domingo, 15 de junio de 2008

Marilyn, Norma Desmond y el gran gorila


Llevaba sin pisar el Real desde aquel ya lejano ensayo general de “La dama de picas” de Tchaikovsky, pero ya era hora de volver, y más si se trataba de descubrir una ópera de mi amigo Leos Janácek. Siempre se ha supuesto que la producción lírica de Janácek es la cumbre de su obra, e incluso hay quienes relegan sus obras orquestales, pianísticas y de cámara a simples notas a pie de página de ese corpus escénico. Incluso leí un artículo por ahí, defendiendo esta tesis, que llegaba a ningunear la “Misa glagolítica” diciendo que la podría haber compuesto perfectamente Dvorák. ¡Eso nunca!

Pero ni tanto ni tan calvo: Janácek es Janácek haga lo que haga. Esas armonías ácidas, esos ostinati para instrumentos solistas en tesituras imposibles, ese apasionamiento lírico, esas texturas instrumentales tan limpias, tan bien organizadas, ese folklore imaginario que se aparta tanto de Dvorák como Bartók lo hizo de las rapsodias húngaras de Liszt... Lo que me llega menos, como siempre en la ópera, es la servidumbre al texto. Janácek, como Mussorgsky, escribe canto para los ritmos del lenguaje hablado, con lo cual, si no entiendes checo, te pierdes gran parte de la gracia. Nunca he soportado escuchar un disco y tener que estar leyendo un librito al mismo tiempo. Para mí la música debe disparar directa al inconsciente: si tienes a un da Ponte para dejar la impresión final al espectador, creo que haces un poco de trampa. Ya veis que soy partidario de la “música pura”.

No obstante, “El caso Makropoulos” no carece de interés literario ni mucho menos: se basa en la obra teatral homónima de Karel Capek, sin el cual los robots no existirían, y se centra en la figura de una mujer fatal que, mediante un misterioso ensalmo, ha superado la edad de trescientos años. Como Alraune, como Lulú, Elina Makropoulos es la perdición de los hombres: bajo distintas identidades, en diferentes países, ha dejado un reguero de fortunas perdidas, pasiones violentas y suicidios por amor. Intrigará y manipulará para recuperar la fórmula de la inmortalidad, pero tal vez ya no desee perpetuarse, habiendo caído en el hastío existencial y en el distanciamiento hacia todo aquello que hace disfrutable la vida.

Campo abonado para el considerable talento dramático de Janácek, con amplio lugar también para la ironía y la parodia (ese sucedáneo de baile flamenco), con un papel protagonista que es un bombón para cualquier cantante-actriz que se precie, y una conclusión imborrable. Estamos más ante una obra de teatro cantada que ante una sucesión de canciones melódicas, como en la ópera más tradicional. Es la “melodía perpetua” de la que hablaba Wagner, el fluir natural del díalogo, sin formas artificiales que lo constriñan. Está claro que a quienes desprecian “Pelléas y Mélisande” por ser “un constante recitativo” no les hará demasiada gracia Janácek, pero pensad en la “Sinfonietta”, en la sonata “I.X.1905”, en el cuarteto “Cartas íntimas”. Esto es igual de grande.

La escenografía, queriendo reforzar la aureola de deseo inalcanzable que rodea a la protagonista, recurre continuamente a mitos del séptimo arte, empezando por la proyección durante la obertura de fragmentos de “El crepúsculo de los dioses”, “King Kong” y diversas imágenes de Marilyn Monroe. Al fin y al cabo, Elina es una estrella al final de su andadura, como Norma Desmond, una diosa sexual como Marilyn (el guión del montaje, incluso, exige varios momentos de destete a la cantante Angela Denoke) y un foco del deseo masculino universal simbolizado por ese gran gorila, que, en una de las ideas más delirantes de los escenógrafos, ocupa toda la parte posterior del escenario mientras la protagonista baja al escenario desde su enorme mano. El espacio principal de la representación es el patio de butacas de un cine, y toda la estética del vestuario y el atrezzo remite al Hollywood clásico de los 40 y 50.

Nunca he tenido muy claro si este tipo de alardes creativos no te sacan de la historia más que introducirte en ella (y eso que aún no he visto ningún montaje de Bieito), pero en este caso particular no me molestaron. El tono de la historia, en algún lugar entre el melodrama y el cine negro, soportaba bien ese ambiente peliculero, aunque algunos momentos, como el final, carecían de elementos del libreto original que los hacían más comprensibles dramáticamente. Pero en general encontré la experiencia estimulante: empecé a conocer la faceta más renombrada de uno de mis compositores preferidos (aunque cerciorándome de que todo lo que hace extraordinaria su ópera también está en el resto de géneros que cultivó) y comprobé de nuevo que la habilidad de un compositor puede convertir en algo épico una pieza de teatro con pocos personajes y pocos decorados. Yo tampoco soy muy de ópera, pero se trata de un medio con más posibilidades de las que el catecismo progre está dispuesto a reconocer: fijaos en “Wozzeck”, en “Peter Grimes”, en “Elektra” (la de Richard Strauss, no la de Frank Miller). Haced menos caso a Groucho Marx y a Woody Allen, que tampoco son el Papa.

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