miércoles, 22 de abril de 2015

Érase una vez una casita de juguete


Los aficionados al anime y el manga tienen una gran familiaridad con las etiquetas por sexo y edad que en cierta manera crean pequeños ghettos de lectores y espectadores a los que imaginamos reacios a perder el tiempo, por ejemplo, con historias “para niñas pequeñas” (evitadas como la peste, hasta comprobar la enorme demanda fan de “Sailor Moon”, por nuestra Selecta Visión) o, por el contrario, dispuestos a no ver otra cosa en su vida que no sean peleas entre adolescentes superpoderosos y fanfarrones. En la cartelera actual de cine, “La casa del tejado rojo” nos hace sospechar la existencia de un marketing demográfico, cuyo nombre desconocemos pero evidentemente debe de existir, dada la longevidad nipona, orientado hacia espectadores con suficiente edad para recordar la era Showa y los tiempos de felicidad inconsciente anteriores a la II Guerra Mundial.


Yoji Yamada ya dedicó “Kabei, nuestra madre” a recordarnos que no todos los japoneses de la época eran belicistas redomados dispuestos a comerse el mundo y aliarse con Hitler si hacía falta. Ahora les toca el turno a los burgueses que celebraban la caída de Nankín y vivían en casitas de chocolate, fabricando juguetes como quien fabrica armas, o viceversa, y viviendo en un estado de despreocupación cercano al de los niños. No es casual que varios de los personajes principales, en especial el artista Shoji Itakura, sean figuras infantilizadas e ingenuas, con una edad emocional semejante a la edad física del hijo de la protagonista… o del propio Yamada, cuya edad le coloca en la posición de posible testigo de los hechos relatados, o de sufridor de las consecuencias de la irresponsabilidad paterna.


Lo agridulce sobre el papel de la nostalgia de la era Showa no quita para que “Chiisai ouchi” se refugie en modos y estilemas del celuloide cincuentero  como quien se aferra a un paraíso perdido. Ahí es donde Oshima ganó en su momento la partida con “El imperio de los sentidos”: la pasión violenta de puertas para adentro se presentaba como alternativa a la pasión bélica que consumía el país bajo una fachada feliz de “belle époque”. Aquí, basta con que la señora de la casa suba las escaleras hacia el apartamento del pintor y se cierre la puerta.  Y sin embargo podría argumentarse que son el pudor y la contención los que consiguen que las fuerzas violentas triunfen, al ofrecer triunfos reales y despreciar por una vez la sublimación.


Los críticos cinematográficos occidentales han decidido hace tiempo que Japón significa sutileza y falta de énfasis, pero cabe preguntarse si en realidad los podemos encontrar aquí: a todo espectador avezado le bastaría con ver la carta sellada y nunca entregada al pintor entre los papeles de la criada fallecida para entender absolutamente todo, pero al parecer hacía falta una larga escena final de diálogo para explicarlo todo por lo menudo. Nos preguntamos hasta qué punto una duración de 136 minutos puede surgir más de una nula voluntad de síntesis que de unas opciones estéticas conscientes, pero también es cierto que los japoneses parecen cuidar y respetar más a sus cineastas ancianos por lo que tienen de depositarios vivientes de una vieja manera que ya no volverá. Que Occidente los confunda con puntas de lanza es solo culpa de Occidente.

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