No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
miércoles, 18 de julio de 2007
Pas Toulemonde
La película de Eric-Emmanuel Schmitt, “Odette, una comedia sobre la felicidad”, no me ha parecido gran cosa, pero sí me ha planteado un par de cuestiones interesantes. En primer lugar, el papel de las distribuidoras en crear la imagen de una cinematografía. En segundo lugar, una pequeña indagación sobre mi respuesta negativa a las películas “de buen rollito” y si cabe atribuirlo a razones más sustanciales que el hecho de ser un amargado.
Empezando por el primer punto, he de decir que llevo bastante tiempo siendo un incondicional del cine francés, el cual, por diversas razones, me parece el más completo, variado y solvente de Europa, por delante del británico o el alemán, y no digamos del italiano, que vive una crisis creativa preocupante desde los años 80. Sólo en Francia pueden convivir de esa manera, y ríete de las mitificadas “tres culturas” de Al-Andalus, el pequeño drama intimista, el cine de acción ultracomercial con toque “modernito”, los experimentos narrativos más frikis, la clásica superproducción épica con los medios necesarios, el cine policíaco y criminal, la comedia populista, el cine de denuncia sociopolítica o el terror más cafre e inquietante.
Y sin embargo, los distribuidores no lo ven así. A pesar del grito en el cielo que han puesto los exhibidores porque se les obliga a programar cine europeo, es un hecho que incluso de un país como Francia, que quizá sea el exportador de cine número uno de Europa, nos llegan poquísimos títulos, y el criterio por el que se eligen me parece más bien discutible.
En lo referente al cine “menos comercial”, llegan a nuestras pantallas apenas las realizaciones de las viejas glorias progres de los años 60 y 70, amén de un puñado muy restringido de directores que han caído en gracia al círculo de elegidos. En otra consecuencia perniciosa más de la “política de autores”, se cree que apoyar una cinematografía significa estrenar toda la obra de un determinado director, en lugar de dar oportunidades a títulos valiosos sueltos. Por eso ahora tenemos que tragarnos pestiños con pretensiones de Robert Guédiguian o comedias muy normalitas de Patrice Leconte. Pero, si asistimos a las ocasionales muestras de títulos inéditos que organizan los institutos franceses, tendremos una imagen muy diferente y nos preguntaremos qué tenían determinadas películas para haber llegado a nuestras pantallas grandes cuando otras mucho más arriesgadas y mejores se han quedado en el limbo.
¿Por qué razones no nos llegan cosas como “Stand by”, “À la petite semaine”, “Se souvenir des belles choses” o “À tout de suite”? ¿Es que ya cubren la cuota de pantalla viejas glorias, ya bastante latosas, como Chabrol, Rohmer o, ya casi alcanzándolos en senilidad galopante, Tavernier? Mi teoría es que es por un lado su valor de reliquias históricas, y, por otro, su agenda política grata a los cenáculos fílmicos de pose izquierdista, lo que ha hecho de ellos referentes. Es un poco lo que ha sucedido también con François Ozon, en un momento en que una sensibilidad “gay” y provocativa vende mucho.
La única alternativa a esto parece ser la gran industria, los éxitos populares con vocación de traspasar fronteras. Ya llevo un tiempo asistiendo con religiosidad a los “grandes estrenos” del cine francés, esos órdagos de la industria que pretenden dejar alto el listón de la “grandeur” a nivel internacional. Pero me estoy encontrando obritas modestas vendidas gracias a un “gimmick” (“Los chicos del coro”), “biopics” solventes en todo menos en lo que deberían (“La vida en rosa”) o comedietas de buen rollito sin grandes alardes creativos (la “Odette Toulemonde” que sirvió de pretexto a todo este rollo). Uno estaría dispuesto a desesperar, si no tuviéramos en cuenta que estos títulos son ante todo las apuestas de las distribuidoras, las películas que se cree que funcionarán en taquilla.
Sin ir más lejos, “Odette” nos ha llegado por dos razones: 1) Su concepto es tremendamente similar al del hito indiscutible de Jean-Pierre Jeunet, “Amélie”, que rompió taquillas en todo el mundo (volveremos al tema luego) y 2) Una peli anterior basada en un texto de Schmitt, “El señor Ibrahim y las flores del Corán” dejó una impresión muy buena entre la grey progre (no así “El libertino”, pese a los desnudos integrales de Vincent Pérez y la angelical Audrey Tautou).
De la misma manera, se respeta mucho al “star system”, hasta el punto de que resulta raro que no se estrene cuanta peli sigan haciendo Depardieu o Deneuve, que ya van encontrando su relevo generacional en Auteuil o Binoche (aunque no nos quejemos, que ese tipo de estrellas internacionales ya las querríamos aquí).
Por ese camino, se convierte en previsible lo que no lo es. Los desconocidos apenas logran abrirse camino mediante la vía envenenada del escándalo, que asegura estreno pero también críticas inmisericordes (véanse “Romance”, “Fóllame” o “Irreversible”, todas ellas pelis a la vez sobre e infravaloradas) o alguno de esos raros fenómenos sociológicos (“El odio” de Kassovitz).
Sea como fuere, el momento de imagen que vive el cine galo no es de los mejores, y mucho me temo que las maneras de remediarlo serían, o bien mudarse a vivir a Francia para tener la imagen completa, o hacer un uso intensivo del E-Mule, o restaurar la iniciativa de una “Semana de Cine Francés”, como la de cine alemán que se organiza en el Palafox de Madrid cada año, pero que falleció tras su segundo año de existencia, quizá porque se piensa que conocemos muy bien esa cinematografía y no necesitamos muestras especiales para divulgarla. Pues no sé qué deciros...
En cuanto al segundo punto de la introducción, el relativo a hasta qué punto no me gusta “Odette” porque no gratifica mi pesimismo negro sobre las relaciones humanas, os respondería que sí y no.
Y volvemos a “Amélie”. Si antes de hacer esa peli, me hubiese venido Jeunet, de quien fui un gran admirador desde el principio, y me hubiese dicho, “Abuelo Igor, voy a hacer una comedia romántica de buen rollito sobre una chica que hace de ángel de la guardia en Montmartre”, yo le hubiese contestado, “No la hagas, Jean-Pierre, haz algo extraño, raro, inquietante", y sin embargo la peli en sí me hizo cambiar de opinión, me pareció creativa, sorprendente, y un triunfo absoluto del estilo y la imaginación sobre un contenido que, a fin de cuentas, no dejaba de ser una mentira como un piano.
En cambio, “Odette” me parece una peli formularia que mira a Jeunet desde que se empezó a concebir: esa protagonista humilde y soñadora en un entorno cutre, esas secuencias de fantasía visual (bastante pocas y pobres, ya que estamos: ni siquiera el efecto de la levitación está lo suficientemente bien hecho, por más que en algunos planos suban a la pobre actriz protagonista a una plataforma elevada en grúa), esos detalles de eficacia probada para que la peli resulte simpática (los “playbacks” con canciones de Josephine Baker, que de paso proporcionan los obligatorios enlaces con la “Francia eterna”), lo previsible de la intriga romántica (que como en “Amélie”, contiene a un chico malo “reformado”, allí Kassovitz y aquí Albert Dupontel, a quien vimos por primera vez en aquella gamberrada sin excusas titulada “Bernie”) y una actriz con simpatía y carisma (Catherine Frot, ya disparada hacia el encasillamiento, como Isabelle Huppert, su compañera de reparto en “Las hermanas enfadadas”; con lo gracioso que hubiera sido ver a Huppert como la hermana encantadora y a Frot como la borde y reprimida).
Si añadimos a esto las obligadas gotas de buen rollito “gay” (Odette prefiere tener un hijo homosexual a una hija malhumorada o a un yerno holgazán) y un importante componente autobiográfico y narcisista (la figura exitosa pero atormentada de Balthazar Balsan suena demasiado a justificación del propio Schmitt) nos quedaremos con una peli que se ve con un agrado superficial pero de la que apenas nos quedará nada, por exceso de cálculo y de familiaridad. Charleroi, Bélgica, nunca será Montmartre, los simpáticos personajes no llegan a la altura del betún de la fauna humana descrita con gracejo pícaro por Jeunet, y no estoy muy seguro de que se sortee bien la trampa de lo cursi en los vuelos metafóricos.
Al menos nos quedarán virtudes habituales del cine francés, como un “casting” bastante competente lleno de rostros desconocidos pero muy adecuados (por ejemplo, los hijos de Odette, la ceñuda y displicente Nina Grecq, o el jovial peluquero “gay”, Fabrice Murgia) o frikadas insospechadas como las apariciones de Jesucristo, que se aproximan al borde de lo irreverente sin nunca sobrepasarlo.
Pero si esto es lo mejor que puede ofrecer el cine francés de hoy según los distribuidores, estamos arreglados.
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