Pocos cineastas, junto con José Luis Garci y ahora Isabel
Coixet, han sido un blanco tan fácil para el tipo de público ahora denominado “hipster”
como James Ivory. Considerado un especialista en exquisitos y aburridos dramas
de época cuyas representaciones del deseo frustrado parecen imbuidas de una
paradójica falta de pasión, ha sido sin embargo una figura, si no genial, desde
luego muy curiosa, desde sus inicios indies en la India (valga la redundancia),
pasando por una etapa casi flirteante con el underground que era capaz de narrar
el descenso a los infiernos de la civilización de una tribu indígena que cae en
los dominios de una mansión abandonada (“Salvajes”) o las orgías hollywoodenses
de tiempos del cine mudo (“Fiesta salvaje”).
Es posible ver “Lo que queda del día” como una ficción
consoladora para quienes han descuidado su propia vida en aras de una misión o
un deber personal, o incluso como una pequeña requisitoria contra una clase
trabajadora que traicionó sus deberes políticos (simbolizados de una manera hoy
en día desprovista de claroscuros a través de la negativa a delatar al señor de
la mansión, colaboracionista nazi) a la par que su verdadera esencia como
persona (el amor nunca declarado ni asumido por Emma Thompson, mujer que a un
servidor hubo una vez que le gustó bastante, y hoy se pregunta por qué), sin
conseguir nunca nada por ello.
Ivory,
pese a querer articular una crítica de las lacras del autocontrol, parece creer
bastante en sus virtudes, quizá porque, como americano anglófilo, parece haber
asumido demasiado bien unas reglas del juego que los británicos nativos
preferirían dinamitar desde dentro. La condición homosexual del cineasta parece
arrojar también cierta luz sobre la temática de la conservación de las
apariencias y el mantenimiento de pasiones inconfesadas, pero guardando cierto
pesimismo sobre las posibilidades de un “outing” y cuidando bien de que el
cuento de trasfondo progresista no chirríe a los ojos del público no
contemporáneo de los eventos, pero casi, a quien el producto parece dirigido.
De ahí que Ivory caiga mal a los hedonistas: le interesan demasiado los
engranajes de la represión como para soñar con romperlos.
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