunciar un nuevo e inminente amanecer, poco menos que profetizado en las últimas páginas, una reconciliación entre espíritu y materia, entre religión y ciencia.
Es bien sabido que si Michelet, autor de voluminosas historias de Francia y la Revolución Francesa, y cultivador de una incipiente antropología, caprichosa y retórica, se interesó por las mujeres malditas del Medievo, esto se debió a la influencia de su segunda esposa, Athenaïs Mialaret, treinta años menor que él y una especie de hippie avant la lettre, fanática de la naturaleza, conocedora de las plantas y sus propiedades. De ahí quizá el tono frisando con lo dulzón de algunos pasajes que idealizan a la mujer casi en su perjuicio, pero también el furor con que se pretende restaurar la autoridad espiritual del sexo femenino, el afán ejemplificador que fuerza al autor a romper el hechizo envolvente de su panorama narrativo por una Edad Media insólita para incluir crónicas de varios procesos por brujería, de donde víctimas inocentes salieron rotas en cuerpo y alma.
Es un tramo desigual del libro: el narrador de anécdotas perdidas en la noche de los tiempos, erudito curioso y cándido que reprocha a Goethe haber convertido a la novia de Corinto en una vampira, deja lugar al desempolvador de actas, enredado a menudo en un maremágnum de deposiciones, fechas y testimonios, olvidando la deliciosa aura de ambigüedad de los capítulos precedentes. Duele ver cómo pasa de puntillas sobre el caso de Urbain Grandier y las posesas de Loudun, inspirador de Aldous Huxley, Penderecki... y Ken Russell.
En cambio, a pesar del fárrago ocasional, la historia del confesor jesuita Girard y Catherine Cadière reviste por momentos el carácter de la más apasionante y sensacional novela, aunando como aúna ingredientes como la violación de una niña de 12 años por un cura cincuentón desastrado y feo, el incontable harén de éste, el fingimiento de santidad haciendo pasar por estigmas heridas infligidas y reabiertas cada día por succión, los constantes e inoportunos embarazos, la sodomía como castigo para la recalcitrante niña, su seducción lésbica por las amantes del confesor, la administración de drogas para evitar que la verdad trasluzca en el proceso, etc. Nos diríamos en un libro diferente, de no ser por su estilo sonoro y elevado que parecerá afectado a más de un necio, y por la misteriosa continuidad implícita que hace identificar a la mujer anónima con quien comenzó el relato, expulsada de su hogar y empujada a la brujería por las sevicias del señor feudal, con la pequeña Cadière, relegada al olvido de las mazmorras eclesiásticas tras la absolución de su enemigo.
Si el libro, por tanto, se queda corto en algún aspecto y habrá sido superado en años posteriores, la pasión con que se desarrolla y su desprecio del academicismo hacen de él un pequeño clásico semiolvidado, una mirada independiente hacia el pasado que cuestiona tanto los hechos de la iglesia católica como las posturas volterianas que satirizaban tanto a víctimas como a verdugos. Michelet se me asemeja un poco al compositor Leos Janácek: un vejete otoñal vuelto visionario por una tierna hembrita. Muchos de nosotros podemos respirar tranquilos y no desesperar: los eruditos secos y polvorientos pueden todavía, por las artes de alguna brujilla, reverdecer en clásicos heterodoxos.
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