No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
martes, 18 de marzo de 2008
Tras los pasos del Rey Carmesí 1: "In the court of the Crimson King" (1969)
Unos sonidos electrónicos un tanto indistintos, vaga imitación de los rumores del tráfico, parecen invitar al oyente a subir el volumen para captarlos mejor. Pero una vez subido casi hasta el tope el nivel sonoro, irrumpe con intensidad brutal el blues futurista de “21st century schizoid man”.
Con este efectivo truco, que el grupo repetiría un par de ocasiones en el futuro, comienza el primer disco de King Crimson, el más mítico, me atrevería a decir que el único que ha pasado a la historia general del pop, sin contar las repugnantes parafilias pro-rock sinfónico de individuos como el que os escribe.
Simplemente la portada de Barry Godber es ya un icono del rock al nivel del logotipo warholiano de los Stones, el plátano de la Velvet o la foto del “Hindenburg” de Led Zeppelin. La angustia de ese rostro gritando en primerísimo plano captura, al igual que muchas letras del disco, el espíritu turbulento de un fin de década donde se daban cita la guerra de Vietnam, la primavera de Praga, el mayo del 68 y la siempre presente guerra fría, con esa amenaza de guerra nuclear entre los EEUU y la URSS que no llegó a disiparse del todo hasta que llegó Gorbachov a fines de los 80. Podemos imaginar sin problemas que aquello que infunde tanto pánico al hombre de la portada no es otra cosa que el Apocalipsis.
Ahora que parece que el rock sinfónico se ha quedado en juegos de mocosetes de Berklee que se empeñan en saber si se puede tocar en 5/8 y 17/16 al mismo tiempo, llama la atención la habilidad que demostraron los Crimson a la hora de vender su música conectando con el espíritu de los tiempos. Siempre he sospechado que ahí tuvo mucho que ver Peter Sinfield, personaje denostado como pocos, entre otras razones por gozar de los privilegios de un miembro del grupo sin tocar ningún instrumento (como si la mayoría de los que suben hoy en día a un escenario de rock supieran hacerlo) o por aportar únicamente las letras (como si más de un cantautor hiciera mucho más que eso, vistiendo su leyenda bohemia con tópicos musicales y préstamos vecinos al plagio).
Sinfield, de quien seguiremos hablando largo y tendido, era un poeta seudo-decadente amigo de metáforas oscuras y lenguaje rebuscado, todo un emblema de esa cultura “de clase alta” que tanto molesta a los talibanes proletarios del rock. Sinfield también fue el responsable del nombre King Crimson, extraído de una de las canciones del disco, y que según una leyenda urbana sería la traducción de Belcebú, uno de los apelativos del diablo. En fin, un servidor se ha pasado toda la vida creyendo que Belcebú significaba “el señor de las moscas”, pero si este tipo de equívoco sirve para dotar de una pátina satánica y molona a unos dinosaurios sinfónicos con fama aburrida, diré como en “El hombre que mató a Liberty Valance”: “Print the legend”.
“21st century schizoid man” presenta con contundente concisión una serie de imágenes que conforman un “collage” de violencia, alienación, consumismo exacerbado, tecnocracia y desprecio a las humanidades. El verso “Inocentes violados con fuego de napalm” alude directamente a la guerra del Vietman y más concretamente a las celebérrimas imágenes en las que una niña huye del ígneo bombardeo corriendo por una carretera.
“I talk to the wind” refleja el espíritu contestatario de las personas que siguen su propio camino pero a las que nadie escucha, en sintonía con un público de ínfulas hippies, pero con una sutileza e intemporalidad que pocos le reconocen a Sinfield y que desaparecen de repente en “Epitaph”, que no es otra cosa que una advertencia sobre la III Guerra Mundial. “El muro sobre el que escribieron los profetas” sería el muro de Berlín, “los instrumentos de muerte”, la carrera armamentística, y el “conocimiento” como “amigo mortal” “en manos de tontos” suena mucho a la energía atómica. Tanto sermón sitúa la canción en la época en que fue escrita, pero su seriedad ingenua la hace digna de respeto, como un documento histórico, una foto en blanco y negro de ciertas ideas que eran moneda corriente en aquellos años.
Uno casi está por preferir la letra de “The court of the Crimson King”, con sus enigmáticas imágenes entre lo medieval, lo fantástico y la ciencia ficción, cultivando una dicción ambigua digna de Nostradamus, elevada y decadente. Teniendo esto en mente, siempre he encontrado una conexión lógica entre el imaginario de la fantasía y el rock progresivo (llevada, por ejemplo en Italia, al extremo del terror, con la conjunción Goblin-Dario Argento), y me ha extrañado el borreguismo musical de muchas figuras literarias anglosajonas a las que respeto pero que sitúan sus referentes rockeros en el post-punk y el indie estadounidense, cuando lo que escriben ellos refleja todas las pretensiones artísticas y la retórica torremarfileña de los viejos sinfónicos. Para un buen seguidor de la decadencia malsana, nada mejor que las metáforas con aroma a cannabis del bueno de Sinfield; Sex Pistols, Clash y compañía me hacen pensar en borrachuzos británicos pegándose en discotecas playeras por los favores de mozas rechonchas y vulgares que van proclamando al mundo su falta de ropa interior.
Todo este énfasis en las letras de Sinfield, antes de entrar en la parte musical propiamente dicha, viene a demostrar que los denostados textos de Crimson, esa parte extramusical que tanto ofende y exaspera a los mismos periodistas que luego buscan lucirse en cada párrafo de sus críticas, fueron un ingrediente esencial de cara a catapultar al grupo en sus inicios. Porque hay un secreto a voces dentro de la música pop, que pocos reconocen pero es así: un 80% del público no entiende la música propiamente dicha, le dan igual las melodías, las armonías, los timbres, los ritmos, y para ellos el mensaje es la letra, y, si me apuráis, la imagen del grupo. En una época de contracultura, con las drogas perfumando el ambiente, era fácil convencer con ideas surreales, con apariencias de profundidad, que se asemejaran a revelaciones psicotrópicas como las que un brujo yaqui pudiese revelar a su discípulo. Más adelante, bajo el imperio de la coca y las pastillas, se volvió más complicado triunfar con utopismo y viajes alucinógenos. Y es que a menudo pienso que la mejor historia del rock sería la de sus drogas titulares y su influencia en la estética del momento. Le tengo que pasar la idea a Escohotado.
Pero hay otra razón para hablar tanto de Sinfield, relacionada con el hecho de no haber mentado todavía al supuesto líder del grupo, Robert Fripp. Y es que Fripp, aunque importante e innovador, haciendo gala ya de su inimitable sonido, de esa guitarra que canta y grita en registros sobreagudos con un “sustain” inagotable, está todavía muy integrado en la textura musical del grupo, cuyos componentes muestran una unidad y cohesión que duraría menos que Annie Girardot como sex symbol del cine europeo.
Es más: no tengo nada clara la preeminencia musical de Fripp, habida cuenta de que Ian McDonald, amén de su vistoso rol como multiinstrumentista, compuso en solitario la música de “I talk to the wind” y “The court of the Crimson King”, canciones muy definitorias del primer sonido del grupo. Al estilo de Genesis, resulta muy difícil saber qué partes de una canción vienen de quién: “Epitaph” y la parte cantada de “Moonchild” suenan mucho a Lake, por ejemplo, e incluso “Mirrors”, el trepidante segmento instrumental de “21st century schizoid man”, se podría atribuir a Fripp sólo en lo que respecta a esa parte endiablada que tantos problemas me sigue dando al tocarla, pero por lo demás, el contundente bajo de Lake, esa batería tan clara y precisa de Mike Giles, que aparenta tener escrita cada nota, y ese saxo que McDonald que amenaza con internarse en territorios de Ornette Coleman, todo ello está tan coordinado, tan ensamblado, que uno no sabe qué pensar.
King Crimson, desde el mismo principio, no era “la banda de Robert Fripp”. Tanto McDonald como Lake aportaron también muchos de los elementos presentes en la primera etapa, que se mantendrían más o menos hasta el giro copernicano del 73 con “Larks’ tongues in aspic”. La majestuosidad altisonante del sonido, unida a un lado hippie más tierno que aquí oímos en “Moonchild” y al que Sinfield aún no había conferido componentes de erotismo sórdido; la presencia de instrumentos normalmente ajenos a la esfera del rock, como los clarinetes o el oboe; el infaltable momento “anticomercial”, impensable hasta entonces en un elepé de rock, que representan aquí “The dream” y “The illusion”, improvisaciones de Fripp, McDonald y Giles que buscan asemejarse a la música de cámara contemporánea y sólo lo logran a fuerza de ingenuidad; la voluntad de asustar e impresionar con sonidos demasiado intensos para aquella época, como los descontroles a lo “free jazz” que cierran las andanzas del hombre esquizoide, o la utilización intensiva del melotrón, que entonces daba un toque casi sobrenatural e inquietante al estribillo pop de la canción titular del disco.
En cierta manera, “In the court of the Crimson King” es el único disco de estos King Crimson, pronto rotos por el éxito y las diferencias personales. Uno de tantos testimonios de su vigencia lo tuvimos hace un par de años viendo “Hijos de los hombres”, la película de Alfonso Cuarón, y constatando lo adecuados que quedaban aún sus sonidos como telón musical de su Londres futurista y agobiado. No sabemos qué habría hecho este grupo de haberse mantenido, pero ahí estuvo Fripp para tomar las riendas y buscarle un sentido a los restos del naufragio, prolongando el espíritu de su debut en varios discos que un servidor considera infravalorados y que comenzaron siguiendo la estela de Poseidón.
A pesar del afán devorador del paso del tiempo, hay cosas que perduran. Hay una serie de discos que continúo escuchando en la actualidad, aún con fascinación. El Dark Side of the Moon, de Pink Floyd; el Live in Paris, de Supertramp; el Sultans of Swing, de Dire Straits; el Rapture, de Anita Baker; el made in japan, de Deep Purple; la banda sonora de JC Superstar... Pocos, pero insistentes, auténticas obras maestras. Esta es una de ellas. Y me has dado ganas de volver a escucharla, así que, si me perdonas...
ResponderEliminarNada, nada, perdonado. Ya escribí por aquí que esta reivindicación suicida del rock sinfónico, garantía de ostracismo entre los jovencitos "indies" enrollados, no es otra cosa que una búsqueda del tiempo perdido, de esa felicidad ingenua que me daba, y me sigue dando, escuchar a los Crimson, Yes, Emerson Lake & Palmer, y toda la pandilla. Eran otros tiempos en los que parecía que la vida cumpliría sus promesas.
ResponderEliminarNo veo a In The Court of The Crimson King como fondo de film apocalíptico. Lo veo más cerca del hilo musical del Nautilus; cuando suena el melotrón me viene la imágen del capitán Nemo tocando el órgano
ResponderEliminarPues casi me lo pones peor: el bueno de Nemo, príncipe indio haciendo pagar por sus maldades a las potencias capitalistas, era casi, como bien nos hizo ver Alan Moore, un terrorista de Al Qaeda "avant la lettre".
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