domingo, 17 de febrero de 2008

"El cazador de jaguares" de Lucius Shepard


De algunos destinos resulta imposible escapar. Que se lo digan si no a Lucius Shepard: orientado desde el principio a una carrera en las letras por su padre, quien le obligó a leer en su infancia todos los grandes clásicos, Lucius vivió una larga etapa de rebelión, huyendo del hogar, iniciando una larga diáspora por varios países, incluyendo España, y dedicándose a los oficios más dispares, entre los cuales sobresalieron, como síntomas de una desorientación existencial sesentera, los de camello y músico de rock. No obstante, los senderos torcidos de la vida lo llevaron, ya en la treintena, a participar en los famosos talleres literarios Clarion y a reconocer y explotar su talento como escritor. No habrá de extrañar, pues, la frecuencia con que los relatos de Shepard presentan a personajes desarraigados, autoexiliados, que buscan un objetivo, un camino que seguir, entre las realidades cambiantes y a menudo surreales de un país extranjero.

Pese al tópico que emparenta a Shepard con el realismo mágico sudamericano, quizá por la asiduidad con que ambienta sus ficciones en Centroamérica o el Caribe, la afinidad, al menos temática, con Joseph Conrad es mucho más patente. En ambos encontraremos al solitario escondido en un paraje exótico, forzado tarde o temprano a enfrentarse con esa vida que repudió y a romper su monotonía tropical mediante actos irreversibles. Una de las diferencias con Conrad residiría en la naturaleza metafórica de las rupturas, en el enfrentamiento del elemento extraño en la comunidad, el protagonista, con un elemento más extraño todavía que le fuerza a colocarse en perspectiva consigo mismo.

Drogas psicodélicas locales, alienígenas encallados en nuestro planeta desde la época dorada de la piratería, fugitivos huidos de otra dimensión donde reina un fantasmagórico III Reich, tales son los elementos a menudo excéntricos con los que Shepard construye sus indagaciones morales. Pero la cuidada verosimilitud de los escenarios, la construcción de los personajes y sus motivaciones, los hipnóticos ritmos del lenguaje, y la magia con que se eligen las imágenes y se gradúa la narración eliminan cualquier impresión de capricho incongruente y reconcilian con la mayor naturalidad los elementos más dispares: en un mismo relato coexisten la evocación del mandato de ultratumba de un Hitler muerto cuya resurrección se aguarda como la del Mesías mientras su voluntad se impone mediante espectros semejantes a los Jinetes del Anillo de Tolkien, y la muerte de un guardia civil en Pedregalejo, pueblo costero de Málaga, tratando de atajar el tráfico de droga entre los sospechosos hippies extranjeros. Parece mentira que semejantes conjuntos no chirríen, pero Shepard se las arregla para que así sea, con un dominio literario y una madurez poco comunes.

Y también versatilidad: incursiones en la clásica historia de fantasmas (¡ambientada en Nepal!), en el temido subgénero de la “dragonada”, logrando una historia memorable de múltiples resonancias (no me resisto a esbozar su punto de partida: un pintor se ofrece, para matar al gigantesco dragón que ocupa, en vida latente, un poblado entero, a pintar su exterior contaminándolo poco a poco con las toxinas de sus colores, en un lento proceso de más de 20 años), o, constante de Shepard, en el tumulto existencial de una guerra en la jungla, escenario privilegiado para la búsqueda de sentido en mitad del caos, a lo largo de páginas memorables repletas de incertidumbre, intoxicación mental por las drogas o por el miedo, y zonas de sombra entre lo real y lo absurdo, como si de una versión fantástica de “Apocalypse Now” se tratara.

Darse cuenta de que este volumen recoge los primeros pasos en la ficción de un hombre al borde de los 40 inspira múltiples reflexiones que por un lado confirman y por el otro contradicen la sabiduría recibida: en este caso, la experiencia vital ayudó a construir y enriquecer un universo de ficción, pero paradójicamente la irrupción de lo fantástico no amenaza el equilibrio establecido, sino que anuncia otras realidades más urgentes y relevantes para los personajes principales, junto a las cuales el medio ambiente realista del cuento no es sino un telón de fondo ilusorio, una falsa realidad escapista. Entre el autodescubrimento, el reconocimiento del propio lugar en el mundo, una particular poesía de lo extraño vista con particular amplitud de miras, una voz narrativa a prueba de bomba y una habilidad extraordinaria para escoger la palabra adecuada y hacer “cantar” las frases, haciendo parecer simples las estructuras más complejas, Shepard deslumbraba ya en sus comienzos no sólo como un gran autor de fantasía, sino como un gran autor a secas. No le debemos perder la pista.

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