domingo, 21 de diciembre de 2008

Me quedo con Sodoma


Para decir lo mismo que todos los demás, mejor estar callado. Por eso suelo resistirme a publicar aquí la enésima reseña de medio pelo de “El caballero oscuro”, “Vicky Cristina Barcelona”, “Red de mentiras”, o cualquiera que sea la peli que se ha estrenado ese fin de semana. En cambio, se me llevan un poco los demonios cuando sospecho que soy el único en albergar, o por lo menos manifestar, determinadas opiniones. Por ejemplo, cuando veo medianías clamorosas del estilo “Borrachera de poder”, que demuestran de manera concluyente que Chabrol debió haber muerto en el 84 en lugar de Truffaut, y sin embargo sé que no se publicará ni una sola crítica negativa de ellas en los medios, antes bien lo contrario, y encima con un elevado nivel de discurso en plan "Qué sofisticada ironía, la juez llevaba guantes rojos, etc”.

Ahora me sucede algo parecido con “Gomorra”, saludada como uno de los grandes títulos de la cartelera, admitida incluso en el nuevo frikismo mainstream de los Jordi Costa y compañía, y considerada como prueba fehaciente de que el cine italiano está a punto de reverdecer sus laureles de antaño. Pues bien, un servidor tuvo uno de esos incómodos momentos que enfrentan su modesto juicio con la opinión unánime de la Humanidad, porque se pasó las dos horas y pico de proyección mirando el reloj y fue incapaz de admirar una obra tan laureada. Quizá sea una cuestión personal, pero no os preocupéis: no me voy a conformar, como si fuera Carlos Boyero o el 99% de los que hoy opinan sobre cine, con esgrimir “me aburrí” como el argumento para acabar con todos los argumentos. Me dispongo a tratar de explicar por qué, de manera que aquellos que no compartan mi parecer puedan sacar al menos algún elemento interesante de los que colean en mi absurda mente y raramente comparto con los allegados.

Tal vez la clave de mi escaso entusiasmo hacia la película dirigida por Matteo Garrone haya que buscarla en mis nociones convencionales sobre el cine como invento estético y narrativo. Como buen decadentista, creo en el arte por el arte y, por extensión, en las obras cinematográficas, literarias, musicales, etc., como realidades alternativas con sus propias reglas diseñadas para hacer frente a esa avalancha de mediocridad que se ha venido en llamar “mundo real”. Una plástica atractiva, una progresión apasionante, a mis ojos, valen en sí mismos como labor artística, porque, y aquí habla la voz del desengaño, si nos ponemos ultracríticos apenas hay mucho más que rascar.

Supongo que Garrone ha encontrado muchos adherentes entre los que juran por los viejos artículos de Jacques Rivette sobre lo que él llamaba “la abyección”, ejemplificada en el travelling que Gillo Pontecorvo utilizó para enfatizar la muerte de un personaje en “Kapo” y que para el francés sería una irritante manera de trivializar un asunto muy serio mediante una espectacularización frívola de la forma. La idea de que la belleza de una técnica virtuosa es contraproducente para un discurso moral y social responsable arraiga bastante en centros de producción alternativos por obvias razones. El juicio final consistiría en ver seguidas “París nos pertenece” y “Kapo” y emitir veredicto. Pero nos salimos del tema.

Cuando Garrone se plantea adaptar el libro de Roberto Saviano sobre la Camorra, decide, con buen criterio, huir de tópicos, de formas ya conocidas, del género “de mafias”, porque en realidad el género de mafias trata sobre el honor de la familia, sobre la heroica supervivencia del inmigrante que logra hacerse respetar en un país extraño, sobre el triunfo y la caída de la ambición humana; pero no de una lacra social que se infiltra en todas las capas de la vida cotidiana y que envenena literalmente la región napolitana, sea con muerte y violencia, sea con vertidos tóxicos enterrados de cualquier manera.

Por eso no se puede rodar con los encuadres de siempre, con los movimientos de cámara de siempre, con los mecanismos de identificación de siempre, pues de esa manera terminas, sin darte cuenta, contando la película de mafias de siempre. Antes de ver la película, yo me esperaba un seudo-Dogma con cámara en mano, tembleque e histeria expresiva, pero la realidad fue al mismo tiempo mejor y peor: Garrone, salta a la vista, se ha pensado mucho sus imágenes, sus secuencias, su ritmo. Ha adoptado un estilo documentalista “transparente” que no llama la atención sobre sí mismo como sí lo hace el Dogma 95. No hay tembleque porque hay steadycam, usada para no tener que planificar porque la planificación queda artificial. No hay composiciones atractivas porque el regodeo en la estética traiciona la realidad descarnada que se desea mostrar (porque es obvio que en la realidad descarnada no hay lugar para la belleza, parece indicar este modo de pensar).

No seré yo quien diga que no es un estilo coherente consigo mismo, pero a mí me causa incomodidad una manera de realizar definida exclusivamente por lo que no es, como si eliminar presuntos defectos produjera por defecto un cúmulo de virtudes. Está muy bien lo de rechazar los modos convencionales de contar este tipo de historia, huyendo de lo que se suele considerar “artístico”, pero, ¿se ofrece algo a cambio? ¿Puedo estar seguro de no estar ante la pose intelectual de un cineasta que simplemente no sabe hacer una versión más rigurosa y cabal de los viejos “polizieschi” de Martino, Sollima o Castellari? ¿Hasta qué punto la mecánica del distanciamiento no opera en contra del impacto que se pretende causar? Sé que debo de ser el único, pero a mí no me produce ni una enorme impresión ni sorpresa saber que la realidad cotidiana del crimen organizado es fea, mediocre y aburrida, y que la muerte es el producto frío y desapasionado de una industria regional que amenaza con convertir toda la ciudad en el mismo descampado, en la misma playa gris. El análisis es certero, las intenciones son honorables, el modo de desarrollarlos me deja más bien indiferente.

Cuando, en una de las secuencias iniciales, los dos jóvenes que han robado las armas se dirigen a un jefecillo local de la Camorra, se los ve desenfocados al fondo de la imagen mientas vemos perfectamente a aquél. Cuando los chicos hablan y no se corrige el foco, yo me las prometo muy felices ante tamaño alarde de puesta en escena “inteligente”: si no llegamos a ver nítidos a esos dos personajes, es porque carecen de entidad en el plan general de las cosas, son seres anónimos y amorfos sin rostro ni personalidad. Pero luego, en el transcurso de la película, el mismo recurso de no corregir el foco se repite en secuencias muy diferentes donde no podemos aplicar la misma teoría, con lo cual nos damos cuenta de que se trata de un mecanismo sin función narrativa, que es una infracción gramatical deliberada para que lo mostrado no tenga un aspecto demasiado “de película”, y lo mismo reza para las composiciones de plano y la fotografía voluntariamente feas, para la abundancia de tiempos muertos.

Siempre he encontrado curioso que una manera segura de ganarse el beneplácito de la crítica progresista internacional sea airear las realidades más tercermundistas de un país desarrollado. Si hacemos caso a Aki Kaurismäki, Finlandia sería un país de borrachos deprimidos en paro, de mendigos indigentes que sólo tienen al Ejército de Salvación. Si hacemos caso a Garrone y Saviano, la próspera Italia parece el Brasil de las favelas. Como documento, “Gomorra” no carece de mérito; lo que me incomoda personalmente es que se dedique tanto esfuerzo y reflexión a que lo contado te quede lo más lejos posible, a confiar tanto en la fuerza de unos hechos banales y tan poco en las posibilidades de la imaginación para transmitirlos.

Decir, como hace Fausto Fernández en “Fotogramas”, que “Gomorra” es “una magistral síntesis de Antonioni y Bruno Corbucci, aparte del tópico de la crítica frikiguay consistente en juntar en la misma frase, para epatar, lo más prestigioso y lo más subcultural que vengan a la mente en ese momento, revela asimismo un profundo desconocimiento, no ya de Antonioni, sino también de Bruno Corbucci. Antonioni, a quien habría que ir librando de los lugares comunes que ensombrecen su figura, era pura estética al servicio de la idea, y los Corbucci y similares pretendían ofrecer puro entretenimiento chapucero. “Gomorra” está en las antípodas de ambas posiciones, y mira que es difícil.

Y tampoco creo que hayamos vuelto al neorrealismo: el neorrealismo era cálido, sentimental y apasionado. La película de Garrone es de lo más frío que he visto en mucho tiempo, lo cual, unido a su desprecio por la forma y por el arte de narrar, no me despierta mucha estima. Si vas a darme cine de autor, dame extravagancia temática y recursos formales delirantes. Si vas a darme una desgarradora denuncia de injusticias reales, trata de removerme por dentro mientras la veo. Pero no trates de darme una lección de ética cinematográfica, porque no me convencerás: para mí la estética no tiene moral alguna. Ni tampoco me vengas con idealismos sobre los beneficios sociales que producirá tu denuncia: el otro día leí que la Camorra se estaba forrando a base de vender copias ilegales de la misma película que supuestamente les asesta un golpe mortal. Y a Saviano, como a Rushdie, la condena a muerte le beneficiará a largo plazo. Si no lo está haciendo ya.

Todo lo cual queda dicho para no quedarme en un mero exabrupto subjetivo de esos que ahora suelta la crítica profesional sin que pase nada. “Gomorra” es la peli de moda y saldrá en todas las listas de lo mejor de 2008. Yo aún soy incapaz de entender por qué. Os prometo que volveré a verla dentro de unos años por si cambio de opinión. Pero por ahora, si esto es Gomorra, yo me sigo quedando con Sodoma.

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