miércoles, 30 de abril de 2008

10 cines de Madrid que ya no existen y las últimas películas que vi en ellos


En algunos casos no fueron despedidas muy brillantes, pero así suele pasar en la vida, que acontecimientos insignificantes o ridículos adquieren una pátina mítica debido a las circunstancias:

1 - Cines Luna: 'Saw'.

2 - Cine California: 'Mothman, la última profecía'.

3 - Cines Madrid: 'The eye'.

4 - Cine Bogart: 'Atrapado por su pasado'.

5 - Cine Torre de Madrid (ex Filmoteca): 'La última tentación de Cristo'.

6 - Cines Novedades: 'Aracnofobia'.

7 - Cine Cristal: 'La matanza de Texas 3' y 'El vuelo de Venus'.

8 - Minicines: 'Justino, un asesino de la tercera edad'.

9 - Cine Carlos III: 'El barbero de Siberia'.

10 - Cine Ciudad Lineal: 'Tigre y dragón'.

Y lo malo es que la lista crecerá. Si está en el distrito centro y el grupo Inditex se interesa por el local, no tendrá salvación. Hay uno en concreto que no quiero nombrar, pero los que seáis de la capital sabréis de cuál hablo, por el que debremos rezar todos los días 1000 padrenuestros y 1000 avemarías.

lunes, 28 de abril de 2008

La mano feliz


De todos los grandes compositores clásicos, uno de los que siguen suscitando más resquemores y menosprecios, incluso más de cien años tras su muerte, es el bueno de Franz Liszt (o Ferenc, como ahora insisten en llamarlo los aficionados a hablar de Girona y A Coruña pero no de London o München). La razón esgrimida suele ser que su música es un mero fuego artificial de proezas técnicas, difícil de ejecutar pero sin verdadera alma.

Pero la verdadera razón no es otra que la envidia. Liszt, como virtuoso romántico, fue, al igual que Paganini, una de las primeras estrellas del rock, el arquetipo del músico atractivo, con cierta aureola siniestra, que a fuerza de carisma y sentido del espectáculo enfervorizaba a su público y en especial al femenino, que lo esperaba a las puertas del camerino inaugurando la larga e ilustre tradición de las groupies.

Cuánto se envidia y qué poco se perdona a los virtuosos. No se cae en la cuenta de lo solitarias y deprimentes que fueron su niñez y su adolescencia, encerrados practicando escalas y ritmos mientras los demás chicos y chicas de su edad jugaban, se emborrachaban y exploraban sus cuerpos con tierna ignorancia. Qué poco se aprecia esa neurótica búsqueda de la perfección que tan feas secuelas suele dejar en un espíritu joven y maleable.

¿Por qué molesta tanto que los Liszt, los Paganini, o los Steve Vai, toquen piezas imposibles para el común de los mortales? ¿Por qué nadie le tiene manía a Leo Messi por marcar goles espectaculares, y en cambio demostrar que tocas muy bien te vale odios instantáneos? ¿Por qué tantas personas llaman a Vai mal compositor, como si tuvieran la más puñetera idea de lo que es una buena composición?

Es lo que le pasa a Liszt: se dice que sus composiciones son malas, que son una mera transcripción, facilona y rimbombante, de su técnica exhibicionista al piano. Yo no sé qué decir: las piezas "espectaculares" poseen un valor de entretenimiento innegable, amén de que casos como el de la "Sonata en Si menor", con su fascinante construcción y desarrollo, el emocionante juego lírico que sabe sacar de un solo tema durante media hora que se hace corta, o ese "Sermón de san Francisco a los peces", que anticipa mucho de lo que después vino a llamarse impresionismo, niegan la envidia con que muchos listos siguen castigando al músico húngaro.

Envidia por lo feliz que fue esa mano cuyo molde en escayola podéis admirar sobre estas líneas: feliz por navegar la estratosfera de la ejecución trascendental, por comenzar a disolver la armonía, el ritmo y todo lo que se consideraba razonable o posible sobre el teclado, y feliz por acariciar la más recóndita anatomía de multitud de damitas distinguidas que suspiraban, no por los ricitos bailarines de Bisbal, sino por la apostura diabólica y byroniana de un brujo del teclado. Eran otros tiempos y las mujeres demostraban un mejor gusto en hombres.

miércoles, 23 de abril de 2008

En las distancias cortas: "Las manos de Bianca" de Theodore Sturgeon


Como tantos otros, este cuento es una historia de amor. Ran, el joven tendero del pueblo, grande, hercúleo, de mirada dulce y mente simple, encuentra por fin la razón de su existencia en la joven Bianca. Uno se preguntaría por qué, dado que Bianca es una muchacha retrasada y deforme, babeante, con los dientes podridos y un cuerpo poco agraciado.

Pero en realidad Bianca no es sino un vehículo para sus dos manos, seres bellos, elegantes, estilizados, dotados de inteligencia propia, de capacidad para comunicarse, coquetear, inspirar deseo. Ran es poseído por el deseo incontrolable de vivir junto a esas dos hadas fascinadoras, tanto es así que se mudará a casa de Bianca y de su madre, compartiendo con ellas sus ganancias en la tienda, e incluso, colmo de felicidad, le será posible desposar a la chica, siquiera trayendo desde lejos a un pastor poco escrupuloso, como medio para pertenecer del todo al objeto de su obsesión.

Pero su noche de bodas no será la esperada, o tal vez, en lo más íntimo, sí lo fuera...

Theodore Sturgeon, pese a los últimos intentos de Julián Díez por bajarlo del pedestal, es aún un autor necesitado de reivindicación. Amén de su labor en dotar a la CF de una dimensión humanística que se pierde a marchas forzadas entre un batallón de físicos especulando sobre el papel en lugar de narrar, Sturgeon incidió varias veces en la descripción de psicologías aberrantes, por ejemplo en su novela de vampirismo "realista", "Some of your blood" o en el cuento que nos ocupa.

"Las manos de Bianca" dio bastante miedo en su día a los editores estadounidenses, y tuvo que publicarse por primera vez en el Reino Unido. En efecto, la sexualidad de la historia es bastante turbia, por su carácter fetichista, por poner en juego un tabú como la vida erótica de los discapacitados, por situar en el escenario a personajes simples manejados por instintos que son incapaces de comprender, pero tan poderosos como esa naturaleza que se describe en términos paradójicos, propios de una sensibilidad distinta (como esas estrellas que "emergen del bosque" cuando anochece).

Esta pieza de gótico americano, en el sentido que se suele adoptar al hablar de Faulkner, puede recordar también a lo que hizo Mitch Cullin en "Tideland", novela adaptada por Terry Gilliam en su última película hasta la fecha. La película fue tremendamente polémica por muchas de las mismas razones que hacen inquietante el cuento de Sturgeon, por la manera en que esos personajes tarados y a la vez inocentes coquetean con lo prohibido y finalmente se zambullen en la muerte y la tragedia.

Pero Sturgeon es mucho más cruel: nadie conoce al final la verdad del terrible acontecimiento, ni siquiera nosotros, que hemos seguido los pensamientos de Ran en un estilo indirecto libre que nos obliga a aceptar su visión animista, su creencia en unas manos con personalidad independiente. Sabemos que su noche de bodas es feliz para él, entre otras razones porque alcanza su ansiada comunión amorosa y sexual con sus amadas, pero las preguntas se multiplican, y las víctimas son todas inocentes.

Podría aventuraros mis teorías, pero no quiero estropear el cuento. Leedlo primero y temblad con su terrible belleza.

lunes, 21 de abril de 2008

Echame una mano


Hay muchas razones para amar a Michael Caine, pero una de las mayores para mí es "La mano", de Oliver Stone. Aceptar el protagonismo de una película de terror de serie B, con el tipo de escenas risibles que a algunos les pueden provocar cierta vergüenza ajena (esos estrangulamientos por la mano cercenada, con los actores fingiendo ser derrotados por un miembro suelto que jamás podría tener tanta fuerza), incorporar a un Dr. Jekyll de saldo en una historia a la que se le ven las costuras desde el minuto cinco, y tomárselo tan en serio, proponerse actuar bien, y conseguirlo, en la típica peli que en su día habría hecho un Oliver Reed borracho perdido durante el rodaje sin pensar en el público ni un solo momento, merece mucho más el Oscar que aquel papelito insignificante en "Hannah y sus hermanas", que aparte de ser un topicazo ni siquiera bordeaba las aguas del ridículo en las cuales su dibujante trastornado sí se adentra impávido, y para muestra ese final a lo "Psicosis" conectado a los electrodos y peinado como se supone que deben estarlo los locos.

Y Stone, no sé en qué ha estado pensando todo este tiempo. Después de una "cult movie" como esta, que alterna de una manera fascinante intentos de sutileza con momentos de lo más burdo, que es capaz de llamar a Carlo Rambaldi para los ya míticos, por descacharrantes, efectos (e incluso me gustaría pensar que Stone lo llamó porque le gustó su falso perro despanzurrado en "Una lagartija con piel de mujer" de Fulci), que muestra una sofisticación y un desparpajo en su manejo de un material de derribo que denotan una genuina afición por el fantástico, y una mala leche difícil de encontrar en muchas muestras del género de terror, raramente preocupadas de comunicar una visión del mundo al margen de los sustos, amén del buen gusto de llamar a Barry Windsor-Smith para crear las ilustraciones del tebeo ficticio, y de desarrollar un curioso subtexto sobre los héroes que no se cuestionan sus actos, que vistos los acontecimientos posteriores resulta bastante ominoso, después de todo esto, nos hemos tenido que tragar al Stone "Conciencia de EEUU" en una sucesión interminable de Nixons, asesinatos de JFK, guerras del Vietnam, e incluso la visión heroica del 11-S. La única de sus películas posteriores que me gusta de verdad, y quizá sea por reincidir en la basura inteligente, es "Giro al infierno". Bueno, y salvaría también aquel libro autobiográfico donde contaba que se acostó con su madre y cómo se metía ratones por el culo en Vietnam, de no ser porque no lo he leído y además será todo mentira.

domingo, 20 de abril de 2008

"El jardín de infancia" de Geoff Ryman


Cada cierto tiempo, algún editor español incurre en la soberana ingenuidad de creer que el público lector de ciencia ficción está preparado para una novela larga, ambiciosa, densa en psicología, conceptos y escenarios, alejada del dogma que identifica el subgénero con las aventuras espaciales, con el entretenimiento tosco pero eficaz de los viejos autores pulp. El ejemplo más reciente que puedo citar es el de Roca Editorial, que apostó por “El jardín de infancia” de Geoff Ryman, obra prestigiosa en el mundillo anglosajón pero que llevaba inédita por aquí unos 18 años. Apostó y perdió: todavía tengo que cruzarme con algún miembro del fandom que exprese algo más que desprecio y descalificación cuando se le nombra este libro, en un torrente de sapos y lagartijas como no se veía desde “Luz” de M. John Harrison.

Una reacción a todas luces exagerada: aunque es un libro que no carece de sus defectos, que quizá no haya calibrado bien el efecto final de su exuberancia, de su concentración introspectiva en un personaje que no llega a despertar toda la empatía que debiera, está claro que no es tan insoportable como se quiere dar a entender. Tanto su inédita manera de poner en escena una futura Inglaterra, con un Londres tropicalizado y modelado a partir del comunismo asiático, como su inusual galería de personajes a cual más peculiar y grotesco, sus retorcidas especulaciones científicas a medio camino de la filosofía, o su carga emotiva que a ratos alcanza un notable “pathos”, todo ello vehiculado a través de un constante bombardeo informativo, podrán apabullar o sobrecargar, pero raras veces aburrir, a no ser que disfracemos de aburrimiento lo que no es sino una reacción visceral de rechazo a lo que leemos.

Personalmente creo que no es un libro facilísimo de leer, pues exige un recogimiento, una lentitud en la asimilación, unas pausas para “digerir”, opuestas en todo al ideal lector de los fandomitas, es decir, el “pasapáginas” que se engulle como lo hace un pavo y donde casi todo se sacrifica al impulso hacia delante. Pero tampoco creo que “El jardín de infancia” sea un “Finnegans wake” de Joyce. Me da el pálpito de que ese no es el problema.

Tal vez parte del obstáculo haya que buscarlo en las ambiciones artísticas de Ryman, su invocación constante de la alta cultura, del teatro shakespeariano, la música clásica o, en particular, la ópera. Odio generalizar, pero, así a bote pronto, una buena parte del público lector de la CF sitúa sus metas intelectuales en el campo de las ciencias, entendiéndolas como un campo objetivo del saber con validez práctica universal, algo de lo que carecerían muchas de las humanidades, que a menudo sirven de cabeza de turco de un sistema educativo que no sabe transmitirlas o las estigmatiza como seña de identidad de una clase acomodada o espabilada que vive de señalar la ignorancia del populacho y restregársela en la cara.

Partiendo de estos presupuestos, ¿cómo enfocar una novela que en gran medida trata sobre el proceso de puesta en escena holográfica de una ópera sobre “La divina comedia” de Dante? ¿Donde figuran como elementos importantes de la trama “La canción de la tierra” de Mahler o “Trabajos de amor perdidos” de Shakespeare? ¿Donde se da por supuesta una formación musical básica, así como una tolerancia hacia el tipo de estructuras en arco, pausadas y prolongadas, de un movimiento sinfónico del postromanticismo? Mientras que para otros la CF es rock de garaje, punk, nueva ola o rock gótico, pretendidas alternativas al sistema, Ryman se pone del lado de la cultura oficial e imprime a sus páginas la gravedad ensimismada, las arquitecturas monumentales, la seriedad humanista pero un tanto plomiza, de una sinfonía de Gustav Mahler o Anton Bruckner. Y vale, Mahler valdrá menos para ambientar fiestorros que los Strokes o Franz Ferdinand, pero, fijándonos en el uso creativo de la música, ¿quién tiene más ideas, quién es más variado, quién más expresivo? Lo que pasa es que los forofos de la CF montan la de san Quintín cuando algún crítico listillo les dice que su subgénero predilecto no es arte, pero cuando viene un pretencioso como Ryman a darles arte a espuertas, no les gusta lo que encuentran. Porque el arte, como la fama, cuesta. Y aquí es donde vais a empezar a pagar. Con sudor.

Otro factor que conviene tener en cuenta a la hora de analizar el rechazo fandomita a “El jardín de infancia” es el elemento lésbico. No olvidemos que uno de los ejes fundamentales de la trama es el amor de la protagonista, Milena, hacia Rolfa, una chica alterada genéticamente para sobrevivir temperaturas antárticas, pero que será asimilada y corregida de sus tendencias por el sistema, dejando de su antiguo ser tan solo la mencionada ópera sobre Dante. El hecho de que uno de los últimos autores en dejar huella sobre el fandom sea Richard Morgan, con sus aventuras de Takeshi Kovacs, superhombre que extermina sin piedad a todos los malotes y se acuesta con cuanta fémina se ponga a tiro, deja claro lo que Ryman no parecía saber: que la CF es cosa de machos. Acostumbrados a viriles peripecias de héroes de pelo en pecho, la verdad es que fastidia tener que tragarse los cometarros de una tortillera. Y si no que se lo digan a Miquel Barceló, cuya edición en Nova de la novela “Río lento” de Nicola Griffith fue recibida con clamor de indignación por los aficionados, para quienes el lesbianismo sólo parece ser tolerable en la versión de él que presentan los realizadores de cine porno.

O tal vez estemos hablando de una mala traducción incapaz de comunicar los matices del estilo o que hace oscuro e incomprensible lo que el original sí deja más o menos claro. No sé. A mí por lo menos no me ha costado llegar al final, me ha intrigado esa premisa paradójica de la desaparición del cáncer como final de la longevidad humana, de la educación mediante virus implantados casi desde la lactancia. He encontrado curiosa esa tecnología biológica, esas naves espaciales vivientes, esas epidemias de tranferencia mental, de empatía abusiva con las formas de vida, de la canción como elemento imprescindible de la comunicación oral. Esos embarazos masculinos que a menudo se saldan con la muerte. Una pléyade de elementos apasionantes que darían para medio centenar de relatos cortos pero que Ryman, quizá equivocadamente, ha preferido integrar en una larguísima narración cuya prodigalidad puede aturdir. Tampoco le ayuda tomarse tanto en serio a sí mismo, cuando un punto de humor mordaz, al estilo de Angela Carter, con cuya obra guarda cierto parentesco, le habría ayudado a comunicar mejor su mensaje. Pero me sabe mal censurar su grave concepto de la trascendencia moral, cuando varias de las apoteosis, en especial la última, logran una dignidad poética más bien emocionante.

Pero si esto no nos llega, si encontramos, tras un centenar escaso de páginas, que estamos ante un tostón insufrible, siempre podremos reivindicar valores más básicos, como el de exterminar zombis durante un par de horas en la videoconsola. No será mejor ni peor, será distinto. Quizá a Mahler le hubieran gustado los videojuegos, le hubieran consolado de la muerte de su hija pequeña, de tener que abjurar del judaísmo para ser nombrado director de la ópera. Pero la música sería más pobre sin las sinfonías de Mahler, por muy plúmbeas que puedan resultar a veces, así como la CF sería más pobre sin escritores como Ryman. Leed la novela otra vez cuando seáis mayores. Aunque... ¿ser friki no significa no hacerse nunca mayor? ¿La apreciación del arte “serio” no es un comienzo de vejez, de “rendición al sistema”? Preguntas apasionantes a las que sólo puedo dar una respuesta.

No.

sábado, 19 de abril de 2008

Le ballon rouge


Ese espíritu libre como el aire, esa alma independiente que guía tus pasos, que te muestra el camino de la ilusión entre las ruinas de un París de posguerra, esa rebeldía que hace pasar por locos a los maestros intransigentes, que te vale la expulsión de las capillas por húsares de guardarropía. Esa originalidad interior que te vale las envidias ajenas, las persecuciones de los que querrían lo que tú tienes sólo para destruirlo o para guardarlo en un armario bajo llave. Ese impulso que no debes dejar morir aunque lo revienten una y mil veces, que te sumirá en el más profundo azul del cielo si sólo confías un poco en él.

sábado, 12 de abril de 2008

La educación de un cinéfago



Yo a veces tengo la impresión de que se malentiende un poco el concepto de “cinéfago”, popularizado, aunque supongo que no inventado, por el amigo Jesús Palacios. Un cinéfago, en teoría, es alguien que ama tanto el cine que es capaz de ver de todo, desde lo más excelso a lo más arrastrado, desde lo más intelectualmente enrarecido a lo más populachero, sabiendo ver virtudes y focos de interés hasta en lo peor de lo peor, se trate de Alexander Sokurov o de Steven Seagal, ese genio tutelar de la mayoría de últimos pases fílmicos de Telemadrid.

Pero al final resulta que no. Es irónico cómo han cambiado las cosas: antiguamente, cuando ser aficionado al cine era un signo de distinción y cultura, se adoraban las películas densas, serias, con pretensiones innovadoras. Con el tiempo, sin embargo, la lógica del entretenimiento se impuso, pero también un concepto del entretenimiento cada vez menos exigente, hasta llegar a hoy, en que las ínfulas artísticas parecen estar prohibidas, y la reivindicación de los placeres básicos del espectador, perdidos entre fárragos de arte y ensayo, se ha vuelto algo tan vulgar, tan automático, que casi da un poco de asco.

Cuando yo era jovencito, hacer el corte de mangas a los autores “serios” como Bergman o Tarkovski, liarse la mata a la cabeza y defender a Spielberg o de Palma o incluso el cine basura de la Cannon o la Troma tenía cierto glamour canalla, cierto prestigio alternativo. Por eso es triste para un pionero ver cómo ese canon del frikismo que elaboró pacientemente, durante un largo proceso de ensayo y error en las tiendas de intercambio VHS del Rastro o en videoclubs infectos de Lavapiés cuyos dueños parecían salidos de las primeras películas de Scorsese, a lo largo de interminables tardes donde joyas ignoradas se codeaban en pie de igualdad con engendros de Jesús Franco o Antonio Margheriti de los que uno no creía ir a salir vivo, es triste ver cómo esa riqueza de conocimientos, experiencia vital y genocidio de las propias neuronas se convierte en un cúmulo de tópicos e ideas recibidas que cualquier veinteañero patilludo con barbita rala y gafas de pasta recita sin ningún esfuerzo, sin haberse ganado a pulso ni un ápice de esa discutible sabiduría.

Me cae mal que ese supuesto espíritu cinéfago se quede en una reivindicación sin más de la basura, en unas ganas gratuitas de epatar con el culto a un cine que en realidad ni se ama ni respeta (como puede constatarse en cualquier festivalillo de terror y géneros similares a través de la actitud de cierto público empeñado en arruinar el único pase en pantalla grande de esas películas que veremos en nuestra puñetera vida). No veo cómo se escupe sobre determinado tipo de cine, tildándolo de “cultureta” o “gafapasta”, cuando se trata de pelis con el mismo presupuesto mínimo, con actores igual de penosos, con guión igual de improvisado, y con la misma mística de lo indefendible, de ese “algo” misterioso que encandila a una minoría selecta pero inspiraría a cualquier público normal y sensato a incendiar la sala de proyección con el equipo técnico y artístico encerrado dentro.

Yo en mi época, veía como un mismo rito de iniciación atreverme con “Stalker” de Tarkovski y con “Gemidos de placer” de Jesús Franco (toda vez que encima, gran parte de la producción de Franco, incluidas las “S”, parecía una especie de semiparodia, bastante malvada, y sobre todo con el espectador, de los estilemas del cine de arte y ensayo de los 60 y 70). Si aguantabas aquello, eras un valiente, podías considerarte un hombre, un espectador adulto. Sé que arriesgué mi cordura (si es que aún la conservo y no la dejé en el visionado de “Manhattan baby” de Fulci o “Atrapados en el miedo” de Carlos Aured), pero la verdad es que el peligro cosecha sus frutos positivos: después de haber visto cosas que ni siquiera Roy Batty creería, me guardo mucho de calificar como mala la primera obra fílmica donde no me guste el peinado de la actriz, los decorados canten un poquito o los diálogos no estén escritos por Shakespeare.

Creo que las películas se rechazan con demasiada alegría, que se confunde la antipatía hacia lo que te están relatando, la falta de relevancia subjetiva de la historia, la nula sintonía con un estilo narrativo o estético, con la falta de calidad o validez. Para un jovencito de hoy cualquier película puede ser mala, entre otras razones porque los valores artísticos están devaluados, son cosa de viejos pesados y pretenciosos. Por eso encuentro que el estudio del mal cine es imperativo. Un recorrido por el terror español de los 70, por el bajo vientre del cine de género italiano de la mano de pájaros como Umberto Lenzi, Ruggero Deodato o Bruno Mattei, o por el cine erótico “soft core” de cualquier época y nacionalidad, abre mucho los ojos, disipa muchos prejuicios estéticos. Después de un ciclo completo de Julio Pérez Tabernero, a ver quién es capaz de ver una peli de Tony Scott sin que se le llenen los ojos de lágrimas de arrepentimiento por haber dicho cosas tan feas en el pasado sobre el hermanito de Ridley.

Y la cosa funciona también en la otra dirección: ves obras prestigiosas de Antonioni y similares y reconoces un poco ese ritmo cansino de una peli serie B europea, esa falta de concesiones hollywoodenses. Ya dije en cierta ocasión que Argento tenía mucho de Antonioni, incluso en esa arquitectura de sus planos. Lo mejor que he visto últimamente en una película, que es ese desenlace de “El eclipse”, donde asistimos a un universo donde ya no se desarrollará ninguna historia, en un fluir cósmico indiferente, con devastadora fuerza plástica, podría haber sido el escenario de los asesinatos de cualquier “giallo”. La gravedad filosófica de ese cruce desierto, con el edificio en construcción como enigmática anticipación del futuro, habría sido sustituida por una trama “pulp” de asesinatos, cuyo absurdo incoherente, sin embargo, sería síntoma de idéntico vacío existencial.

Eso sería lo bueno de ser un cinéfago de verdad; leer a Antonioni en clave de Argento y a Argento en clave de Antonioni. Pero al final todo termina reduciéndose a un catecismo basado en el despiste. Recuerdo un día, yendo con un colega friki a la tienda “Cambalache” del barrio del Rastro, en busca de material infame, y señalándole cómo, en la carátula de “El lago de las vírgenes”, de Franco, podía leerse “Basada en la novela de Robert Louis Stevenson”. A mi comentario, Stevenson debe de estar revolviéndose en su tumba”, mi amigo replicó, “No lo sé, porque, como no sé quién es ese Stevenson...”

Moraleja: si sólo sabes de cultura y no sabes de caspa, no llegarás a ningún sitio, pero, para saber de caspa, es igualmente necesario saber de cultura. Y la verdad, no sé si los frikis de hoy tendrán en la lista de espera de la mula tantos títulos de Visconti o Alain Resnais como de Takashi Miike. Quizá me equivoque, pero me da que no.

domingo, 6 de abril de 2008

Flashback: Los gozos de la lengua


Es el tipo de cosas que no suceden en la vida real. Estoy en la parada del autobús, esperando el 666 desde hace ya media hora, es de noche y la calle está vacía, tan sólo hay en la parada dos personas, yo y esta mujer madurita, de nariz francamente interesante, en quien llevo fijándome durante los últimos veintiocho minutos. Entonces pasa por la acera de enfrente un abuelete idéntico a Stravinsky, momento en el cual dejo de ser dueño de mis actos y, presa de un arrebato impropio de mi edad y experiencia, me vuelvo hacia la mujer y le digo, “¿Verdad que ese caballero de enfrente es igualito al célebre compositor ruso Igor Feodórovich Stravinsky?” Para mi considerable sorpresa, ella, en lugar de mirar hacia otro lado, me contesta con una voz como de flauta dulce un poco ronca que sí, que efectivamente, aunque se parece más a no sé qué director de orquesta alemán de cuyo nombre, y mira que es raro, no me acuerdo. Cito doce directores de orquesta alemanes y no es ninguno, manifiesto mi estupor al hallar en la vía pública a alguien que entiende de esas cosas, resulta que de pequeña vivía en París y su abuelo la llevaba a los conciertos, prosigo la conversación chapurreando en francés, del abuelo pasamos a la bohemia, de la bohemia a las drogas, de las drogas a México, de México al surrealismo, del surrealismo a la vida sexual, de la vida sexual a la metafísica, de la metafísica a Conan el Bárbaro, de Conan el Bárbaro al Señor de los Anillos, del Señor de los Anillos a T.S. Eliot, que admito nunca haber leído, de T.S. Eliot a los primeros escarceos adolescentes de ella en Londres, de sus escarceos adolescentes al rock duro, del rock duro a Aleister Crowley, de Aleister Crowley a las fluctuaciones en el precio del dinero, de estas fluctuaciones a los trucos para sacar más partido a la cesta de la compra, y mientras abordamos este nuevo y apasionante tema nos damos cuenta de que han pasado de largo tres autobuses 666, de que son las dos de la madrugada y de que ella tiene a la canguro polaca esperando ya dos horas con la niña. La acompaño a su casa y volvemos a emprenderla, seguimos con la economía doméstica, comparando los precios del mismo artículo en varios hipermercados de la capital, entre parrafada y parrafada me invita a quedarme por una noche en su casa, por supuesto acepto, normalmente no hablo con nadie y esa noche me siento ligero y sin trabas, casi una persona diferente, menos cobarde que de costumbre.

Arriba, en el apartamento, pillamos a la canguro en plena discusión incomprensible con su novio rubio, calvo y de ojos azules. Intento en vano, entre medias del trastorno y de la despedida atropellada, deducir de los ojos de la chica si mi anfitriona tiene la costumbre de ir pescando hombres por la calle. No obstante, una vez solos, ella prepara un té aromatizado, nos instalamos en el salón y la conversación sigue como si tal cosa. Claro está, se comienza con la niña, ella temía hacerse demasiado mayor para la maternidad, así que aprovechó la mejor oportunidad a su alcance. Bajo una luz progresivamente amarillenta y sobre un fondo de silencio en el cual cualquier crujido insignificante suena a explosión, ella me relata la incomprensible historia de su matrimonio, pretende elogiar a su marido con frases que suenan como insultos, describe, no se sabe si resignada u orgullosa, un cuadro idílico de esclavitud y sometimiento, un paraíso de cartón piedra que ella racionaliza con falacias, como si lo importante, a fin de cuentas, fuese tener a la pequeña, a costa de ella misma, a cualquier precio, incluso si la relación naufraga de modo permanente, al menos por los genes la niña será lista, no en balde su padre se pasa la vida en países rarísimos del Este, haciéndose de oro a base de venderles no sé qué artículos del todo innecesarios. A duras penas oculto mi incomodidad, pues me estoy quedando sin nada que decir, ella me envuelve con palabras que escuecen, me doy cuenta de que yo nunca podría ocupar el papel del pícaro mercachifle, intento cambiar de tema, maquillar, como siempre hago, las realidades que me disgustan. Pido ver a la niña, aunque sea dormida. Con suelas de plomo, entramos en su cuarto, un decorado como de habitación de Wendy en “Peter Pan”. Vuelta hacia un lado, casi no la veo, parece guapa, sin la nariz de su madre. Lo mejor que tiene, dice ésta, son los ojos, te mira y te parece que lo sabe todo, parece el gato de una bruja. Es mi ocasión para meter baza: los gatos son seres de un misterio caprichoso, desde el antiguo Egipto, son sombras que se deslizan a través de la cuarta dimensión espacial, a mi primera no-novia le gustan mucho, algo completamente lógico si la conoces, etcétera. Ella me habla de una película con muchos gatos que la asustó de pequeña, y de un caso extraño sucedido en su familia, después del cual prefiere mantener con los felinos relaciones cordiales pero a distancia, como con su marido, intervengo yo, y, cosa curiosa, le hace gracia, no nos callamos, son ya las cuatro menos veinte de la madrugada y la noche parece recién empezada.

No es frecuente poder soltar de una vez la jauría de ideas que uno mantiene tanto tiempo ociosas en el cerebro que terminan por comérselo de aburrimiento, resulta raro ver las palabras revoloteando por el aire, enlazándose con las de otra persona, construyendo entre ti y ella pactos y conspiraciones disparatados que requerirían firmarse en sangre. A la postre, se crea una intimidad plenamente física, la penetración de una cavidad corporal, un oído receptivo, mediante el latigueo de la lengua, húmeda, cálida, resbaladiza. Mi interlocutora, mediante su discurso pausado, constante, hace visible lo invisible, crea una nueva imagen de sí en la cual sus rasgos toman un nuevo carácter, hacen la imperfección bella, animan el deseo de abrazar al ente inaprehensible capaz de fabricar semejantes lazos de lenguaje, al ente encarnado sobre esta esfera celeste en un cuerpo, por alguna razón, jamás satisfecho de sí mismo. Por eso yo voy cambiando mi voz, la hago casi inaudible, varío el tono, hablo como los gemelos univitelinos lo harían entre sí en el útero, si supieran. Ella me imita, fuerza que nos acerquemos. Hablamos sin parar, de asuntos triviales, incluso del tiempo o los cotilleos de las celebridades, mientras nos deshacemos de la ropa, la dejamos doblada por los rincones, buscamos interminablemente la posición cómoda para ambos en la que realizaremos el acto físico de acercamiento, la imposible tentativa de acercarnos más de lo que podrían hacerlo las palabras. Lo hacemos despacio, sin callarnos, pellizcando y cosquilleando también nuestras mentes calenturientas ya tras tanto diálogo insinuante sólo entre las líneas. Parece inexplicable, pero no estamos nerviosos, somos capaces de retrasar de manera indefinida el instante supremo de silencio, como si el sonido de nuestras voces nos mantuviera los pies sobre la cuerda floja, permitiéndonos recombinar nuestros cuerpos, llevar a cabo modalidades sucesivas y renovadas del abrazo primigenio, en las cuales no figuraría, por necesidad, la estimulación oral, practicada ya entre nosotros desde nuestro encuentro, y de un modo, valga la redundancia, bastante más estimulante de cuanto puedan soñar esos seres lúbricos con glándulas salivares secas.

El amanecer despunta sobre los tejados ennegrecidos, ya se escuchan los primeros rugidos del tráfico, el techo ya cruje bajo las pisadas malhumoradas del vecino madrugador, no obstante seguimos en ello, apenas susurrando, entendiéndonos a la perfección, alargando las palabras, no deseando terminar, tener que callarnos y estar obligados a escuchar la música concreta de todos los días. Son unos pasitos leves los que nos sacan del trance. Es la gatita morena, buscando a su madre. La llamada de la especie nos desenlaza, me sume en el mutismo al tiempo que observo cómo ella atiende a su cría, la cual me mira, no sé por qué, como si comprendiera algo, sin timidez ninguna, pese a mi desnudez y mi considerable embarazo. Mi amiga afirma que no he de temer nada, total ella qué sabe, no llega ni a los dos años, y ademas ni siquiera ha llegado a hablar todavía, el tonto de mi marido teme que haya salido muda, pero a lo mejor soy yo que la confundo hablándole en cinco idiomas, quién sabe. Desayunamos en la cocina de anuncio, hablamos de televisión, de publicidades polémicas. Me parece oír cantar a un pájaro no sé donde, aunque es imposible en el barrio en que estamos, deben ser alucinaciones auditivas. Hemos de despedirnos en breve, pues el marido de ella llega al aeropuerto a las doce y allí deben estar ambas para esperarle, con su instinto detectivesco de Sherlock ella deducirá con qué tipo de zorras él se la ha estado pegando por esos mundos, lo pasarán bien los tres una hora de cada diez y las demás ni fu ni fa tirando a mal, él se volverá a ir y tal vez ella y yo volveríamos a vernos para terminar lo que habíamos empezado. En el portal, antes de tomar el taxi, ella me da un número de teléfono, yo le doy el mío, me besa con la mirada, la niña se me despide sin palabras, de un modo muy simpático, y allí me quedo, de pie sobre la acera, viendo irse al coche.

De vez en cuando, en los respiros que me permite mi empleo como Agente de Contingencias Crediticias, recuerdo aquella noche, evoco entre mis eternamente silenciosos compañeros a la mujer que pudo haberme cambiado, vuelvo sin soltar prenda al piso donde sólo me espera, cuando le da por volver, la gata que compré en un impulso hace unos meses, agarro el receptor telefónico y marco el teléfono ya casi borrado de la servilleta de papel donde ella lo apuntó. La mayoría de las veces, no contesta nadie. Otras, contesta una voz, con estrafalario acento extranjero, afirmando que me he equivocado, aunque en algunas ocasiones la misma voz de hombre, un poco disfrazada, me dice que ella no está, que anda de viaje por Albania o algo así, que puede que vuelva pronto, o puede que no. A veces incluso me atrevo a frecuentar el portal. Veo luces encendidas en su piso, no obstante el portero automático no funciona, nadie contesta ni abre al cartero comercial. Colándome en el edificio aprovechando las raras entradas o salidas de los vecinos, subo al piso y llamo al timbre. La puerta se abre con cadena y allí está la canguro polaca, con el inexpresivo novio detrás de ella, explicándome con pobres modales y peor español que su jefa, como dice ella, tardará aún un rato en llegar, y que por qué debería dejarme entrar para darle a la niña el regalo que le he comprado. Abajo, en la calle, se me hacen las tantas y tengo que volver, el trabajo obliga. Nunca había pasado tanto tiempo en la parada del autobús 666 como lo hago ahora, pero, mal que me pese, y por más que espero, ni siquiera veo reaparecer al enigmático anciano, imagen viva de Igor Stravinsky.