Junto al borde del mundo, se extendía un páramo esmeralda. El viento
apenas soplaba, y los soles refractaban arcoiris turbios sobre la tierra a
través de osamentas translúcidas. La vida allí era microscópica: hormigas,
abejas, y, sobre todo, arañas, tejían a lo largo y ancho de hectáreas sus
imperios eternos. Las bestias del campo, los brutos orgullosos que solían
levantar sus cabezas al cielo para aullar sus placeres y desdichas, habían sido
borrados por una maldición oscura, de designio inescrutable. He aquí unos
pájaros, negros de ala y pico, volando en ominosa bandada hacia su hogar
prescrito: la torre del castillo.
El castillo era antiguo como el mundo; allí, cuenta la tradición,
descansaron y se recrearon los constructores del orbe una vez rematada su
ciclópea tarea. Según algunos, el alcohol, los celos y la discordia provocaron
una reyerta entre los semidivinos ingenieros, corrió la sangre, y por eso hay
tanto que permanece incompleto, circunstancia lamentada con plañidos de
ultratumba por las estancias del recinto en ciertas noches de solsticio. La
verdad o falsedad de esta tradición, sólo el rey la conocía.
El rey era el último de su especie, una estirpe maldita, ultrajada.
Escamas frías, coloreadas con paleta inverosímil, centelleantes a la luz de
cirios, braseros y lámparas, revestían su cuerpo aberrante, disforme, siempre
oculto bajo amplias túnicas bordadas en azabache, dorado y glauco, sus colores
heráldicos. Sus ojos eran amatistas ponzoñosas que rasgaban las tinieblas de la
conjura y el engaño como filos de daga alevosa y nocturna. Multitudes
cortesanas suspendían su aliento cuando la voz del monarca, teñida de un
sibilar bífido, retumbaba en los vastos salones de basalto y pórfido negro.
Mas las palabras no colmaban el vacío sideral, fúnebre, gélido,
entronizado hacía tiempo a la vera de Su Reptiliana Majestad. Sin razones, sin
explicaciones, sin argumentos; un velo rosáceo, teñido de opio y láudano, se
interponía entre el rey y el universo. El suplicio y la ejecución de enemigos
bárbaros bajo inmensas bóvedas marmóreas iluminadas por un infierno intoxicante
de sándalo habían dejado de perturbar su alma con el salvaje, agridulce,
orgullo de sentirse el ser más suntuosamente reprobable que los dioses jamás
soltaran en el alegre lodazal del mundo. El espectáculo de una ciudad en
llamas, en sí ya fatigante y tedioso tras sus mil y un repeticiones de un
confín a otro del globo, no volvería a desplegar sus esplendores: el ciclo de
campañas había finalizado. Ahora el planeta dormía un sueño frío y tranquilo,
roto tan sólo en el castillo al borde del páramo.
Consumados los anhelos insensatos de grandeza, la corte se hacía
pequeña. Los súbditos vivían resignados, sin apenas temor o inquietud, la
posibilidad de verse desgarrados en cuerpo u alma por un capricho nacido del
aburrimiento real. En las criptas resonaban sin término, de un muro a otro, los
ecos de las invocaciones; las víctimas palidecían, los hechiceros contraían sus
frentes en profundas arrugas, los fuegos fatuos danzaban fulgurantes
pirotecnias; pese a todo, los demonios no escuchaban ni acudían. Nubes de plomo
herrumbrado se cernían sobre el castillo, amenazando con caer y barrer de un
único y fulminante golpe el reino entero.
Quizá una persona supiera levantar el hechizo, devolver a la vida al
emperador de la muerte. Preguntar su nombre hubiese sido vano: todos la
conocían, mas nadie hubiera arriesgado su rencor mediante una indiscreción
furtiva. Mirarla a los ojos era asomarse al primer lívido amanecer del mundo;
más de un desdichado o desdichada sostuvo temerariamente su mirada durante
demasiado tiempo, olvidó sus obligaciones, olvidó incluso comer y beber, y
finalmente se le hubo de trasladar, agonizante, al Abismo del Reposo, con
todavía unas postreras ráfagas de implacable dulzura corroyendo su cerebro.
Conocer a esta mujer suponía hacer frente a las verdades más primordiales y
dolorosas que nos reserva el universo.
El rey la había visto muchas veces, en el curso de las audiencias, las
reuniones de estado mayor, los bailes, festejos y orgías reales. No se parecía
a las afroditas, ni a las magdalenas, ni a las fornarinas. Ningún escultor
orgánico la había moldeado para el placer. Parecía pequeña, pero cara a cara
empequeñecía a guerreros. No ocultaba sus formas, pero ningún borracho las hubiera conjurado en su niebla etílica. Su
piel desdeñaba los tintes de almendra tostada o maderas exóticas; era más afín
a la leche blanca y amarga. Vistiendo no alardeaba de lujos vanos; su elegante
austeridad semejaba un hábito de sacerdotisa portando malas noticias de un dios
enojado. En los salones despreciaba a los hombres y rehuía a las mujeres.
Decían que su perfume traía la muerte a quien se le acercaba en demasía.
Desde tiempo inmemorial, el monarca no mantenía trato con hembras
humanas; pronto le hastió practicar simples juegos vejatorios sobre criaturas
de sangre caliente ajenas por completo a las pasiones frías de su especie.
Llegó incluso a aborrecer la simple visión de mamíferos entregados a sus
sudorosos ayuntamientos. No obstante, la mujer enigmática pronto dominó sus
desvaídos y estáticos sueños de reptil. A veces, ella le guiaba a lo largo de
angostas y eternas galerías subterráneas hasta la cámara donde palpitaba el
corazón del planeta. Otras veces, ella le despojaba de su piel polícroma, él se
revelaba como su gemelo masculino, y una monstruosidad abominable los unía en
matrimonio bajo un cielo enloquecido, arremolinado. En una mayoría de
ocasiones, el rey no recordaba las imágenes traídas por sus brevísimos
intervalos de sueño, pero allá, al fondo de sus ojos, persistía ella, borrosa,
indistinta, embriagándole, maldiciéndole. Mas cuando se enviaban emisarios en
su busca, la mujer nunca se dejaba encontrar.
Tras un crepúsculo de un bermellón inflamado y malsano, llegó la noche
en que, por primera y única vez en decenas de años, se oyó aullar al lobo, la
gran bestia numinosa y extinta. Su Majestad, que leía en la biblioteca real, a
la luz de pálidas velas, el Libro de los Reinos Muertos, levantó apenas su
testa coronada y reanudó su lectura. Al poco tiempo, una mano pequeña, fina,
con uñas largas pintadas de negro, pasó la página por él. Era ella, la esposa
del misterio.
Las velas llegaron casi a consumirse antes de que el aire vibrase con
palabras. El rey, mintiendo, incapaz de expresar su auténtica inquietud, dijo a
la desconocida que la deseaba, que sus movimientos sinuosos la asemejaban a una
hermosísima y mortal cobra, que sus ojos celestes le paralizaban cual indefensa
víctima, que su aroma a carne cálida provocaba en su organismo reacciones
químicas desconocidas, imposibles de prever.
La dama no pestañeó. Afirmó serena no haber vendido jamás su cuerpo, ni
siquiera a nobles, sacerdotes o militares, añadiendo con solemne malicia que
tal vez un rey representara la máxima excepción a que una mujer pudiese
aspirar. Después atrajo hacia sí al soberano, con un ademán fragante, y susurró
en su oído el lugar y las condiciones de la cita.
Los aullidos de lobo continuaban quebrando la noche. Dos bestias de
montar, partidas del castillo, sobrevolaban casi el páramo. En la mayor de ellas,
enjaezada con los arreos reales, cabalgaba el monarca. La menor, perteneciente
a una raza cuya monta se autorizaba únicamente a reinas, transportaba a su
compañera de aventura nocturna. El destino se situaba en una de las múltiples
Zonas Devastadas, esquilmadas y allanadas por antojo de la corona. El rey, nada
acostumbrado a la zozobra y la incertidumbre, se movía en terreno ignoto. Él
mismo no hallaba razón alguna para dejarse arrastrar al Exterior por una
intrigante desconocida. Tan sólo le solazaba poder acudir, como último recurso,
a su daga enjoyada, que tan buenos servicios le había prestado en el curso de
los siglos.
Finalmente se detuvieron junto a una vasta laguna, que brillaba con
claridad desusada y nebulosa. En las penumbras de la orilla podían distinguirse
unas escuálidas ruinas. La mujer se apeó de la montura, siendo imitada por el
soberano, y se echó a caminar bordeando las aguas. Habló del reino, de su
nacimiento, su crecimiento, su decadencia
causada por la satisfacción de cuantas ambiciones albergaba el corazón
gélido de su gobernante, poseído ahora por anhelos sin nombre, queriéndose
engañar a sí mismo diciéndose que deseaba a una simple mujer con quien jamás
compartiría nada. Sólo habría un secreto que Su Majestad querría conocer, y éste
se hallaba en el fondo de la laguna. Y, habiendo dicho esto, se sumergió de un
salto en las aguas.
El rey, por naturaleza casi anfibio, decidió seguirla a las
profundidades en uno de esos impulsos fulgurantes que antaño le habían valido
fortalezas, ciudades e incluso imperios. El interior de la laguna centelleaba
con los destellos de algas fosforescentes, surgiendo por entre bancos de
pececillos negros, encogidos, que parecían boquear hambrientos. Húmedas nubes
de cieno dificultaban atisbar el fondo. Ni siquiera ella estaba visible. Todo
era burbujas y confusión.
No cabía explicar semejante desorden subacuático. Allá, a lo lejos,
intentaban distinguirse, sin conseguirlo, bocetos de figuras. Su Majestad buceó
hacia ellas. La luz era espectral y tenue, pero aún así las figuras despertaban
en él un reconocimiento huidizo. Un temblor leve parecía sacudir apenas la
tierra y las aguas. Mientras, el monarca se enorgullecía y aliviaba en su fuero
interno de desconocer el miedo.
Ya había alcanzado a uno de ellos, un tanto apartado de los demás.
Algas y limo lo enmascaraban, sin que él, o ella, hiciese lo más mínimo por
aparecer presentable. Se balanceaba y contoneaba desagradablemente. El rey optó
por tantear al desconocido, a fin de esclarecer el enigma. Frío duro, piedra
tallada, armadura con huecos. ¡Esqueleto! Ajeno a toda emoción, Su Majestad, el
último de su especie, reconoció en la osamenta los contornos, las
peculiaridades, la morfología, de su propia raza extinta. El cráneo lo miraba
desde cuencas vacías, familiares por instinto. Pero aquellos ofidios humanoides
jamás conocerían el miedo, y el rey no fue excepción. Prefirió odiar a aquel
muerto anónimo que le recordaba su propio y próximo final.
Había muchos, quizá demasiados, todos reducidos a huesos, todos encadenados
al fondo, con grilletes rodeando sus tobillos. Tal vez el soberano conoció en
vida a varios de ellos, los acompañó en costumbres y rituales arcanos, ya
olvidados, marchó con ellos a la guerra, como infante, o fue partícipe, ebrio y
en su compañía, de los apareamientos colectivos que celebraban durante varios
días junto a los grandes pantanos. Pero, si los conoció, prefirió por orgullo
no admitirlo a sí mismo. En la tumba colectiva de su especie, él pasearía como
un visitante curioso y se marcharía como tal.
En el exterior, por la superficie, el invierno marchaba raudo,
imparable, como una golondrina en vuelo rasante. Las pocas plantas languidecían
a su paso, encanecían y se encogían en estertores silenciosos. Una manta
inmensa y blanca se extendía por el paisaje, con la inevitabilidad de una
plaga.
Nada de esto era audible al fondo del lago, a no ser que algo pudiera
haberse leído en el distante rumor tormentoso
apenas sofocado por las aguas. La noticia, como tantas otras veces, vino
del cielo. Un crujido gigantesco perturbó las profundidades. Mirando arriba, se
veían extenderse por la bóveda superior enormes relámpagos blancos que
cristalizaban las alturas a su paso. El rey quiso precipitarse, a grandes
impulsos, hacia la superficie.
No había ya superficie; sólo un techo sólido, translúcido, vasto,
inquebrantable. Una fuerza entrenada en cien torneos, ejercitada en mil
batallas, no era capaz de hacer mella en el glacial muro, mientras los minutos
volaban, atravesando hielo, agua y piedra, llevándose consigo el aire
imprescindible, único bien que su raza no pudo ni podría sacar de la nada a
golpes de arrogancia y ambición.
Luchador hasta el fin, el monarca permaneció ajeno al pánico,
recreándose, más bien, en la gloria recobrada de reinar, por primera vez tras
incontables siglos, sobre su pueblo perdido, cruel, dotado y poderoso,
destinado a lo más grande, subyugado allí a sus pies.
Al cabo de los meses, se comprendió en el castillo que Su Majestad no
volvería. Las cámaras, salones y pasillos fueron vaciándose, devolviéndose a
los espectros primordiales que desde antaño los poblaron. De día y de noche, en
el lento transcurrir de las jornadas, pequeñas comitivas surgieron poco a poco
de la fortaleza, por el portón principal, el cual quedó abierto, o por salidas
secretas, desembocaduras de pasadizos húmedos que serpenteaban sin fin dentro
de los muros, con destino a sus respectivos lugares de origen, algunos muy
lejanos, otros ya inexistentes, todos formando parte de un mundo baldío cuya
reconstrucción era necesaria.
Una pregunta, Abuelo, ¿el relato es tuyo?
ResponderEliminarEn la medida en que se me pueda considerar la misma persona que hace unos 16 años, oui, c'est moi l'auteur.
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