No marigolds in the Promised Land: There's a hole in the ground where they used to grow.
domingo, 25 de enero de 2009
Atrapado entre dos pisos
A los fanáticos de la intemporalidad, los que reprochan a películas como “La naranja mecánica” o la “Trilogía de la vida” de Pasolini sus tics coyunturales, se les escapa un poco que a veces son las arrugas las que hacen interesante un rostro, revelando los pliegues de la personalidad que el bótox esconde al escrutinio de quienes desean conocernos más allá de la superficie. Nadie le reprocha a Beethoven sonar a siglo XIX, pero en general suele estar mal mirado que una obra fílmica refleje aspectos prescindibles y perecederos de una época o los convierta en ejes de su argumento. Y sin embargo, menuda fuente historiográfica para el porvenir: imaginaos lo que hubiésemos podido aprender viendo películas de serie B rodadas en la Roma imperial o en el antiguo Egipto. Y cuanto más envejecidas las considerase la crítica contemporánea, más aprenderíamos de ellas.
Todo esto viene a cuento de la aseveración frecuente en algunos círculos de que, hoy en día, el mayor interés de “Ascensor para el cadalso” de Louis Malle reside en escuchar la música de Miles Davis mientras Jeanne Moreau camina melancólica bajo la lluvia en busca de su amante desaparecido. En el Reino Unido se juzga con especial severidad la validez actual de la película, quizá porque las historias del cine universal dedican más páginas a Malle que a Lindsay Anderson o Tony Richardson y eso escuece. También hay quienes dicen que “Los vividores” de Robert Altman sólo vale por las canciones de Leonard Cohen. Nunca contratéis a un músico más famoso que vosotros para hacer vuestra banda sonora...
Pero no es raro que sean los aspectos más “caducados” los que hagan especialmente fascinantes determinadas películas o escuelas de realización. Dudo mucho que producciones como las de Hammer Films o las de la propia nouvelle vague se mantengan vigentes al cien por cien en los planos dramático, ideológico o estético, y no sólo eso, sino que, sin ese microcosmos de una época pasada que reconstruyen título a título ante nuestros ojos, sin ese carácter desfasado en el que los cinéfilos se refugian como si de un paraíso perdido se tratara, el culto en torno a ellas no existiría.
“Ascensor para el cadalso”, con todos los defectos que se le puedan ver hoy, tiene la especial gracia de que gran parte de su línea argumental es desencadenada por circunstancias que hoy en día no podrían suceder. La mera idea de que un hombre pueda quedar atrapado en un ascensor porque el conserje desconecta la electricidad del edificio, o de que ese encierro imposibilite el contacto telefónico entre ambos, haría inviable cualquier tentativa de remake, a no ser que se quisiera rizar el rizo con coincidencias imposibles de las que suceden todo el rato en la vida pero nadie aceptaría en una ficción.
Todo ese trasfondo de malestar por la guerra de Argelia, todo ese rencor soterrado hacia los alemanes por una ocupación de menos de veinte años antes, toda esa identificación risible hacia el modelo del macarra made in Hollywood de James Dean o Marlon Brando, ese patetismo enfático, de una entrañable ingenuidad, alrededor de la pareja de jóvenes sin futuro que piensan en suicidarse juntos sin saber hacerlo, esa voz en off de la mujer solitaria entonando unos cantos de amour fou que nos hacen dudar seriamente sobre su estabilidad emocional, esas tentativas de fuga por el hueco del ascensor que debían de parecer el Joel Silver de entonces, esa foto de Maurice Ronet en plan boina verde publicada en primera plana de los periódicos o esa icónica aparición de Lino Ventura como malhumorado investigador, configuran para mí un todo pintoresco e irregular pero con mayor cohesión interna que la mayoría de los films del período, un título heredero de la tradición de los Dassin, Becker o Clouzot en mucha mayor medida que “Disparen sobre el pianista” de Truffaut o “Al final de la escapada” de Godard, y una pieza única en la carrera de su director, quien quizá acertaba más cuando se lo proponía con menor empeño.
Hoy hace cierta gracia pensar en que el protagonista creyese en serio que nadie le vería trepar por la fachada de su edificio para ir a matar a su jefe, o que estuviese tan seguro de que la secretaria, ensordecida por su modernísimo sacapuntas eléctrico, no oiría el sonido del disparo. El argumento que en 1958 era el colmo de lo apasionante y lo ingenioso sería hoy en día tildado de tramposo y absurdo, porque estamos en tiempos más descreídos en los que también se habrían consignado al suelo de la sala de montaje los segmentos de melancolía callejera con la trompeta de Miles como fondo.
Y sin embargo ya veis, acabo de verla por sexta o séptima vez y estoy seguro de que no será la última, ni siquiera la antepenúltima. Hay en “Ascensor” una poética de lo imperfecto, de lo superado, de lo efímero, que está presente en mucho de lo mejor de sus contemporáneos pero que luce con especial fuerza al tratarse de una película de género tomada en serio y no como una colección de guiños a la platea. Y para colmo, Miles aún tocaba bien, soplando fuerte e improvisando a toda velocidad sobre progresiones be-bop complicadas. Y aunque la Moreau saltase a la fama aquí, a mí dadme a Yori Bertin, la pequeña florista, de quien poco más se supo.
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