No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
viernes, 28 de noviembre de 2008
Compositores: Arnold Schoenberg
Una de las leyendas urbanas más fascinantes, y menos comprobables, sobre la música “seria” del siglo XX es la que atribuye a la CIA un papel principal en el triunfo de las técnicas de composición dodecafónicas. Al parecer, la apuesta del comunismo soviético por un estilo tonal rimbombante, en sintonía con el realismo socialista, llevó a una acción de guerra fría cultural, una asociación del atonalismo con la libertad de expresión del artista, que hizo de creadores como Schnittke los equivalentes sonoros de un Alexander Solzhenitsin, y sentó las bases de un pensamiento único musical que casi perdura aún.
Qué peligroso es dar connotaciones ideológicas a la música. El periodista Ramón Chao recordaba no hace mucho haber firmado en su juventud una tesis según la cual la armonía tonal de toda la vida reproducía el esquema de la monarquía absoluta, con la tónica representando al rey y la subdominante al príncipe preparado para reemplazarlo, y no sólo eso, sino que escuchar música tonal condicionaba subliminalmente para aceptar ese tipo de orden jerarquizado en la sociedad. En cambio, el dodecafonismo, libre de jerarquías entre los doce sonidos, representaría un espíritu más igualitario. Aunque Arnold Schoenberg en cierta ocasión recordó el caso de un compositor, Paul von Klenau, que trató de vender a Hitler la idea de que el sistema de doce notas reflejaba fielmente la estructura del nacionalsocialismo y por tanto constituía el vehículo perfecto para expresar sus ideas.
Incluso Schoenberg murió por la boca, como el pez, al pronunciar su mítica sentencia: “Mi sistema de composición asegurará el dominio de la música alemana durante cien años”. Le faltaron 900 para igualar la duración estimada para el III Reich por sus artífices, pero nadie es perfecto. Lo importante es que, si esa frase la hubiese pronunciado Carl Orff, se habría tratado incluso de quemar el manuscrito de “Carmina Burana”, mientras que, viniendo de los labios del gran paladín de la modernidad, se la considera una salida bastante cachonda. Que, por cierto, fue cierta, dado que, si Alemania perdió la guerra en lo político, la ganó en lo musical, a base de capitanear las tendencias de vanguardia con la autoridad moral de una estética prohibida por el nazismo. Incluso países como España, que desde Falla y Albéniz eran históricamente pro-franceses en lo que a pentagramas se refiere, abrazaron la nueva filosofía germánica de la composición, preconizada por Theodor W. Adorno.
No obstante, pese a la estudiada imagen de reaccionario estético, amante de sonidos conservadores, que un servidor ha venido proyectando durante esta serie de entradas, la verdad es que Schoenberg me ha sido siempre simpático. Sus obras primerizas, como “La noche transfigurada”, “Pelleas y Melisande” y los entrañablemente pretenciosos “Gurrelieder”, son postromanticismo decadente, lánguido, abigarrado y detallista, mientras que su época de experimentalismo posterior, desde la tonalidad extendida de la “Sinfonía de cámara nº 1” hasta la atonalidad libre de “Erwartung” o el “Pierrot lunaire”, refleja unas turbulencias vitales muy de la Viena freudiana y expresionista de entonces.
Cuando Schoenberg vivía en carne propia los equivalentes desgarrados y desesperados de las comedias sexuales de Schnitzler, con su mujer huyendo del hogar con un joven pintor que acabaría suicidándose tras la reconciliación del matrimonio, no era raro poner en música el monólogo interior de una mujer que, en la mejor tradición del género fílmico “Era yo”, ha asesinado a su esposo sin saberlo (“Erwartung”), o inspirarse en una serie de poemas donde una especie de versión de bolsillo de Maldoror cometía lindezas como asesinar a un cura durante la misa y mostrar su corazón arrancado a los feligreses (“Pierrot lunaire”).
La cosa fue bien hasta las “Cinco piezas para orquesta”; después, Arnold sentaría desde California las bases de un nuevo academicismo, y, lo que es peor, al apropiarse de la parcela armónica de la vanguardia, obligaría a Stravinsky, su gran rival, a centrarse en la parcela rítmica y contrapuntística, pues, como todo el mundo sabe, Schoenberg no era interesante como creador de ritmos, y el contrapunto no le interesaba demasiado, o no lo dominaba lo suficiente. Durante mucho tiempo, Schoenberg, el "progresista" sería para Stravinsky, el "reaccionario", lo que el Doctor Muerte a los Cuatro Fantásticos, o lo que el Duendecillo Verde a Spiderman, con la diferencia de que el austríaco tendría de su parte a Adorno, el equivalente dentro de este tebeo a Stan Lee.
Dudar del talento y el interés de Schoenberg, así como del potencial artístico del dodecafonismo en buenas manos creativas, sería bobo, pero, como prueba de la cierta inexpresividad e incapacidad del sistema para transmitir emociones contrastadas, baste la anécdota del director musical que decidió completar la ópera inconclusa de nuestro compositor de hoy, “Moisés y Aarón”, adaptando el texto del último acto a exactamente la misma música del primero, y cómo ningún espectador no advertido del procedimiento pudo darse cuenta del enorme parecido.
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