miércoles, 22 de abril de 2009

J.G. Ballard (1930-2009)


Cuando uno aprende desde pequeño que el mundo exterior es una especie de pesadilla absurda imposible de controlar, la opción más inteligente puede ser huir hacia dentro y contemplar el medio ambiente con el mismo morboso placer estético que un lienzo del Bosco, de Dalí o de Max Ernst.

Quizá todo venga de crecer en tiempos de guerra, entre penalidades, hambrunas, epidemias, con los mortíferos aviones de combate del Sol Naciente como únicas visitaciones de un mundo más perfecto y puro, a veces volatilizadas entre aureolas de fuego que hacían presagiar la gloria tal como era descrita por los místicos.

No es raro que, trasladándose a una Inglaterra suburbial y gris de casas idénticas con jardín idéntico y mentalidades pequeñas que eran cada una a su modo una isla, se terminara soñando con dotar a Albión del esplendor tercermundista de un buen huracán, una buena inundación, una buena sequía, una buena explosión nuclear, con ese barroquismo nacido de la acumulación, la sordidez y el abandono, visto como reflejo de una desolación interna que de ese modo encuentra alivio y compañía.

Al principio, parecía viable encarnar esa melancolía contemporánea, esa vacía civilización del bienestar, en una colonia de burgueses decadentes a lo Marienbad, en figuras arquetípicas de alienación como aquella mujer trastornada al volante de un descapotable que parecía escapada de una película de Antonioni. Pero no bastó con ello: después hubo que soñar con la catástrofe, con la oportunidad ideal para convertirnos en los monstruos que realmente somos. Aunque incluso esto último se reveló como ilusorio: no necesitábamos soñar con la catástrofe, porque vivíamos ya en ella.

El erotismo del consumo, de la máquina, de la velocidad, de la muerte en la carretera, el glamour sucio de la polución, la delincuencia, el abandono urbano. ¿Para qué huir de ello, ir de progresista santurrón, pretender negar su existencia, conforme a la estrategia de los bienintencionados que confían en no ser devorados por el monstruo a fuerza de cerrar los ojos para no verlo?

De ahí la paradoja de que un canto malsano a la evasión, a la complacencia pasiva en el desastre, a la complicidad con la entropía, termine siendo una respuesta más airada, más impactante, al estado de las cosas, que los manifiestos de compromiso filocristiano con que nos obsequiaron varios nombres señeros del siglo XX, empeñados en hacer de apóstoles de un humanismo en el que ellos mismos no eran capaces de creer.

Ballard contó las cosas como eran, reconoció que, si el horror es nuestro pan de cada día, necesitamos contemporizar con él, aprender a disfrutarlo, encontrarle la belleza, reconciliarnos con el hecho de que vivir es colaborar con la catástrofe. Una tesis tan inaceptable que hubo que disfrazar a su proponente de escritor fantástico, de mercader de surrealismo, a costa de olvidar el verdadero sentido del término, que es “por encima de lo real”.

Si los ritmos de su obra a veces pecaban de reiteración, si su poética de la obsesión a veces se aproximaba al estatismo, la dinámica surgía de esa discreta perversidad, ese afán de ir “al revés”, que diría Huysmans, haciendo de seguir la corriente el mayor acto de rebeldía, suponiendo que plantar cara a lo inevitable no es sino un vulgar modo de negarlo.

Que haya sido el cine, un medio tan comúnmente épico, el encargado de fijar el mensaje de Ballard en la cultura contemporánea, es la enésima de sus paradojas: sólo él podía hermanar a los directores de “E.T.” y de “Vinieron de dentro de...” en un maridaje contra natura que prueba la vigencia de un escritor que irá creciendo poco a poco a medida que nos percatemos de que sus libros, en el fondo, no son otra cosa que manuales de supervivencia.

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