No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
miércoles, 14 de mayo de 2008
Engañar al tiempo
Hay muchas maneras de entender la música, pero muy a menudo la veo como un arma en la lucha contra el tiempo. Sabemos que los cinco minutos siguientes no van a volver, que se desvanecerán en el aire sin dejar huella. Pero si yo compongo una pieza de música (o una secuencia cinematográfica) tengo la oportunidad de crear una porción de tiempo repetible, dar la falsa impresión de que, si vuelvo a escuchar o interpretar la pieza, esos mismos cinco minutos regresan una y otra vez, idénticos si la interpretación es la misma, enriquecidos, o empobrecidos, en el recuerdo, si la interpretación es diferente.
Tanto el cine como la música son sortilegios contra el paso del tiempo, con la diferencia de que, si bien el cine resucita a los muertos, a Valentino o a John Wayne, también los condena a una existencia de almas en pena, repitiendo siempre idéntico guión de aventura exótica o de western, mientras que la reemergencia del tiempo fosilizado en los compases no es jamás la misma.
El tiempo fosilizado, además, profundiza en su propio abismo, coloca unas capas de complejidad en sentido vertical que piden a gritos indefinidas repeticiones horizontales. Un contrapunto a múltiples voces, una instrumentación compleja, contradicen el sentido de la flecha del tiempo, exigen una conciencia perpendicular que sólo la escucha repetida concede.
La música puede también coquetear con el estatismo, complacerse en un adagio perpetuo que podría confundirse con un mismo instante congelado, prolongado, un calderón indefinido que podría hacernos pensar en que, allá afuera, en la calle, los pájaros detuvieron su vuelo entre un batir de alas y otro, que el columpio no llegó a finalizar su movimiento de péndulo. Una pieza musical larga, compleja, es un baluarte contra el cronómetro, una declaración idealista de que el tiempo no importa, de que nuestra vida puede esperar hasta la última nota de la sinfonía 'Resurrección' de Mahler.
La carne muere pero los compases quedan ahí, escritos. Los músicos los leen, los interpretan, y un fantasma sutil, ligero, distorsionado, abre los ojos, se debate, pasea sin prisas por el mundo hasta que la coda final vuelve a cerrar su ataúd a golpes de timbal. La música clásica es nigromancia, es un ritual, una negación de la muerte destinada sólo a los pacientes adeptos del arte. La música pop es una declaración de impaciencia, una voluntad histriónica de disfrutar y no morir que paradójicamente muere muy temprano, víctima de su miedo a perder el tiempo en desarrollos largos y no haber dicho lo que quería en menos de cuatro minutos.
Por eso, la desgracia sobreviene cuando te conviertes en esclavo del tiempo, cuando la familia y los horarios y los quehaceres conspiran para desterrarte de toda isla al margen del reloj, te roban la posibilidad de hundirte en un mar de vientos, cuerdas y metales durante una pequeña eternidad sin duración objetiva. Adiós a la sala de audición, hola a las unidades portátiles, tus mp3 y tus IPod, que sólo saben acompañar tus pequeños trayectos espasmódicos con breves canciones que en su urgencia y alegría sólo te hablan de lo efímero y lo perecedero.
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