No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
domingo, 30 de marzo de 2008
Tras los pasos del Rey Carmesí 2: "In the wake of Poseidon" (1970)
Siempre me pregunté por qué el segundo elepé de Crimson ha sido siempre ninguneado en comparación con el primero, cuando para mí casi es igual de mítico. En parte podría atribuírse al “síndrome del gran éxito inicial”, según el cual Steely Dan nunca habrían hecho un disco mejor que “Can’t buy a thrill” o M. Night Shyamalan se habría pasado la vida repitiendo “El sexto sentido”. Comienza tu carrera con un bombazo, y te estarán esperando con cuchillos a la vuelta de la esquina la próxima vez que salgas a la palestra.
Y eso que, en cierta manera, “In the wake of Poseidon” se acerca bastante a la idea fílmica de un “remake” del primer disco, pues los paralelismos son grandes. Primero la portada sin texto reproduciendo un cuadro de estética simbolista-expresionista (más lo primero, anunciando el cambio de rumbo en las letras, su creciente oscuridad). A continuación, la disposición de las canciones de la cara A, que, a la manera de los movimientos de la sinfonía clásica desde Haydn, se mantiene constante: “Pictures of a city”, con su riff de jazz-blues serie B digno de una película de espías sesentera, sus exhibiciones de velocidad y su final free-jazz, es un eco de “21st century schizoid man”; el bucolismo musical de “Cadence and Cascade” trae a la mente “I talk to the wind”, aunque su letra, como veremos luego, es mucho más jugosa en fluidos corporales, e “In the wake of Poseidon” viene a ser un híbrido entre la grave solemnidad de “Epitaph” y la oscura simbología de “The court of the Crimson King”, sin olvidar los tarareos pop del estribillo de aquella. Al menos en la cara A se puede hablar de repetición de esquemas, porque la cara B va a su aire.
¿Podría decirse que faltan el carisma y la espontaneidad del primer disco? Es posible: al fin y al cabo, faltan muchos de los miembros originales, desbandados por el éxito y las tensiones internas, y, pese a que varias de las canciones habían sido interpretadas en vivo por el grupo inicial y no habían cabido en el primer elepé, la versión definitiva en estudio muestra ya de manera muy clara la impronta de Fripp, que destaca ya como líder indiscutible sin medirse a McDonald.
Un ejemplo claro es “Pictures of a city”. Incluso la letra de Sinfield, impresionista y vaga versión de un sentimiento anti-urbanita muy hippie, está escrita en función de la melodía: los monosílabos se acumulan y la coherencia gramatical no siempre se consigue (aunque el maestro de la incoherencia gramatical será siempre Jon Anderson, como veremos si llegamos a emprender nuestra serie sobre “Los Niños del Sí”). Llegada la subsección instrumental (también con un título separado, “42nd at Treadmill”, no por pretenciosidad filo-clásica sino porque estos discos con pocas canciones no habrían cobrado los mismos royalties que los elepés pop al uso, que podían tener de doce en adelante), Robert protagoniza el espectáculo, aplicando por primera vez esa fórmula tan querida por él, la de “tema y variaciones”. La melodía de la canción sufre una transformación recomplicada, una aceleración y por último un prolongado y lento crescendo desde las profundidades de una línea de bajo donde manda el “diabolus in musica”, es decir el tritono. Este recurso a esquemas clásicos no es llevado a extremos muy enrarecidos (las variaciones son pocas y siempre reconocibles, y en uno de los casos lo único que se hace es tocar el tema más deprisa), evidenciando una vez más que los toques de “música seria” son más bien el aliño de la ensalada y que, le pese a quien le pese, esto es rock.
“Cadence and Cascade” es de mis favoritas, no sólo porque sé tocarla (algo tampoco fuera del alcance de cualquier mortal), sino también por introducir en la mezcla del rock sinfónico unos elementos rijosos y sórdidos que no se les suelen reconocer, salvo por gente mucho más perturbada que un servidor. En efecto, el lirismo rebuscado de Sinfield (cuyo nombre, no lo olvidemos, se podría traducir como “campo del pecado”) se emplea a fondo al servicio de la bella historia de desenfreno entre un rockero y dos de sus groupies. Podemos imaginar que “el hombre llamado Jade” se dedica al mundo del espectáculo, pues se hace mención de “su público”. Las admiradoras, al entregarse a él, esa “triste cortesana de papel”, en posible alusión a la prostitución de su arte al servicio de la industria y la prensa, “lo encuentran sólo un hombre”, es decir, ven sólo su faceta más brutal y viciosa cuando él las utiliza para satisfacer su lujuria en el “hotel de caravanas donde cayó el hechizo de las lentejuelas”, es decir, se desenmascaró el glamour del escenario y se dio rienda suelta al vicio en un trío. “Costumbre del juego”, vamos. “Cadence, engrasada en amor, lamió su mano enguantada en terciopelo, Cascade besó su nombre”. Mmm..., me da que los labios que “lamían la mano” no eran precisamente los de la boca, mientras que, si bien la piedra homónima del personaje, el jade, no se corresponde en tono cromático con el carmesí del Rey, sino más bien con un verde lechoso, me temo que ese adjetivo “lechoso” nos llevaría a terrenos un tanto pegajosos. Vamos, que Jade masturba a Cadence mientras Cascade le practica el sexo oral, y ello dentro de una bella balada con armonías jazzísticas, delicados arabescos de la acústica de Fripp y un hermoso solo de flauta de Mel Collins, superior reemplazo para McDonald en los vientos. Lirismo bucólico, preciosismo instrumental, y un poema decadente sobre el sexo en trío. ¿Se puede pedir más? Bueno, se podrían pedir detalles directamente guarros y repugnantes, pero no os preocupéis, que eso ya llegará en el cuarto disco con “Ladies of the road”... o saltando al comienzo de la cara B.
“In the wake of Poseidon”, la canción, incide en ese simbolismo que tanto irrita a los amigos del “pan pan y vino vino” que lo quieren todo explicadito cuando en realidad los símbolos no tienen por qué ser alegorías de nada concreto, sino que más bien pueden funcionar como máquinas de resonancia, al estilo de los arcanos mayores del Tarot o los mensajes del I Ching, que no predicen tanto como nos fuerzan a sacar un sentido de nuestra experiencia al tratar de asociarla a patrones preexistentes. En este caso, los arcanos serían las figuras de la portada, las del cuadro “12 arquetipos” de Tammo de Jongh, ya que el texto de la canción hace referencia a todas ellas.
A pesar de los esfuerzos de algún que otro fumador de opio que ve clarísima la identificación entre el Rey Carmesí y Federico II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (sucesor de Federico I “Barbarroja”, un viejo amigo de los seguidores de “Pequeño, grande” de John Crowley) y ve en el texto de “In the wake..” una red inextricable de símbolos alquímicos y esotéricos, creo que no hace falta buscar interpretaciones exactas, se pueden disfrutar las palabras y sus sugerencias como si se tratara de colores o sonidos, contribuyendo a un tono bíblico, apocalíptico y amenazador muy en la onda “Epitaph”, pero con el misterio añadido de “The court of the Crimson King”, lo cual es una mejora ya que se evita el tono sermoneador y moralista que siempre implica superioridad. "El mundo está en los platillos de la balanza" mientras enigmáticas figuras icónicas desempeñan los papeles de un drama incomprensible que bien podría desarrollarse en clave de novela fantástica (como en esos “Magos ciegos a causa de una luz violenta” que “atrapan la muerte en una red por temor a la vida”: ¡si parece “Sandman”!). Si añadimos la elegancia de la melodía, la solemnidad lírica de la voz de Lake, y el primer gran trabajo como acompañador acústico de Fripp, en una faceta que ha abandonado en los últimos 20 o 30 años, supongo que por despojarse de connotaciones hippiosas, pero en la que destacó por su originalidad y variedad de recursos, fijaos en cómo incluso la que podría ser la peor canción del disco sigue siendo fascinante en grado sumo.
“Peace”, la canción que va sirviendo de interludio cada cierto tiempo, no pasará de guiño lírico a las tendencias pacifistas de la época, que el homo sapiens se encargará siempre de desmentir estemos en la época en que estemos, pero su melodía, sobre todo en la versión acústica de Fripp que abre la cara B, es memorable por sus sinuosas sugerencias orientales y su ingenua belleza, en un contraste muy bien buscado y conseguido con lo que vendrá después, que es de veras tremebundo.
“Cat food” inicia la tendencia satírica y burlona de Fripp y Sinfield, con el tipo de bajos arrastrados con pretensiones funky tan típicos del grupo en todas sus etapas. La letra de Sinfield, junto a las ironías sobre el consumismo y la dudosa calidad de los productos envasados, abunda en dobles sentidos sexuales que apuntan no sólo a una alimentación desnaturalizada sino a un erotismo despersonalizado. ¿Por qué “Lady Supermarket” llama a la puerta del director? ¿Cuándo ella “despliega sus mercancías en el suelo” no podemos interpretar que se le ofrece sexualmente? ¿Qué narices quiere decir que “Lady Window Shopper” está “sacando brillo a un sable” y a continuación que “sabe cómo dar sabor a un estofado”? Eso me recuerda al forofo británico de “El club de la lucha” que se ganó la estima de Chuck Palahniuk confesándole que, durante su etapa como camarero de altos vuelos, Margaret Thatcher comió su semen mezclado con la comida. Pero a Sinfield se le ocurrió primero: menudo pedazo de guarro. Con tanta degradación lírica, se pueden disfrutar aún más los desbarres a lo Cecil Taylor del pianista Keith Tippett (adelantándose a los de Mike Garson en “Aladdin sane” de Bowie) y los pinitos casi a lo Wes Montgomery del bueno de Robert, atenuados entre arpegios hasta la calma que precede a la tempestad.
Y la tempestad no es otra que “The devil’s triangle”, quizá la pieza maestra del disco y probablemente una de las razones principales por las que “In the wake...” se considera menos un clásico que “In the court...”. Momento “anticomercial” como lo fueron en el disco anterior “The dream” y “The illusion”, o según otros, “momento LSD”, “The devil’s triangle” carece de bucolismo y delicadeza, de vibráfono centelleante y guitarra acariciadora, como el anterior: es una cabalgata en crescendo, disonante y amenazadora, que no podía sino porvocar malos viajes en quienes la escucharan bajo los efectos del ácido lisérgico. Basado claramente en “Marte”, primer número de la suite orquestal “Los planetas” de Gustav Holst, y parte fundamental del repertorio en vivo de los Crimson originales, el tema resulta aún demoledor, un momento de macarrismo progresivo como hay pocos, capaz de sacar de quicio al más plantado, sobre todo durante un increíble clímax donde parecen liberarse todos los demonios en la mejor onda de Sun Ra, los instrumentos se persiguen de un canal del estéreo a otro, Tippett aporta una línea de clavicordio barroco que da bastante mal rollo, a las técnicas de manipulación de cinta magnetofónica se les da un uso mucho más depravado que el de Stockhausen, y de repente aparece, como a lo lejos, la melodía de “The court of the Crimson King”, en un contexto que le da un carácter aún más fantasmagórico. Después de años evitando este corte del vinilo, cada vez lo reivindico más: no es posible defender el carácter agresivo de la música rock, su potencial para ofender simplemente a nivel sonoro, y ningunear canciones como esta, que incluso llegó a servir de banda sonora, en el año 1976, a un documental homónimo sobre el Triángulo de las Bermudas, narrado por Vincent Price. Los productores, en uno de aquellos alardes promocionales “exploitation” relegados ya a un triste olvido en favor de una publicidad corporativa gris y previsible, llegaron a ofrecer a los espectadores 10.000 dólares si eran capaces de resolver el misterio del Triángulo. La siguiente aparición fílmica de Crimson, que tiene pocas pero sabrosas, sería casi tan memorable. Sólo daré una pista: la sin par Sylvia Kristel.
El final, con la versión completa de “Peace” y una sucesión de topicazos hippies, es un anticlímax tras tanta brutalidad que seguramente pretendía reflejar los estragos de la guerra y dotaba de una plasmación sonora a ese apocalipsis que siempre estaba en la trastienda de los versos sentenciosos de Sinfield. Pero supongo que hacía falta una especie de “happy end” después de dar tanto miedo a los drogatas de la época, y la canción, aunque algo insustancial, es bonita. Pero todos sabemos, desde incluso antes de “2001”, que el ser humano avanza a fuerza de dar huesazos en el cráneo no ya a tapires, sino también a sus congéneres, y que la base de nuestro simulacro de tranquilidad civilizada son los combates sangrientos en tierras lejanas. Yo habría cerrado el elepé con el cataclismo y me habría quedado tan pancho. Con un par.
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